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Terminó de hablar en el momento en que las viejas llegaban.

– Pobre, tan joven -sentenció una de ellas-. Pero tenga fe, muchacho, que con fe todo se arregla…

La otra me miraba aguantando las lágrimas.

– Y siento lo de su esposa -siguió la vieja-. ¡Morir en el viaje de bodas!

– Llevaban casados ocho horas -agregó Nina, ante mi mirada asesina-. La pobre no tuvo tiempo de sufrir, murió pura, antes de consumar el matrimonio. ¡La pobrecilla Lidia!

La otra vieja no aguantó más y se puso a llorar. La que hablaba me consoló diciendo que yo era joven y me recuperaría, que los médicos extranjeros hacían milagros y que si no, siempre quedaba la Virgen.

– El mes pasado fuimos a Lourdes -dijo Nina sin dudar-, pero queremos probar todo. A la Virgen hay que ayudarla…

– Tengan fe, tengan fe. -La vieja se fue llevando a la otra que lloraba a mares.

– Es que estabas tan ido…, y algo tenía que inventar -se justificó Nina.

Buscamos un lugar en la sala de espera atestada de gente pesimista. Un viejo prematuro mendigaba entre los viajeros pero no conseguía demasiado porque estaba más atento a los guardas de seguridad de la estación.

Entonces llegó Serrano. Desorientado y consultando un reloj monstruoso y barato. Saludó a Nina con su buenasnoche y nos mostró el gran paquete que traía bajo el brazo.

– Bocatas para el viaje, por eso me retrasé -me dijo en tono cómplice y aspiró el aroma del paquete-. Los ha preparado ella.

Suspiró.

Nina se ausentó para ir al baño y volvió casi de inmediato. El altavoz gruñó una frase incomprensible y algunos viajeros empezaron a levantarse. El mendigo desganado olvidó las precauciones y empezó a pedir casi sin esperar respuestas, saltando de un autocar a otro, como si soñara con colarse en alguno y viajar a otra miseria cerca del mar.

Miré el reloj de la sala y juraría que se había saltado veinte minutos en un segundo. Cuando subíamos a nuestro autobús, las viejitas se acercaron cariñosas. Viajaban con nosotros.

– Fe, muchacho, tenga fe -dijo la portavoz. La otra buscó un pañuelo en su bolso. Imaginé que llevaría docenas.

Cuando iba a subir los peldaños, Nina se giró y puso algo en mi mano. No tuve que mirar para saber lo que me daba: uno de sus tangas blancos.

Miré hacia atrás.

El mendigo miraba hacia todos lados, tratando de adivinar quién podría darle unas monedas antes de que los vigilantes lo echaran de la terminal.

Lo llamé y cuando se acercó le di un billete de veinte y la braguita.

– Tenga, buen hombre -dije.

Y subí al autobús.

MARTES

«Voy hacia el fuego como la mariposa,

y no hay rima que rime con vivir;

no te pares, no te mates,

solo es una forma más de demorarte.»

ADRIÁN ARBONIZIO, El Témpano

28

Nos sentamos casi al final. Jamón se quedó en la mitad, saludando con el paquete de bocadillos. Le hice gestos de que más tarde. Las viejitas suspiraban al verme tan animado.

El conductor era un tipo bajito y calvo, con un bigote tupido. Estaba nervioso y feliz. Se le notaba. Se miró en el retrovisor, apreciando la camisa celeste de manga corta como si fuera un esmoquin. Pensé que lo suyo era más bien ropa de mecánico decorada con manchas de grasa. Otro tipo, también de camisa celeste, le dio unas instrucciones y le tomaba el pelo. Con una voz demasiado grande para su estatura, el de los bigotes le gritó que no le tocara los cojones, que él sabía qué hacer y que dónde coño tenía ese trasto la quinta marcha. El otro bajó y dijo algo que no pude oír. Pero el bajito respondió que no lo jodiera, que demasiado que le hacía el favor a la puta empresa, y que si llevaban diez años sin dejarlo conducir por lo del accidente, ahora bien que se ponían suavones porque lo necesitaban. Y que la culpa del choque, insistía, la había tenido la vaca.

El silencio en el coche era absoluto.

Cerró la puerta con ruido de aire que se va, y empezó a pedir los billetes. El coche iba medio vacío, informó Nina, porque era el décimo que agregaban ese día, a causa de la cantidad de viajeros. De la mitad hacia atrás, estábamos solos, a excepción de una inglesa flaca y dormida que al otro lado del pasillo hamacaba la canción de su iPod.

El de los bigotes llegó a nosotros refunfuñando una ofensa antigua. Recogió los billetes y gesticuló por encima de nuestras cabezas. Al otro lado de los cristales, junto al coche, un grupo de tipos vestidos como él le hacían gestos burlones y despedidas con pañuelos.

– Cabrones -murmuró el tipo-. Seguro que se han olvidado.

Uno de los de abajo sacó algo que ocultaba a sus espaldas y le mostró una bota de vino. El bajito suspiró.

– ¿A qué hora llegaremos a Algeciras? -preguntó Nina.

– Supongo que de día -dijo el bajito. El aliento le olía a ginebra-. Y eso si encuentro el camino, que hace la tira que no llevo un bicho de estos…

– Ya: la culpa la tuvo la vaca -dijo Nina.

– ¡Y tanto! Pero ellos que no, que si había bebido, que si la vista, ¿sabe lo que le digo? Qué si acepté conducir esta noche fue por la apuesta, que a la empresa le pueden ir dando por el culo. Diez años enterrado en los talleres…

Fue hasta la puerta, recogió la bota y la dejó junto a su asiento.

– ¿Alguno de los señores pasajeros conoce el camino? -preguntó.

Nadie respondió.

– Pues la hemos cagao -comentó por lo bajo.

Se acomodó en la butaca, aceleró y salimos a la noche.

Al principio se olía el miedo de los pasajeros, a excepción de los guiris, que no entendían nada pero se reían por todo. Cuando salimos de Madrid empezó lo más difícil. Algunos se animaron a opinar y aconsejaban por dónde ir. Llegamos a una bifurcación de carreteras y hubo división de opiniones y dos bandos gritaban que «por ahí». El de los bigotes detuvo el coche a un costado del asfalto. Le pegó un buen trago a la bota y Jamón se asomó sobre el respaldo de su asiento para ofrecerme bocadillos. La hice señas de que más tarde.

La gente no se ponía de acuerdo y el bajito se limpió la boca con el antebrazo antes de gritar:

– ¡Votemos, compañeros!

– ¿Crees que alguna vez llegaremos? -dijo Nina divertida.

– No sé. Pero será un viaje muy democrático. ¿Tienes una moneda?

Me dio una de un euro. Le pedí que silbara como ella sabía. Silbó y todos miraron hacia nosotros. Le mostré la moneda al de los bigotes.

– Coño, por fin un tío sensato -dijo y atrapó la moneda.

Una de las viejitas sollozó al ver que era yo. La otra me gritó que tuviera fe.

El bajito tiró la moneda, que giró en el aire.

Cayó al suelo, rodó y se perdió bajo los asientos.

«Ya lo dijo Fito Páez en su canción», pensé. «La vida es una moneda.»

El tipo se sentó otra vez, exprimió la bota y tomó por el primer cruce.

***

Llevábamos ya un buen rato de viaje y el miedo se disipó cuando fuimos capaces de encontrar el bar para la parada reglamentaria. Después supimos que no era, pero aprovechamos para festejar con el conductor su pericia. El tipo quiso invitar a todo el pasaje a una copa. Algunos aceptaron y devolvieron la cortesía. El dueño del bar, que nos miraba sorprendido, fue preguntando uno por uno «qué va a ser». Las viejitas se pusieron en la barra a mi lado y Nina me salvó de la sed pidiendo un whisky. Las viejitas pidieron dos tilas y me acordé de Philip.

– Y dos copazos de anís -agregó la llorona.

Todos brindamos, mientras el dueño parecía a punto de preguntar algo. Entonces uno de los pasajeros, un vasco cuadrado y campechano, gritó que llenara otra vez, «qué coño». Volvimos a brindar.