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Era el mensaje tímido de siempre, recitado por la vieja Lidia.

Cuando sonó la señal, supe que no tenía nada que decir:

– Negrita, soy yo. Sigo vivo. Estoy en Marruecos, buscando a la pelirroja. Voy a Kabila, cerca de Tetuán, aunque a lo mejor tenemos que ir hasta Tánger…

Se oyó un ruido y la voz me interrumpió:

– ¿Nicolás? ¿Dónde estás? ¡Decime dónde estás! Puedo ayudarte, solo no vas a poder…

Siguió hablando, pero en el auricular sus palabras quedaron cubiertas por una voz turbia de hombre dijo algo que no entendí.

– ¿Nicolás? -volvió a preguntar ella-. ¿Dónde estás?

– Perdón, me equivoqué de número -dije antes de colgar.

La que había atendido no era Lidia. Al menos no la Lidia que yo había conocido. A la otra no quería conocerla, me daba miedo.

33

El ferry se movía con pereza de ballena. La luz tenue hacía que todo fuera fantasmal y tras las ventanillas pronto desapareció la claridad sucia del anochecer y se volvió negra. Acurrucada en el asiento, Nina dormía con la frente fruncida. Serrano seguía hipnotizado por una película de vaqueros que se veía borrosa en la pantalla colgada unas filas más adelante.

Fui danto tumbos hasta el bar del barco. Hacía calor y tenía sed. Pasé entre filas y filas de asientos repletos de paquetes, bolsos y gente morena que dormía en silencio. Algunos simplemente estaban quietos, con los ojos abiertos y fijos en el respaldo del otro asiento, como si siguieran vigilando la carretera después de tantas horas sin dormir. No eran ni las once de la noche, pero pensé que en ese barco con la barriga llena de coches era muy tarde. Demasiado tarde para todos.

Me entretuve en las vitrinas llenas de cosas importadas: bebidas, puros, perfumes, todo detrás de unos cristales opacos cerrados con pequeños candados. En algún lugar había oído la seca ironía de que los pobres eran los que daban personalidad a las naciones: los ricos son iguales en todas partes. La gente que se amontonaba en los asientos nunca compraría una colonia de aquellas, pero al menos las conocería de vista.

Pedí un whisky que pagué muy caro y dejé que el gris movedizo detrás de las ventanillas me hipnotizara. Buscaba muchas respuestas en ese paisaje sin detalles: a una mujer pelirroja y escurridiza, a otra que creí conocer y no conocía, a una morena que mentía casi tan bien como amaba, a una ya sin rostro en mi memoria, sin nombre siquiera para el dolor de un recuerdo.

Pedí otro whisky y subí con dificultad las escaleras empinadas. Me perdí por pasillos metálicos y claustrofóbicos y salí a la cubierta. Una brisa caliente barría la penumbra. Me senté en un banco a ver pasar el agua en la oscuridad.

– Nasnoche -dijo Serrano después de un rato. Se sentó a mi lado y el banco de metal crujió-. ¿Gusta?

Me alcanzó una botella mediana de whisky importado.

– ¿Cómo lo consiguió? Las vitrinas están cerradas y los empleados, perdidos.

– El dinero, Sotanovsky, el dinero. Y un poco de firmeza -agregó casual. Imaginé al empleado frente a esa mole amenazante. Eso abre cualquier candado. Le di un trago a la botella. Estaba caliente pero me hizo bien.

– También le compré una tontería a Élida -dijo Jamón-. ¿Usted entiende de estas cosas?

Me mostró un estuche de perfume francés, un Chanel, creo. La viuda quedaría convencida de que su pretendiente era un hombre de mundo.

– Va a ser la envidia del barrio -aprobé.

Bebimos en silencio, acunados por las aguas del Estrecho.

– ¿Cómo se metió en esto, Serrano?

Le preguntaba por El Muerto, pero él estaba pensando en otros errores.

– Poquito a poco. Eran otros tiempos. Y el ring quema mucho, ¿sabe? Hay mucho chanchullo. Pero tuve mis buenos momentos -se entusiasmó-. ¿Sabe cómo me llamaban?

– ¿«Kid Serrano El Pata Negra»? -pregunté.

No lo entendió. Además, era un chiste muy malo.

– «Trompazo Atómico» Serrano -pronunció orgulloso-. Tuve unas cuantas victorias, cuando el boxeo era cosa de hombres. Después…, algunos problemas, errores…

– Una mujer, Serrano, siempre hay una mujer.

Me miró admirado:

– Usted es más listo de lo que parece. Sí: una mujer y qué mujer.

Se perdió un rato en recuerdos agradables. Pero no serían muchos, porque después retomó el hilo con voz apagada:

– Un día todo se acaba y cambia. Hay que empezar a tirarse frente a tíos que uno puede noquear con una mano, o te ponen enfrente a gente debilucha, que no aguanta ni una hostia…

Sé ahogó y contuvo un sollozo. Le pasé la botella y le pegó un trago descomunal. Me la devolvió y lo imité.

– ¡Yo no tuve la culpa! -gritó-. ¡Si el chico no estaba bien, yo qué culpa tengo! Se quedó en la lona, quieto, tan quieto… Era un crío, un crío…

Las olas chocando contra el costado del barco fueron el único sonido durante unos minutos. Eso y los suspiros de Serrano, que hubieran bastado para empujar el barco si fuera de vela.

– No pude volver al ring -dijo en un susurro-. Tenía miedo, ¿entiende? Y empecé a ir cuesta abajo. Ella se fue…

– Siempre se van -dije medio borracho.

– Cómo lo sabe. Un día empecé a pelearme con la botella. Y perdí por nocau. Después fui guardaespaldas de gente peligrosa, y al final, me largué solo con un par de amigos. Nada importante, pero qué tiempos. Un trabajo por mes, dos como mucho y a veces ni eso. Joyerías, restaurantes de lujo, alguna sucursal bancaria en las afueras. Ese dinero no es de nadie, ¿sabe? Me lo explicó un amigo, un tal Talego: la mayoría están asegurados, con lo que no se hace daño a nadie. Y además, decía siempre, esa gente sabe de dónde sacar más pasta.

– Un filósofo, su amigo.

– Un cabrón. Por él me pasé cuatro años a la sombra, por un golpe en la casa de un prestamista -suspiró-. Eran otros tiempos, la pasta llegaba, se iba, volvía a llegar. Y había que jugarse el pellejo, cara a cara con los maderos. Era como en el ring, ¿sabe? Pensar el golpe, buscar el costado, ofrecer la cara y moverse rápido. No como ahora, que con la mierda de la coca, los chavales rajan a cualquiera sin darse cuenta. Esto no da para más, antes había honor en el oficio, una moral, ahora todo es basura…

– «Te acordás hermano, qué tiempos aquellos…» -desafiné bajito, recordando de pronto a mi viejo y esa música que era la suya y yo siempre había detestado-, «veinticinco abriles que no volverán».

Serrano conocía el tango mejor que yo y lo cantamos durante un rato, equivocando estrofas. De ahí pasamos a Caminito, y de ahí a Mano a mano. Me sorprendió conocer tantas letras de tango. Se ve que viene con el ADN argentino. Cuando llegamos a lo de «aquel tapado de armiño, todavía lo estoy pagando», ya casi no quedaba whishy y éramos dos viejos compinches. Me pasó un brazo sobre los hombros y fue como si me hubiera hecho amigo de un oso.

Bajó la cabeza, buceando penas.

– Un día me di cuenta que de tanto entrar y salir del talego, los años se me habían venido encima como un pegador zurdo y rabioso. ¿Te imaginas a un viejo atracando un banco? ¡Todo el mundo contra la pared y cerrando la puerta, que me constipo! -rio de su propio chiste. Yo también.

– O esto otro -dije-: Ponga el dinero en esta bolsa y llévemelo hasta el coche, que el reuma me está matando…

Nos reímos con ganas, borrachos, y descubrimos que una pistola, en manos de un viejo con parkinson, es como una metralleta, y que cubrirse la cara con una bufanda a cuadros en vez de usar un pañuelo sería menos clásico pero más abrigado. Cantamos un tango a voz en cuello, no recuerdo cuál. Después dejamos que las luces se acercaran despacio.

– Estoy con El Muerto porque es el primero que vino a buscarme en mucho tiempo -murmuró-. Pero es mi último trabajo. Necesito dinero, ¿sabe?