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El hotel era interesante: dos pisos de construcción blanca con arcadas y plantas por todas partes. Rodeaba una piscina de buen tamaño, también cercada de vegetación, que en la oscuridad de la noche amenazaba sin empeño. Si te detenías en silencio, podías oír respirar a las plantas.

Más allá, se desparramaba en bungalows y senderos, hasta llegar a la playa de la que había salido la postal que guardaba en la mochila. Todo ordenado y pulcro. Demasiado. Ahí paraba Noelia en sus escapadas a la zona. Se trataba bien, la pelirroja.

En Marruecos era dos horas más tarde que en España, por esa pelotudez de los gobiernos de pretender manejar el tiempo. El restaurante estaba cerrado pero los billetes de Nina nos consiguieron una mesa en un salón acristalado con vistas a la piscina y algo de comer. Mientras llevaban nuestro equipaje a los bungalows, ella preguntó por Noelia.

Jamón y yo nos dedicamos a comer de una ensalada monumental en la que cabía todo lo imaginable. Llegó una fuente con pescado frito y otra con una carne aderezada con aceitunas, almendras y sabores desconocidos. Estaba rico pero le hubiera venido bien un poco de chimichurri. Nina gesticulaba en francés con el encargado, que recuperó la memoria al ver los billetes.

Con gesto preocupado, volvió a la mesa. Dudó antes de hablar, pero mi ansiedad pudo más:

– ¿Saben algo de Noelia?

– Tiene un bungalow aquí. Pero ahora no está. Se ausentó coincidiendo con su aparición en Madrid, pero ayer regresó y dijo que estaría unos días en Marrakech.

– «Como juega el gato maula con el mísero ratón» -desafiné a propósito una estrofa de Mano a Mano.

– ¡Más tangos, no, por favor! -dijo Serrano recordando la borrachera triste del ferry.

– Tengo la dirección que dejó y amigos en Marrakech -me tranquilizó Nina-. Mañana me voy a Tánger y con unas llamadas telefónicas la localizo. A menos que prefieras ir hasta allí.

– No sé. ¿Usted qué opina, Serrano?

– Que está muy bueno. Guisan bien los jodíos moros -dijo relamiéndose-. Pero donde se ponga un buen potaje…

Pedimos hielo y vasos y quedamos para un rato después en la piscina. No teníamos sueño y el calor era más tolerable al aire libre.

En nuestro bungalow Nina se desnudó pensativa y no pude reprimir un cosquilleo cuando la vi meterse en la ducha. No sé por qué no me metí con ella. Haciendo tiempo para esperar mi turno, estudié la tarjeta clavada en la puerta, que informaba en varios idiomas de las tarifas del hotel. Pese a la diferencia favorable en el cambio, en otras circunstancias no hubiera podido alojarme ahí. O sí, pero cargado de hijos, de éxito dudoso en profesiones que no me gustaban, de tiempo medido entre una concesión y otra.

Como si mi método fuera mejor.

Me senté desnudo en la alfombra. Me preocupaba que el jefe de los del coche negro fuera un policía, porque entonces la cosa se complicaba. ¿Habría cedido el incorruptible inspector Sáenz? ¿Estaría asociado con El Muerto o con los dueños de la guita? ¿Qué tenía que ver Lidia la nueva con todo ese lío? Demasiadas preguntas y yo sin sueño.

Nina salió del baño con un mínimo bikini y yo renuncié a la ducha porque solo era agua que cae, sucedáneo de lluvia sin piel. Me puse el traje de baño negro que me alcanzó, recogimos los vasos, el hielo y un par de botellas, y volvimos a la piscina. Según la antojadiza hora de Marruecos eran más de las tres de la madrugada y las luces estaban apagadas.

Serrano esperaba incómodo en unas bermudas gigantescas y con su infaltable camiseta sin mangas.

Bebimos en silencio al borde del agua iluminada desde abajo.

– ¿Sabe qué? -dijo Serrano-. ¿Usted no le entra a los poemas? Me parece que eso sería mejor.

Me impacienté. Quería evitar preguntas de Nina.

– Usted me explota, Serrano. Pero de acuerdo: tres cartas y un poema, que eso es más caro…

– Dijo seis cartas -protestó.

– ¿Pero qué se cree, que los poemas los cagan los perros? -Me di por vencido-. Bueno, tres cartas y tres poemas. ¿Hecho?

Nina nos miraba divertida.

– Vale -dijo Jamón-. Y ya sabe, que sean un poco… Usted ya me entiende.

Asentí y busqué una frase para cambiar de tema. No encontré ninguna y seguimos bebiendo hasta que la luz de la piscina se apagó y el agua se volvió negra. Como la del Estrecho. Nina se recostó contra mí y Serrano se puso de pie con guiños de ojo tan disimulados que creí que le daba un ataque.

– Nasnoche. Que descansen ustedes -ironizó remarcando el «descansen».

Nina dejó caer una pierna en el agua.

– ¿Qué era todo eso de los poemas?

– Que mi nariz es más larga de lo que parece y eso condiciona para ejercer de Cyrano. -Como la broma no alcanzó, busqué algo creíble-. El grandote está enamorado de una viuda y me ha pedido que le dicte algunas cartas de amor. Un Cupido con barba y una calvicie que avanza inexorable, como diría un amigo que no llegué a tener.

Ella rasgó el agua con el juego de su pierna.

– Muy poético, pero por la forma de exigir de Serrano, no era un favor, sino un intercambio. ¿Cuál es tu precio?

– Sentirme más decente el poco tiempo que me quede de vida.

Me miraba fijamente, pero podría ver muy poco. La oscuridad nos dibujaba en siluetas con algún brillo de la luna. Se quitó la parte de arriba del bikini y con el mismo movimiento libre se despojó de lo de abajo.

– Pides sinceridad pero cuando te pregunto algo sales con cuentos.

Se puso de pie y la luna le dio de lleno con su luz golosa y opaca. Al otro lado del jardín, en la recepción, el único signo de vida eran el encargado y un camarero que, de espaldas a nosotros, seguían entre bostezos una película de la tele. Nina se dejó caer en el agua sin ruido, como si flotara a su antojo. Después, con la misma ausencia de sonidos, empezó a nadar sin apuro. No salpicaba. Era como si el agua se apartara para dejarla pasar. De vez en cuando, la luz se aferraba a una curva mojada y la iluminaba para mí. Seguí bebiendo mientras la miraba. Corrijo: mientras la admiraba.

– ¿Vienes? -dijo o quise creer que había dicho.

Me desnudé y entré en el agua oscura con una sensación de transgresión indefensa que me maravilló. Jugamos sin ruido, nadando, flotando, tocándonos al pasar. Fuimos hasta el fondo y nos reconocimos con los dedos, salimos a la superficie más por costumbre que por necesidad, y nos abrazamos empujados por olas que nacían de nosotros. La besé. Era bueno e inocente besarla, desnudos en la piscina, a oscuras. Nos frotamos como peces resbalosos, buscando, fingiendo que todo era agua y nada más. Las mismas olas nos llevaron hasta la parte baja de la piscina y me zambullí para cruzar entre sus piernas abiertas. Se rio sin ruido. Repetí el número pero al pasar debajo de ella, giré y besé su sexo. Nos revolcamos sin peso en el agua, luminosos de tanto frotarnos. La besé otra vez y nos abrazamos. Subí sus piernas a mi cintura, intenté entrar en ella, pero me frenó con un gesto.

– En el autobús hiciste trampa -susurró-. Ahora, por favor.

– Ahora, la verdad -dije sintiendo la puerta de su cuerpo bajo el agua.

– La verdad es como un coño, Nicolás -dijo ella sin favorecer la entrada, sin impedirla tampoco-. No hay dos iguales y siempre se añora el que no se conoce. Se le adjudican más secretos que los que posee y, ¿sabes una cosa? No tiene memoria, se lava y todo olvidado.

Gimió un poco, porque su propio peso había hecho que entrara apenas en su verdad. Pero ninguno de los dos quería ceder en ese pulso de orgullos y desconfianzas.

– ¿Para qué quieres la verdad si me puedes tener a mí? -preguntó.

– Para saber -contesté furioso. Tiré de su cuerpo hacia abajo mientras el mío empujaba hacia arriba y entré trepando nuestros gritos contenidos.

No hablamos más. El agua se movía y nos movía y todo ocurría con otros, en las profundidades de la noche. La música de nuestra respiración anfibia era el único insulto al silencio, pero hasta eso era leve y ajeno. Ella me miraba por momentos, cambiando la máscara en las sombras, y lo mismo era deseo y punto, algo parecido al amor, triunfo despiadado, revancha infantil, o solo una ilusión de la luna, que ya que no podía dormir se divertía pintándole expresiones para mi despiste. Se apagó la única luz de la recepción y unos pasos cerraron la puerta de cristales. Estábamos solos, la luna, Nina y yo. Y su verdad, que era la más mentirosa, húmeda y querida de las verdades.