Выбрать главу

El fuego aterra en todas partes, pero en el mar y, en general, en el agua, sobrecoge todavía más. Los primeros que lo vieron desde la ventana del dormitorio dijeron después que habían visto el barco envuelto en un humo denso y viscoso que se formaba al contacto del fuego con el agua. Pero entonces las llamas habían tenido tiempo de pasar del Squallus a las embarcaciones amarradas a cada lado, que ya empezaban a arder, y el fuel despedido en siniestro surtidor había salpicado no sólo las cubiertas de los barcos vecinos sino también el atracadero, donde había incendiado tres bancos de madera.

A la explosión de los depósitos del Squallus, siguió un momento de silencio y estupor, pero a continuación hubo en Pellestrina un estallido de ruido y movimiento. Se abrían puertas violentamente y los hombres salían corriendo a la noche; unos se habían puesto un pantalón encima del pijama, otros iban en pijama, unos se habían vestido y dos iban completamente desnudos, aunque nadie parecía reparar en ello, por la urgente necesidad de salvar los barcos. Los dueños de las embarcaciones amarradas a uno y otro lado del Squallus saltaron del muelle a la cubierta casi al mismo tiempo, a pesar de que uno venía de la cama de la mujer de su primo y había tenido que recorrer el doble de distancia. Los dos arrancaron los extintores de sus soportes y empezaron a rociar las llamas que había esparcido el líquido inflamado.

Los dueños de los barcos amarrados más lejos del espacio ahora vacío en el que antes estaba el Squallus hicieron arrancar los motores y dieron marcha atrás rápidamente, para apartarse de los barcos incendiados. Uno de ellos, del pánico, olvidó soltar la amarra y arrancó un metro de tablas del costado. Pero ni al ver la madera astillada flotando en el agua pensó en volver atrás sino que siguió alejándose hasta que tuvo su barco a cien metros de tierra, lejos de las llamas.

El hombre vio entonces que, poco a poco, en las cubiertas de los otros barcos, las llamas decrecían. De las casas más próximas llegaron dos hombres con sendos extintores. Saltaron a la cubierta de uno de los barcos y atacaron las llamas. Al mismo tiempo, el dueño del otro barco, que no había recibido tantas salpicaduras de fuel, conseguía controlar y extinguir las llamas con ayuda de la densa espuma blanca. El hombre seguía rociando la cubierta mucho después de que se hubieran apagado las llamas y no soltó el extintor hasta agotar la carga.

Para entonces, más de un centenar de personas se apiñaban en el atracadero y daban voces a los hombres de los barcos que se habían alejado hacia el centro del puerto, a los que habían apagado los incendios o a los que estaban en tierra. De todas las gargantas salían exclamaciones de ansiedad y desconcierto y preguntas de qué habían visto unos y otros y cuál había podido ser la causa del fuego.

Pero la persona que lanzó la pregunta que los hizo enmudecer a todos, con un silencio que fue propagándose como de una herida mal curada se esparce la infección, fue Chiara Petulli, la vecina de Giulio Bottin. Estaba en primera fila de la multitud, a menos de dos metros del amarre metálico del que pendía el cabo ennegrecido que hasta hacía poco había sujetado al Squallus. Chiara se volvió hacia la mujer que estaba a su lado, la viuda de un pescador que había muerto en un accidente hacía un año y preguntó:

– ¿Dónde está Giulio?

La viuda miró en derredor y repitió la pregunta. Lo mismo hizo la persona que estaba a su lado, y la siguiente. En cuestión de segundos, la pregunta había recorrido toda la multitud, sin hallar respuesta.

– ¿Y Marco? -preguntó entonces Chiara Petulli. Esta vez todos oyeron la pregunta. Aunque su barco yacía bajo las aguas someras, de las que sólo asomaban los extremos de unos mástiles chamuscados, Giulio Bottin no estaba en el muelle, y tampoco su hijo Marco, de dieciocho años y ya dueño de una parte del Squallus, que descansaba, quemado y muerto, en el fondo del puerto de Pellestrina, esa madrugada de primavera que, de repente, se había puesto más fría.

2

Entonces empezaron los cuchicheos, al tratar de recordar la gente cuándo habían visto a Giulio y a Marco por última vez. Giulio solía jugar a cartas en el bar después de la cena; ¿alguien lo vio anoche? Marco tenía una novia en San Pietro in Volta, pero allí estaba el hermano de la chica, que decía que ella había ido al cine en el Lido con sus hermanas. Nadie era capaz de imaginar siquiera qué mujer podía estar con Giulio Bottin. A uno se le ocurrió mirar en el patio de los Bottin y vio los dos coches, pero la casa estaba a oscuras.

Una extraña reticencia, un cierto escrúpulo para admitir la eventualidad, impedía a la gente hacer cábalas sobre dónde podían estar. Renzo Marolo, que vivía en la casa de al lado desde hacía más de treinta años, se armó de valor para hacer lo que nadie se atrevía a proponer, y fue a buscar el duplicado de la llave donde todo el pueblo sabía que estaba, debajo del tiesto de geranios rosa de la ventana de la derecha. Renzo abrió la puerta y entró en la casa dando voces. Encendió la luz de la pequeña sala de estar y, al no ver a nadie, fue a la cocina, aunque no hubiera podido explicar por qué, ya que allí tampoco había luz y él no se molestó en encenderla. Luego, sin dejar de repetir los nombres de los dos hombres en una especie de monólogo, subió al piso y recorrió el pasillo hasta el mayor de los dos dormitorios.

– Giulio, soy yo, Renzo -gritó, esperó, entró en la habitación y encendió la luz. La cama estaba sin deshacer. Desconcertado, el hombre cruzó el pasillo y encendió la luz del cuarto de Marco. Tampoco allí vio a nadie, aunque había un pantalón vaquero y un jersey delgado doblados en una silla.

Marolo bajó la escalera, salió, cerró la puerta con suavidad y volvió a dejar la llave en su sitio. Luego dijo a los que aguardaban fuera:

– Aquí no están.

Tratando de tranquilizarse con la mutua compañía, el grupo volvió al muelle, donde seguían la mayoría de los vecinos de Pellestrina. Algunos de los barcos que se habían puesto a salvo en aguas más profundas, regresaban lentamente a sus amarres. Cuando volvieron todos, el único hueco que quedaba, el que había dejado el Squallus, parecía ahora mayor que cuando sólo estaba flanqueado por los dos barcos dañados. Únicamente los mástiles asomaban del agua, en un ángulo extraño.

El hijo de Marolo, Luciano, de dieciséis años, se acercó a su padre. Un ave acuática chilló a lo lejos.

– ¿Voy, papá? -preguntó el chico.

Renzo había visto crecer a su hijo a la sombra o, para utilizar una metáfora más marinera, en la estela de Marco Bottin, que iba dos clases por delante en la escuela y siempre había sido el modelo que admirar y emular.

Luciano sólo llevaba un pantalón vaquero con las perneras recortadas. No se entretuvo en ponerse una camisa cuando lo despertaron los gritos de su padre. Ahora se acercó a la orilla, se volvió e hizo una seña a su primo Franco, que estaba en primera fila de la multitud, con una gran linterna en la mano izquierda. Franco avanzó despacio, con timidez, reacio a atraer la atención de los pellestrinotti congregados.

Luciano se quitó las sandalias y se zambulló hacia la izquierda de la proa del Squallus. Franco, con el brazo extendido, iluminaba el agua en la que el cuerpo de su primo se movía con la soltura de un pez. Una mujer se adelantó, luego otra y al poco toda la primera fila estaba asomada al borde del muelle. Dos hombres con linternas se abrieron paso para ayudar a Franco a iluminar el agua.

Después de poco más de un minuto que se hizo eterno, apareció la cabeza de Luciano que se agitó hacia un lado para apartar el pelo de los ojos.