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Los cañonazos se empezaron a oír cuando llegaron al comienzo de la calle del Arco. Letrita, aliviada al comprobar que las bombas caían a espaldas suyas, lo suficientemente lejos como para no alcanzarles, decidió refugiarse en casa de Carmina Dueñas, su vieja amiga, que no les negaría cobijo. Pero Alegría no quiso subir, y se empeñó en ir a buscar a la niña y a Feda, a las que encontró al fin abrazadas en un banco del parque de Begoña, muertas de miedo y rodeadas por varias mujeres muy amables que trataban de calmarlas. Volvieron todas juntas al piso de Carmina y allí se quedaron con los demás amontonados, mientras el crucero Pisuerga seguía atacando Castrollano sin misericordia, derribando edificios, reventando árboles y destrozando vidas. Fue la primera prueba de las muchas que vendrían después de que lo de la guerra no era un juego, ni una simple noticia en los periódicos, ni una acalorada discusión de café. Lo de la guerra iba en serio, y era la muerte y el miedo y la tristeza y la rabia y la desolación.

Cuando el Pisuerga abandonó el puerto al cabo de nueve días, en busca de otra ciudad desprevenida sobre la que lanzar su fuego monstruoso, dejó tras de sí un montón de dolor y de ruinas. La misma casa del tío Joaquín, reventada en millones de trozos, se llevó por delante al caer a dos vecinos poco prudentes. Entre sus restos, Merceditas, Alegría y Feda buscaron inútilmente algunos de sus objetos. Lo único que encontraron, un poco arañado por la rotura de los cristales del marco pero prácticamente intacto, fue el retrato de boda de los padres, ella de terciopelo oscuro, con una camelia prendida en el pecho, y él con cuello duro y pajarita, los dos muertos de risa y de ganas de comerse a besos a pesar de la consabida seriedad del momento. Cuando se lo dieron a Letrita, se echó a llorar. Fue un llanto tan repentino, intenso y breve como una tormenta tropical. Y se secó enseguida.

Apenas se calmó, fue a enseñarle la fotografía a Publio:

– Mira, las niñas la han encontrado entre los escombros de la casa del tío. Gracias a Dios. Todo lo demás me da igual, pero perder esto sí que nos hubiera costado un disgusto, habría sido un poco como perder nuestra memoria, ¿no crees? -le dijo, y luego se puso a mirar el retrato y le dio por recordar aquellos tiempos, la felicidad de estar al fin juntos todo el tiempo posible, las muchas noches de amor alborotado y las infinitas horas de ternura. Letrita no tenía ninguna tendencia a idealizar el pasado. Vivir al lado de Publio y de los hijos que no se le habían muerto le parecía un privilegio del que iba gozando día a día, sin volver la vista atrás. Y si lo hacía, nunca era para añorar sino, por el contrario, para detenerse con satisfacción en la idea de que su vida había sido y era mucho más dichosa de lo que ella jamás habría supuesto. Pero aquella vez, quizá porque mientras recordaba miraba el fondo de los ojos de Publio -donde siempre había encontrado tanto amor- y sólo veía vacío, aquella vez, acaso también por el miedo y la pena silenciosa y la percepción inevitable de la derrota que habría de llegar, sintió una punzada en el corazón. Y le pareció entender, aunque no quiso detenerse en tal idea, que al fin había llegado el tiempo definitivo de la nostalgia.

MARÍA LUISA Y FERNANDO

La puerta del portal responde sin una queja al giro de la llave que Letrita ha sacado de la cadena colgada siempre a su cuello. Adentro, todo sigue igual de oscuro y húmedo, como el vientre viscoso de un pez. María Luisa camina con seguridad hasta el fondo del vestíbulo, aprieta el interruptor. La bombilla se enciende con su luz amarillenta y triste, que apenas alumbra las baldosas pálidas del suelo y el friso pintado de un viejo negro polvoriento. Las escaleras de madera, descolorida a fuerza de frotarla con lejía, rechinan del mismo modo que rechinaban dos años atrás.

La comitiva de mujeres sube despacio. Delante de sus hijas, Letrita se sujeta con firmeza al pasamanos. El sudor hace resbalar su palma sobre la moldura sobada. Tras la puerta del primero izquierda, donde vivían don Manuel y doña Antonia, se oyen voces inesperadas de niños. Por un instante, la mirada de la madre se cruza inquieta con la de María Luisa, que le sonríe animándola. A través del ventanuco que da a la calle entra el rugido creciente de un camión que se dirige a la carretera cercana.

A medida que asciende el tramo de escaleras hacia el segundo piso, las piernas de Letrita parecen volverse de hierro. Apenas respira, aunque siente que se está ahogando. Al llegar al descansillo, se detiene frente a su puerta, y entonces un malestar, como un repentino hormigueo, le recorre el cuerpo de los pies a la cabeza, una ola de pánico y pena que desbarata el latido de su corazón: sobre la madera oscura, encima justo de la mirilla, allí donde antes figuraban las iniciales en latón de Publio Vega, resplandece ahora, limpia y requetelimpia, una placa dorada con el Sagrado Corazón de Jesús en relieve y, debajo, un nombre desconocido, Edelmiro Jiménez.

Letrita tiene que sentarse en la escalera. Intenta recuperar el aliento perdido mientras sus hijas se acercan preocupadas a atenderla. Ella las aleja con sus gestos. Necesita aire. Necesita dejar de oír los golpetazos del corazón. Necesita poder pensar. La casa se ha perdido. Acaba de comprenderlo. Ha vivido durante los últimos tres años recordando cada rincón de esa casa. Todas las mañanas, mientras hacía las faenas en el caserón de Noguera, se imaginaba a sí misma limpiando y ordenando el piso de Castrollano. Recorría mentalmente las habitaciones, abría ventanas, sacudía alfombras, quitaba el polvo a los muebles y a cada uno de los pequeños objetos de adorno, aireaba los cajones de la ropa blanca, recolocaba en las alacenas los platos y las cacerolas y los cubiertos, atizaba el fuego de la cocina y hasta olfateaba los ricos olores de sus propios pucheros. Por alguna oscura razón, durante todo el tiempo de ausencia ha estado convencida de que mientras ella no abandone la casa, la casa no la abandonará a ella. Ésa ha sido su conexión con el pasado, con todo lo que ella y los suyos han venido siendo desde siempre. Necesitaba la persistencia de su memoria, el mantenimiento de esa imaginaria cotidianeidad para creer que la vida, tal y como ella la entiende, seguía siendo igual, que el tiempo que estaba viviendo no era más que un desliz de su historia personal, un resbalón fuera del camino, y que en algún momento volvería a él y recuperaría el curso. Mantuvo intacta esa ilusión incluso después de la muerte de Miguel y hasta de la de su marido, y aún mucho más cuando supo que Fernando estaba en la cárcel y que les tocaba seguir adelante solas. La casa, le parecía, era el lugar de donde extraer energía y valor para enfrentarse al temible misterio del porvenir.

Ni por un segundo, en todo aquel tiempo, se le ha pasado por la cabeza la idea de que doña Petra haya podido arrebatársela y dársela en alquiler a otras personas. Así que ahora de pronto, al comprenderlo, se siente vacía y asustada, como si todos los proyectos hubieran quedado suspendidos en el aire, donde se desvanecerán en unos instantes. Está a punto de romper a llorar, de echar a correr escaleras abajo y ponerse a gritar en plena calle que sus hijas y ella son las de siempre, y que sólo quieren seguir viviendo como siempre han vivido… Pero piensa en Publio, en el Publio firme y tranquilo de antes de la enfermedad: él no se habría dado por vencido en una situación como aquélla. Habría insistido hasta el final. Y ella debe una vez más seguir ese impulso prestado. Se recoloca el cuello del abrigo que, al sentarse, se le ha quedado apretado contra la garganta. Algo más calmada, le entrega a María Luisa la llave que desde hace un rato lleva encerrada dentro de su puño, como si fuera un talismán: