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– ¿A pescar? ¿Usted? -preguntó Brunetti asombrado por completo, como si acabara de oír que practicaba el sumo.

– Entonces era más joven, comisario -dijo ella y, buceando en las aguas profundas de la memoria, agregó-: Me parece que fue el año en que Armani propuso el azul marino.

Él la imaginó con pantalón acampanado, seguramente, mezcla de seda y cachemir, con el talle bajo, de corte marinero. Gorrito blanco no, desde luego. Si acaso, gorra de almirante, con trencilla dorada. Abandonó la visión, volvió al antedespacho y preguntó:

– ¿Todavía va?

– Aún no había hecho planes para este verano, pero, si me lo pregunta usted en ese tono, creo que podría ir.

Brunetti no pensaba pedirle que fuera; preguntaba por simple curiosidad, por si ella conocía a alguien que pudiera estar dispuesto a hablar abiertamente.

– Nada de eso, signorina -dijo-. Es sólo que me ha sorprendido la coincidencia. -Pero, mientras decía eso, ya estaba considerando las posibilidades: una prima en Pellestrina, casada con un pescador…

Ella interrumpió sus pensamientos:

– Aún no había hecho planes para las vacaciones, y aquello me gusta.

– Por favor, signorina -empezó a decir él, tratando de hacer que sus palabras sonaran convencidas y convincentes-, nosotros nunca podríamos pedirle tal cosa.

– Nadie me ha pedido nada, comisario. Simplemente, estoy tratando de decidir adónde iré durante la primera mitad de mis vacaciones.

– ¿No acaba de volver de…? -empezó Brunetti, pero ella lo cortó con una mirada.

– Son tan pocos los días que puedo tomarme… -dijo, modestamente y, al oírla, él borró de su memoria las postales de Egipto, Creta, Perú y Nueva Zelanda que habían llegado a la questura.

Antes de que ella pudiera hacer una propuesta, Brunetti dijo:

– No me parece procedente, signorina.

Ella lo miró con una mezcla de asombro y ofensa.

– No creo que sea de la incumbencia de nadie dónde yo pase las vacaciones, comisario.

– Signorina… -empezó a decir él, pero ella cortó su protesta con su voz más glacial.

– Si no tiene inconveniente, dejemos esto para otro momento. Ahora vamos a ver lo que puedo encontrar acerca de esas personas. -Ladeó la cabeza, como si oyera un sonido imperceptible para Brunetti-. Me parece recordar algo acerca de los Bottin, algo ocurrido hace años. Tendré que hacer memoria. -Sonrió ampliamente-. O preguntar a mi prima.

– Naturalmente -convino Brunetti, nada satisfecho de la forma en que ella lo había desarmado. Su cautela habitual le hizo preguntar-: ¿Saben ellos que trabaja usted aquí?

– Lo dudo. A la mayoría de la gente no le interesa el prójimo ni lo que hace, a menos que les perjudique o afecte de algún modo.

Brunetti había adquirido el mismo convencimiento tras años de experiencia. Se preguntaba si ella basaría esta creencia en hechos reales o en pura teoría. Parecía tan joven y a la vez tan experimentada…

Ella levantó la mirada hacia él.

– A mi padre no le gustó que yo dejara el banco, por lo que dudo que haya ido diciendo por ahí dónde trabajo ahora. Me parece que la mayor parte de la familia ni está enterada del cambio ni les importa.

Brunetti era consciente de lo que su manifiesto interés la había hecho plantearse, y volvió a protestar:

– No sería prudente, signorina. Esos dos hombres han sido asesinados. -Ella lo miraba fría e impasible-. Y, en realidad, usted no es policía. No oficialmente. -Ella volvió la palma de la mano hacia arriba, dobló los dedos y se contempló las uñas, como si fueran lo más interesante de la habitación. Con la del dedo pulgar hizo saltar de otra uña una mota invisible y volvió la cara hacia él, para averiguar si había terminado de hablar. Era una secuencia que él había visto en infinidad de películas.

– Como le decía, comisario, me parece que la próxima semana me iré de vacaciones. El vicequestore no estará, por lo que no creo que se oponga.

– Signorina -dijo Brunetti, en tono firme y oficial-, esto podría ser peligroso. -Ella no contestó-. No está capacitada.

– ¿Preferiría enviar a Alvise y Riverre? -preguntó ella secamente, nombrando a los peores agentes del cuerpo-. ¿Capacitada? -repitió.

Él fue a hablar, pero ella no le dejó.

– ¿Capacitada para qué, comisario? ¿Para disparar una pistola, agarrar a un sospechoso o saltar desde la ventana de un tercer piso?

Él prefirió no contestar, para no provocarla más aún, resistiéndose a reconocerse responsable de aquella idea disparatada.

– ¿Qué capacidad cree que he estado utilizando desde que trabajo aquí? Yo no salgo a la calle a arrestar a la gente, pero le señalo dónde está la gente a la que hay que arrestar y le doy las pruebas que ayudarán a condenarlos. Y eso lo hago preguntando por ahí y sacando deducciones de lo que me dicen unos para preguntar a otros. -Ella hizo una pausa, pero él no dijo nada y se limitó a mover la cabeza de arriba abajo para indicar que la escuchaba-. Y me parece que poco importa si utilizo esto -agitó sus rojas uñas sobre el teclado del ordenador- o voy a pasar unos días con personas a las que conozco desde hace años.

Cuando vio que ella callaba, Brunetti dijo:

– Me preocupa su seguridad, signorina.

– Qué atento -dijo ella en un tono que lo dejó atónito.

– Y no tengo autoridad para enviarla. Sería algo totalmente irregular. -Lo sorprendió descubrir que tampoco tenía autoridad para impedir que fuera.

– Pero yo tengo autoridad para tomarme una semana de vacaciones, comisario. Eso no tiene nada de irregular.

– No puede usted hacer eso -insistió él.

– Nuestra primera pelea -dijo ella con un acento falsamente trágico que le hizo sonreír a pesar suyo.

– De verdad, Elettra, no quiero que haga eso.

– Y la primera vez que me llama por mi nombre de pila.

– No me gustaría que fuera la última -replicó él.

– ¿Es una amenaza de despido o una advertencia de que pueden matarme?

Él meditó largamente la respuesta.

– Si me promete usted que no irá, yo le prometo no despedirla nunca.

– Comisario -dijo ella volviendo a su tono formal-, es una oferta tentadora, pero no olvide que el vicequestore Patta nunca le permitiría despedirme, ni aunque resultara que a esos dos hombres los había matado yo. Y es que le hago la vida muy cómoda.

Brunetti tuvo que reconocer para sus adentros que era verdad.

– ¿Y si la acuso de insubordinación? -preguntó, aunque los dos sabían que no tenía tal intención.

Ella prosiguió, como si no le hubiera oído:

– Necesitaré un medio para mantenerme en contacto con usted.

– Podemos darle un telefonino -claudicó él.

– Me será más fácil usar el mío -dijo ella-. Pero me gustaría tener allí a alguien, sólo por si resulta que usted tiene razón y hay peligro.

– Enviaremos a algunos de nuestros hombres a investigar. Les diremos que usted está allí.

La respuesta fue instantánea.

– No. No me fío; son capaces de ponerse a hablar conmigo si me ven. Y, si les dice que hagan como si no me conocieran, montarán una pantomima de disimulo que aún será más llamativa. No quiero que nadie de la questura esté al corriente de lo que hago. Si es posible, no quiero ni que sepan que estoy allí. Excepto usted y el sargento Vianello.

¿Se debía esa prevención a que ella poseía información que él desconocía sobre las personas que trabajaban en la questura o era resultado de un escepticismo sobre la naturaleza humana aún mayor que el suyo propio?

– Si yo me asigno a mí mismo la investigación, yo seré quien vaya a hablar con la gente. Sólo Vianello y yo.