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El conductor invitó otra vez, y un gringo que ya estaba achispado reclamó su derecho a pagar. Cuando llevábamos una hora en el bar, alguien dijo que si no sería mejor seguir viaje, pero todos lo abucheamos. Cuando el griterío terminó, se oyó la voz de la viejita llorona que decía:

– Gilipollas -y se acabó de un trago la tercera copa de anís.

Nina se divertía y yo dije que no con la cabeza cuando el dueño fue a servirme el cuarto whisky.

– ¿Para dónde van? -me preguntó. Nina respondió por mí que a la Costa del Sol y el tipo puso cara de asombro. Iba a decir algo cuando el alemán o lo que fuera se arrancó por lo que él creería eran bulerías. Todos empezamos a hacer palmas, menos la inglesa flaca conectada al iPod.

Antes de irnos, el patrón invitó una ronda y no era cosa de hacerle un feo.

Brindamos por la hermandad de las carreteras y por el Destino.

– Y por su puta madre -agregó la viejita entre hipidos.

Cuando salimos, antes de subir al autobús, vi un coche negro y largo a un costado del bar. Me pareció que había gente dentro. Pero estaba muy mareado como para pensar en otra cosa que no fuera subir los peldaños. Jamón me ofreció un bocata y le dije que después con un gesto.

***

Tenía la certeza de que estábamos perdidos. No se veían carteles y el camino era irregular. Pero estábamos todos tan contentos. Cantábamos a coro (yo tarareaba), y cada vez que parecía que íbamos a salirnos de la carretera y el bajito conseguía dominar el volante, la gente gritaba:

– Ooooolééééé -y empezaban a cantar otra vez.

Recorrimos el repertorio popular, incluidas las coplas más pícaras, en las que las viejitas llevaban la voz cantante. Uno empezó con La vaca lechera, y el bajito dijo que no se cantaba más, que aquello era como un barco y él como el capitán, y que si alguno sabía dónde coño estábamos.

Poco a poco la gente se fue amodorrando. Nina se acurrucó en el asiento, la cara contra el cristal y dándome la espalda. Alguien, delante, empezó a roncar. Creo que era Serrano.

Yo no podía dormir y hasta el mareo de los whiskys se había evaporado. Otra vez sentía que algo iba a romperse en diez pedazos desiguales. Fui hasta el asiento del fondo. Miré hacia atrás y vi que un coche seguía la estela del autobús a prudente distancia. Hubiera jurado que era el mismo coche negro del bar. No podía saberlo.

Volví a mi asiento. Me senté un poco encogido, porque Nina, dormida, se había estirado. Seguía con la cara apoyada en la ventanilla, de espaldas a mí, las piernas dobladas sobre el asiento. Levanté un poco su vestido y estaba en lo cierto: seguía desnuda, no se había puesto otro tanga cuando fue al baño en el bar. La estudié con cuidado, como si fuera a romperse. La piel brillando en la noche, las nalgas tan bien dibujadas, la línea oscura que las partía y bajaba, señalando desde atrás el sexo, que era una mancha dulce y oscura.

Mirándola así, en la impunidad del sueño, me sentí como un viejo vicioso espiando a una nena. Y la sensación me gustó. Levanté más el vestido, y quedó descubierta de cintura para abajo. No dio señales de enterarse. Vestida, Nina respiraba menos. Dejé que mi mano jugara en sus caderas y bajara hasta las comarcas vecinas a su sexo. Murmuró algo y siguió dormida. Mis dedos vagaron en torno a los labios, memorizando piel, y siguieron hasta tocar delante la sensación aguda de su vello afeitado. Ronroneó y siguió en su sueño. Dejé que uno de mis dedos acariciara los labios y subiera. Tocó una zona sensible y me arrepentí, porque ella se revolvió un poco. Iba a dejarlo, pero murmuró complacida un nombre de hombre que no era el mío. Me enfurecí. Con dos dedos de una mano separé los labios de su sexo, mientras la otra mano buscaba despacio la entrada. No despertó y repitió el nombre. Dejé que el dedo se deslizara dentro, solo un poco y allí se quedó, bebiendo un pulso húmedo. La sensación de que algo iba a romperse se hizo más fuerte. Esperé. Nina no se movía. Yo tampoco. Mi dedo latía con su latir. Y cobró voluntad lenta y se movió con cuidado, esperando la respuesta de su cuerpo que al fin llegó, bostezante. Le espié la cara y seguía fingiendo dormir. El ritmo aumentó y mi dedo era un ojo, una piel, una antena que emitía y recibía sensaciones y mensajes. Sobraba tiempo, en el medio de la nada y de la noche, mientras el autobús avanzaba a los tumbos por un camino que no era el suyo. Pero avanzaba. También mi dedo que pronto fue bebido, expulsado y vuelto a beber, mientras ella, olvidado su papel, movía las caderas y lo cabalgaba hacia una meta que yo no podía ver. Seguimos así hasta que de Nina hacia dentro algo se derramó y siguió derramándose en espasmos tiernos. Me mordió la mano que acariciaba su cara y siguió explotando, y no dejó de explotar ni siquiera cuando el autobús se salió blandamente del asfalto, resbaló en la tierra y volcó en cámara lenta.

29

– ¿Hemos sido nosotros? -preguntó Nina besándome.

No estaba seguro, así que no contesté. Le pregunté si estaba bien y dijo que qué me parecía. La besé. Me extrañó que nadie gritara, pero la caída había sido tan suave que los pasajeros seguían durmiendo. ¿O estaban muertos? El conductor no, porque lo oí gritar, las vocales alargadas por la borrachera:

– ¡Otra vez la jodía vaca!

El autobús estaba en una especie de zanja, apoyado sobre un costado, en un ángulo de unos 45 grados o más. La geometría siempre se me dio fatal. Besé a Nina y me fui gateando entre los asientos. Algunos pasajeros miraban extrañados, pero nadie parecía herido. Una de las viejitas roncaba, apoyada en la otra. Me pareció que esa no respiraba. La sacudí y no despertó. Volví a sacudirla:

– ¡Señora! ¡Señora! ¡Señoraaaa!

Abrió los ojos y me vio.

– ¿Está usted bien, señora? No se mueva. Hemos tenido un…

– ¡Milagro! -aulló la vieja-. ¡Milagro! ¡Estaba mudo y gracias a la Virgen ha vuelto a hablar!

La otra despertó y le hizo coro. Se pusieron a rezar, como si no les llamara la atención estar colgadas, con el autobús medio volcado. El chófer pataleaba en el aire sujeto por el cinturón de seguridad. El reloj cuadrado que había sobre el parabrisas era el único daño evidente del vuelco. Se había desprendido y estaba roto en pedazos desiguales contra la puerta. No los conté: sabía que eran diez.

Serrano roncaba como un bendito, apoyado el cuerpo en el costado del coche. Ni se había enterado. Entre los gritos de las viejas, el conductor que subió el volumen de sus quejas contra «la puta vaca que me persigue» y mis sacudidas, Serrano despertó, me miró sin sorpresa y dijo:

– Nasnoche, ¿un bocadillo?

Cuando estuvimos todos fuera del autobús comprobamos que no había heridos. Las viejas seguían contándole al que quisiera oírlas que yo era mudo y había ocurrido el milagro.

Nina también estaba entera, y me miraba con maldad. Y con cariño. No sabíamos dónde estábamos. Ese asfalto desparejo y estrecho, sin ninguna señal, no podía ser una carretera principal. Fui a hablar con el conductor, pero estaba eufórico.

– ¡Esta vez la jodí! Puñetera vaca, pero la esquivé, vaya si la esquivé…

Le pregunté si aquellas luces que se veían a lo lejos serían algún pueblo y a qué distancia calculaba que estaban. Me miró como si fuera transparente, eructó alcohol puro y se sobresaltó:

– ¡Ahí está otra vez, la muy puta! ¡Ven aquí, vaca de mierda! ¡Ven que te parto el culo!

Levantó unas piedras y corrió por el pavimento, persiguiendo una sombra.

El guiri se fue detrás, gritando «toro, toro», y la inglesa flaca me tocó el hombro con su mano huesuda y me preguntó que cuánto faltaba para «Fuengirolo City».