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– Yo no los conocía -dijo Elettra, mirando con indiferencia la primera plana de Il Gazzettino que estaba doblado encima del mostrador.

– Marco había ido al colegio con mi nieta -dijo el hombre.

Elettra pagó el agua y el café, dijo que era una delicia volver a estar allí y se fue. Volvió a Pellestrina andando por el muro del rompeolas. Cuando llegó volvía a tener sed, por lo que entró en el bar del restaurante y pidió una copa de prosecco. Y quién había de servírsela sino el propio Pucetti, que no le dedicó más atención de la que le merecería cualquier mujer atractiva unos cuantos años mayor que él.

Mientras bebía, ella escuchaba lo que hablaban los hombres apiñados en el bar. Tampoco ellos se fijaron mucho en la recién llegada, después de reconocer en ella a la prima de Bruna, la que venía todos los veranos, lo que la convertía en una especie de vecina honoraria.

Se habló de los asesinatos, pero sólo de pasada, como una muestra más de la mala suerte que aflige a todos los pescadores. Más les importaba decidir lo que había que hacer con aquellos hijos de puta de Chioggia que venían de noche a sus aguas a escarbar en los viveros de almejas. Uno sugirió denunciarlos a la policía. Nadie se molestó en responder a semejante estupidez.

Elettra pagó en la caja. El dueño sabía que era la prima de Bruna y le dio la bienvenida al pueblo. Estuvieron un rato charlando, y cuando el hombre mencionó también los recientes asesinatos, ella dijo que estaba de vacaciones y no quería oír hablar de esas cosas, dando a entender que a los habitantes de la gran ciudad no le interesan demasiado los asuntos de los pueblerinos, por sangrientos que sean.

El resto del día y el siguiente transcurrieron apaciblemente. Elettra no averiguó nada nuevo pero no por ello dejó de llamar a Brunetti para tenerlo al corriente. En el pueblo, se mantenía firme en su negativa a comentar los recientes asesinatos, y no tardó en adaptarse al ritmo de vida de Pellestrina, que seguía una pauta particular. La mayoría de los hombres salían al mar cuando aún era de noche, no regresaban hasta mediodía o primeras horas de la tarde y muchos se acostaban poco después del anochecer. Elettra estableció una rutina. Como Bruna, su prima, tenía que cuidar de los nietos mientras la madre daba clase en la escuela elemental, ella, para escapar de la algarabía que desataba en la casa la presencia de dos niños pequeños, pasaba fuera la mayor parte del día. Paseaba por la playa o se iba a Chioggia en barco y volvía al cabo de unas horas. Al regreso, siempre entraba en el bar del restaurante a tomar un café, a la hora en que empezaban a acudir a él los hombres de los barcos.

Al cabo de pocos días, Elettra se había convertido en una atractiva presencia habitual, que solía responder con el silencio a cualquier mención de los Bottin o de su asesinato.

Desde el primer día, se dio cuenta de que todos detestaban a Giulio; pero, con el tiempo, empezó a intuir que su antipatía no se debía tan sólo a que fuera un hombre violento. Al fin y al cabo, todos ellos se ganaban la vida matando y, aunque sus víctimas fueran peces, estaban habituados a la sangre, a la violencia y al acto de quitar la vida. La brutalidad del asesinato de Giulio no parecía impresionarlos: es más, si aludían a las circunstancias de la muerte, lo hacían, mal que les pesara, con cierta admiración. Si algo reprochaban al asesino era que no hubiera actuado a favor de los intereses de los pellestrinotti constituidos en jauría de caza. Cualquier agresión dirigida contra los pescadores de Chioggia estaría plenamente justificada y hasta sería aplaudida. De todos modos, también Giulio Bottin parecía capaz de actuar contra su propia gente, si le reportaba algún beneficio, y eso no podían perdonárselo ellos, ni siquiera después de su muerte, ni de una muerte tan horrible como la suya.

El miércoles por la tarde, mientras estaba sentada a una mesa del bar leyendo Il Gazzettino y sin prestar ni la menor atención a las conversaciones de alrededor, notó que llegaba alguien nuevo. No levantó la mirada hasta haber leído unas páginas más, y entonces vio a un hombre varios años mayor que ella que se destacaba entre los pescadores del bar por su forma de vestir, sencilla y elegante. Llevaba pantalón gris oscuro, jersey amarillo pálido con escote en V y una camisa que casaba perfectamente con el pantalón. Inmediatamente, la intrigó el color del jersey tanto como la naturalidad con que trataba a aquellos hombres que parecían aceptarlo como si fuera uno de ellos. Estaba segura de que la mayoría se hubieran dejado matar antes que ponerse una prenda amarilla que no fuera un impermeable.

El hombre tenía el cabello oscuro, lo mismo que los ojos y las cejas. La cara, que ella veía de perfil, era oscura, aunque Elettra no distinguía si el color era moreno natural o del sol. Era más alto que la mayoría, y la estatura acentuaba su aire distinguido. Ni el jersey amarillo ni la actitud con que inclinaba la cabeza para escuchar a los que estaban a su lado, encajaban plenamente en el concepto tradicional de lo masculino, especialmente, por contraste con aquellos rudos pescadores; pero era tan recia la masculinidad que respiraba aquel hombre que no la afectaban los simples detalles de indumentaria o de gesto.

Elettra, deliberadamente, bajó la mirada al periódico sin apartar la atención del hombre. Resultó ser pariente de uno de los pescadores. Se pidió más bebida, y Elettra se encontró cerca de las páginas de deportes, sección que ni su firme sentido del deber podría obligarla a leer. Dobló el diario y se puso en pie. Cuando se acercaba a la caja, un pariente del marido de Bruna -no recordaba en qué grado-, la llamó para presentarle al recién llegado.

– Elettra, es Carlo, un pescador como nosotros. -Con dos gruesos dedos, el hombre pellizcó la fina lana del jersey de Carlo y agregó-: Nadie lo diría, ¿eh?

La carcajada general que saludó esas palabras fue franca y amigable, y Carlo se unió a ella de buen grado.

Carlo se volvió, sonrió y le estrechó la mano.

– ¿Otra forastera? -preguntó.

Ella sonrió ante la idea.

– Supongo que, si no has nacido aquí, nunca dejas de serlo -respondió.

Él ladeó la cabeza y la miró.

– ¿No nos conocemos? -preguntó.

– Creo que no -respondió ella, pensando, en un momento de confusión, que quizá sí le era familiar aquel hombre. Pero estaba segura de que se acordaría.

– No; no la he visto antes -dijo él, acentuando la sonrisa-. No se me hubiera olvidado.

Ese eco de su propio pensamiento desconcertó a Elettra. Con un movimiento de la cabeza, se despidió de él y de los hombres del bar, dijo que ya era hora de volver a casa de su prima, pagó el café y escapó a la calle, inundada por el sol del mediodía.

Mientras volvía a casa, Elettra reconocía que tenía debilidad por la belleza masculina. Su médico era guapo; pero ese Carlo, por lo poco que había podido apreciar, no sólo era guapo sino, además, simpático. Se recordó con severidad que estaba allí en misión policial. A pesar de no residir en Pellestrina, Carlo podía estar relacionado con los asesinatos de Giulio y Marco Bottin. Sonrió para sí. Pronto sería como los agentes de uniforme, que en todo el mundo y en todas partes veían a posibles sospechosos, antes de que existieran pruebas de que se había cometido un crimen.

Apartando al bello Carlo de su pensamiento, Elettra siguió andando hacia la casa de Bruna. Por el camino, llamó por el telefonino al comisario Brunetti a la questura y le dijo que no había novedad, salvo que los pescadores estaban de acuerdo en que, con el cambio de luna, empezaría a entrar la anchoa.