– Eres el peor tramposo de la historia -murmuró-. Y el más dulce.
Retrocedimos sin separarnos, hasta tocar con su espalda la pared de la piscina. Me dio un beso largo y encendido.
– Noelia nunca podrá tenerte así -suspiró y volvió a besarme hasta que las preguntas se hicieron urgencia y algo de rabia, necesidad que no necesitaba de aferrarme a alguien con el peso de mis dudas, camino de ida y vuelta de su cuerpo a mi cuerpo y un mar de por medio que se embravecía.
Sin pactarlo empujamos la tormenta y ella bajaba y yo subía y la pared de la piscina rasparía pero no pensamos en eso ni en nada que no fuera el viaje sin destino en el que estábamos embarcados y zozobrando. Cuando la colisión se produjo tembló el agua de nosotros hacia fuera y en lugar del grito que retenía desde tanto tiempo atrás, me salió una frase acompañando los últimos estremecimientos del naufragio que buscaba una y otra vez:
– Por favor, por favor, por favor.
MIÉRCOLES
«¡Decí, por Dios, qué me has dao,
que estoy tan cambiao!…
¡No sé más quién soy!
El malevaje, extrañao,
me mira sin comprender,
me ve perdiendo el cartel
de guapo que ayer
brillaba en la acción…»
JUAN DE DIOS FILIBERTO
ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO, Malevaje
35
Antes de despertar supe que Nina ya no estaba. La nota decía que no la esperáramos a comer, que volvería por la tarde con noticias de Noelia aunque tuviera que tirarse a la mitad de los tipos de Marruecos (lo lamenté por la otra mitad), que Serrano y yo podíamos hacer tiempo visitando el zoco de Tánger, pero que no pagáramos nada a más de la mitad de la mitad de la mitad de lo que nos pidieran. Y que la próxima vez, de espaldas contra la pared de la piscina, se iba a poner mi puta madre.
La puerta tembló. Cuando abrí, la colorida camisa de Serrano me quitó el poco apetito que tenía.
– Que sean cuatro poemas -dijo-. Y con rima, no esas mierdas modernas.
Asentí entregado. Iba a inventar una excusa para la ausencia de Nina, pero también le había dejado una nota.
– Además, nos dejó dinero moruno, por si vamos al zoco. Es una chavala muy maja, Sotanovsky.
Dije que sí y me vestí con la sensación de que alguien escribía a mi costa un pésimo argumento. Serrano advirtió que desayunaría algo ligero, porque estaba «un poco grueso». Pero sería muy poco, porque llenó su plato de todo lo que había en el bufet y repitió tres veces. Yo mantuve una pelea desigual con una tostada que al final se rindió, ablandada por cuatro tazas de café.
– ¿Sabe lo que le digo? Que me gusta viajar con ustedes, yo casi no había salido de Madrid -confesó Serrano-. Cuando todo esto acabe…
– Si no acaba con nosotros…
– Tenga fe, Nicolás. Cuando esto se acabe, estaba pensando que nos podríamos ir de vacaciones los cuatro. A Élida le encantaría.
– No se lo recomiendo, Serrano. El último que hizo planes de vacaciones conmigo está viendo crecer los rabanitos desde abajo…
No dio señas de entender. Igual no sabía nada del asesinato de Mar López.
O sí, y lo del matón ingenuo era una pose para hacerme bajar la guardia. Todo era una moneda con dos caras, con dos posibilidades posibles girando en el aire y yo nunca alcanzaba a ver de qué lado caía.
Seguimos el consejo de Nina, porque él quería comprar algo para Élida. Y sacarse una foto junto a las pirámides. Me dejé llevar. A esas alturas, si me hubiera dicho que quería bailar un tango con la momia de Nefertiti, no me hubiera asombrado.
El taxi era un Mercedes enorme y anticuado, con mil parches de masilla señalando otros tantos mordiscos en la carrocería. Y la mirada del botones del hotel cuando nos vio subir no presagiaba nada bueno. El taxista dijo algo que no entendí. Serrano pidió amablemente que hablara español, coño.
– Real Madrid, Real Madrid -dijo el tipo bajito y flaco-. Cristiano Ronaldo, España, El Corte Inglés.
Serrano asintió satisfecho y el taxista también. Todos eran muy felices pero el taxi no se movía.
– Oiga -dije-, estamos buscando a una pelirroja que…
– ¡Real Madrid, El Corte Inglés, España, España!
– Argentino -dije en plan mi Tarzán tú Jane.
– ¡Argentina! -se alegró-. ¡Maradona! ¡Messi!
Antes de que se acordara de Pelé, conseguí hacerle entender que queríamos ir al zoco de Tánger.
– Alí Baba -dijo sonriente señalando mi barba.
Metió primera y el Mercedes derrapó por el camino de tierra. Sin mirar a los costados subió al asfalto y voló hacia Tánger. La técnica del taxista era envidiable. Con una mano llevaba el enorme volante y con la otra cargaba el mínimo peso de su cuerpo sobre la bocina. Adelantaba a los viejos camiones y los coches raídos como si fueran piedras a un costado del camino.
– ¡Este nos mata! -dijo Serrano-. ¡Haga algo, Sotanovsky!
– ¡El que sabe idiomas es usted!
Se miró el puño y luego la nuca del taxista, pero optó por la vía diplomática y sacó un billete del bolsillo. Antes de que pudiera advertirle, se lo había dado al tipo que, agradecido, apretó más el acelerador. Decidió que con semejante propina había que darse prisa, y nos llevó hasta Tánger por el carril contrario. Los coches nos esquivaban por poco y se tiraban a un costado, no sé si por el bulto del Mercedes lanzado o por los insultos del taxista que sacaba medio cuerpo por la ventanilla sin dejar de pisar el acelerador y tocar la bocina.
Cuando frenó, Serrano estaba pálido y con las manazas hundidas en el respaldo del asiento. Yo quise decir algo pero tenía las mandíbulas soldadas.
– ¡Maradona! ¡Messi! ¡El Corte Inglés! -dijo el tipo sonriente. Y señaló el riachuelo de gente que se perdía entre muros estrechos-. Zoco.
En cuanto bajamos del taxi, una nube de pibes nos rodeó, ofreciendo mercaderías o pidiendo algo.
– ¡Barcelona, Messi, Alí Baba, ven conmigo!
– El guía es judío, te roba, ven conmigo.
– Alfombras, cerámicas, grifa, ven conmigo.
– Yo mejor precio, ven conmigo.
Rodearon a Serrano y su camisa que gritaba extranjero a voz en cuello. Parecía un Gulliver dominguero rodeado de liliputienses. Me pidió ayuda con la mirada, mientras los pibes se empujaban para conseguir un pedazo de turista. Uno bajito y rubio salió disparado y rodó por el suelo polvoriento. Me acerqué. Tenía la cara sucia y los churretes de los mocos le pintaban un bigotito a lo Chaplin. Le di un billete de los que dejara Nina y soltó un grito de alegría. Los demás se le fueron encima para arrebatárselo pero él cerró el puñito y por más que lo patearon no lo soltó. Quise intervenir pero era como mediar en una pelea de gatos.
Dos policías aparecieron gritando de la nada y empezaron a repartir palos a los niños, que escaparon con esa velocidad que da la práctica. Uno de los policías se volvió hacia mí y me dijo algo que sonó violento y amenazador. El otro me reconvino con una perorata larga y monótona que no acababa nunca.
– Sí, lo que vos digas -respondí, sonriendo conciliador y obediente-. Lo que digas, milico y la concha de tu hermana. ¿Por qué no te buscás uno de tu tamaño, boludo alegre?
Por fin nos dejaron ir y Serrano comentó que la miseria era una cosa muy miserable. Nos metimos en el zoco, buscando un «detallito» para su viuda. Las calles eran estrechas y las tiendas poco más que portales en los que se apretujaba la mercancía, creciendo en fronda hacia el techo y en ramas de artículos arracimados hasta casi tocarse con la tienda de enfrente. La gente iba y venía, salpicada de gritos y canciones, de contingentes de turistas arreados por guías nerviosos al grito marcial de «no separarse, no comprar nada, ya os llevaré yo a un sitio». Periódicamente un burro cargado de algo se colaba entre la gente, un tipo gritaba empujando una carretilla llena de algo y un policía le pegaba a alguien, para no perder la costumbre. Y entre ese mar, Serrano iba abriéndonos camino con su humanidad a prueba de multitudes.