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– No haga el gilipollas, Sotanovsky. Que usted no es ningún gaucho salvaje -dijo, sobrador. Pero tenía razón.

Levanté las manos. El de la pedrada se recuperó y me miró con odio. El otro, sobre el capó, no se movía. Había recibido el balazo de su jefe.

– Salga -dijo el jefe a la oscuridad.

– ¡No salga, Serrano, que lo van a hacer boleta! -advertí olvidando que no me entendería-. Si sale, lo matan, es a mí al que necesitan.

– Salga, Serrano -repitió el otro como si yo no hubiera hablado-. Salga o mato a su amigo.

Jamón se asomó con las manos en alto, cara de excusa y me dijo:

– Tengo que seguirlo adonde vaya.

Pensé que no iríamos muy lejos.

Nos hicieron tirar al muerto en un barranco, pero antes rescataron una navaja y otra pistola que llevaba en el bolsillo. El cuarto no llegaba y el de la cabeza rota me mortificaba detallando lo que le estaría haciendo a Nina. Yo estaba demasiado cansado hasta para la rabia. Nos hicieron limpiar los vidrios rotos del asiento del conductor y nos sentaron a los dos en la parte delantera del coche. El jefe iba en el asiento de atrás apoyando el cañón de la pistola en mi cabeza. El coche subía lento la montaña, con el precipicio a un lado.

– Busca un sitio para dar la vuelta -ordenó el jefe.

No había espacio y seguimos subiendo, a paso de hombre. Era un coche potente y caro, pero demasiado grande para ese sendero. Por fin llegamos a lo alto de la montañita. Abajo, a la distancia, se veía el pueblo. El calvo encontró un lugar para dar la vuelta y empezamos a bajar, de regreso a la carretera. Iban mirando con cuidado, en busca de su cómplice. No faltaría mucho para que amaneciera, pero todavía era noche cerrada, que las luces del coche quebraban al avanzar.

Una mancha clara y veloz se cruzó en nuestro camino a varios metros.

Era una mujer.

Desnuda.

Nina.

Fue un relámpago que se perdió en el monte mientras el jefe ordenaba frenar y el de la cabeza rota saltaba y corría detrás de ella, gritando «¡Ahora me toca a mí!». Pronto no vimos a ninguno de los dos y el jefe se puso nervioso.

– Bajen -dijo después de un rato.

Nos colocó contra la montaña, su espalda apoyada en el coche. Supe que nos iba a matar. No importaba cuáles fueran sus instrucciones, la cosa se había complicado y el tipo no quería líos.

Anticipé el sonido ahogado del taponazo, «un ruidito de mierda para anunciar dos muertes», pensé. En lugar de eso, sonó un cañonazo y el vidrio trasero del coche voló en pedazos. Serrano saltó hacia el tipo y lo empujó. Rodó camino abajo sin soltar la pistola. Yo corrí en sentido contrario, quise bajar por el barranco y resbalé. Alcancé a agarrarme de un arbusto. Una fuerza enorme me levantó. Serrano.

– ¿Cómo lo dice usted? -preguntó.

– ¡Rajemos!

– Eso.

Nos alejamos dando una vuelta y buscamos un escondite. Yo llevaba una piedra grande en cada mano. Pensaba en Nina.

– Tendríamos que haberlo atacado entre los dos cuando cayó -lamenté.

– Ni lo sueñe. Ese tipo sabía lo que se hacía. ¿O usted se cree que siempre salgo corriendo? -se ofendió.

Oí un ruido y me levanté con las piedras preparadas. Era Nina. Completamente desnuda y deslumbrante. Llevaba en la mano un pistolón enorme. Era el de Serrano, que tardó en reconocerlo.

– No os quedéis mirando -dijo ella-. Está bien que sea verano, pero a esta hora refresca.

Serrano se volvió, pudoroso y me tendió su camisa floreada. Debajo llevaba una camiseta sin mangas. Sin camisa parecía más viejo. Nina terminó de abrocharse los botones y esa tela pretendidamente hawaiana la cubría más que toda la ropa que le conocía.

Nos quedamos en silencio y no se oía nada. Discutimos. Nina era partidaria de esperar ocultos a que se hiciera de día. Yo proponía que bajáramos al pueblo, pensaba que los tipos no querían llamar la atención y no nos seguirían. Serrano estaba abstraído y dijo que sí con la cabeza a las dos propuestas. Nina cedió. Empezamos a bajar la montaña.

– ¿Me podés explicar qué pasó? -pregunté abrazándola.

– Que cuando vi de qué iba la cosa y que os dedicabais a discutir, me escabullí. Vi cómo ese tipo os capturaba, pero en lugar de llamar a los otros se alejaba, y me olí algo feo. De modo que cuando el terreno quedó libre, volví hasta la zanja y busqué su arma. -Señaló a Serrano con el mentón-. Pero eran muchos. Y sabían que yo iba con vosotros. Dos se internaron en el bosquecito para buscarme, imagina con qué intenciones. El del coche estaba nervioso y solo se preocupaba por «el sudaca». Pero los otros se hacían los sordos. Me desnudé y dejé el vestido colgado de un árbol. Lo vieron, pero el jefe ordenó que solo uno se ocupara de mí. Se lo echaron a suertes con una moneda.

– Que se cayó y no pudieron encontrar -dije.

– ¿Cómo lo sabes? El caso es que el jefe llamó al calvo y el otro quedó solo. El bosquecillo tampoco es el Amazonas y no podía ocultarme por mucho tiempo, de modo que me dejé ver, arrinconada contra un árbol, con el revólver escondido en una rama baja. El tipo me vio y se olvidó hasta de su arma. Empezó a desnudarse, fingí escapar y…

– ¿Y qué? -preguntamos Jamón y yo.

– Que como dice el chiste, corre más una mujer desnuda que un tipo con los pantalones por los tobillos. Le pegué varias veces con el revólver en la cabeza y hay que ver lo que pesa…

Jamón acariciaba su arma como a un gato mimoso. Nina siguió con su relato. En un rato empezaría a amanecer y todavía nos faltaba media montaña por bajar. Algo así como ciento cincuenta curvas.

– Después vi las luces del coche y que os habíais dejado atrapar otra vez. De modo que ya que estaba en pelotas porque el otro guarro se había llevado mi vestido, decidí daros una oportunidad y me crucé en el camino. No fue difícil perder al calvo que me seguía, porque estaba medio tarumba. Y después, un tiro contra el coche, aunque yo le apuntaba al jefe, y aquí estamos, vivos y coleando…

El coche atronó de repente y supe que habían bajado con el motor apagado para no hacer ruido, empujados por la pendiente del camino. Estaban a unos metros de nosotros y hasta la curva nos quedaba un trecho. A un lado la pared de la montaña, al otro el precipicio.

– ¡Métales bala, Serrano! -grité-. ¡Un corchazo con ese trabuco y se acabó la joda!

Serrano empezó a correr hacia la curva, y nosotros detrás. Pero era inútil, nos iban a alcanzar.

– ¿Por qué mierda no dispara? -pregunté.

– Tenía una sola bala -explicó Serrano jadeando.

– ¡Usted, como asesino es una mierda! -me enojé.

Dignamente se volvió y les tiró la pistola, que cayó dentro del coche sin parabrisas. -Genial -grité-. Ahora, ya les hemos dado un arma más…

No tenían prisa por alcanzarnos y había algo de sadismo en la decisión de hacernos correr de esa manera. La curva estaba a la vista y redoblamos esfuerzos. Nina volaba a mi lado, cerca de la pared de la montaña, Serrano unos pasos detrás y a menos de cincuenta metros, el coche negro ocupaba todo el ancho del camino. Doblamos la curva pero no significaba nada, no había escape. Y mucho antes de llegar al pie de la montaña nos iban a pasar por encima, eso estaba claro.

Se oyó la acelerada antes de que viéramos la forma negra del coche, levantando nubes de polvo.

Era el final.

Apareció rugiendo y se nos vino encima. Entonces, algo se cruzó, como salido de la nada. El de la cabeza rota clavó el freno, el coche derrapó, arrastrado por su peso, y se salió del camino. Cayó barranco abajo durante un rato. No era mucha altura, pero la suficiente como para encargar una misa por ellos, si uno era creyente. El coche, desde luego, no explotó. Eso pasa solo en las películas.