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Le preguntó a qué se dedicaba y ella dijo que estaba en un banco: un trabajo aburrido, pero seguro en estos tiempos de paro creciente. Cuando ella preguntó a su vez, él dijo que era pescador, sin dar más explicaciones. Pero, con un hábil interrogatorio, ella consiguió que le dijera que había abandonado los estudios a la muerte de su padre, ocurrida hacía dos años, en que regresó a Burano para estar con su madre. Le gustó la forma en que él hablaba de aquello, como si asumir la responsabilidad de cuidar de su madre fuera lo más natural.

Mientras hablaban de sus familias y de sus proyectos, Elettra, poco a poco, iba sintiendo una emoción honda que nada de lo que cualquiera de ellos decía o hacía parecía justificar. Cuanto más escuchaba, más se convencía de que aquélla era una voz que había escuchado antes y que le gustaría volver a escuchar.

Comidos los bocadillos, bebido el chardonnay y rebañada la tarrina del mascarpone por unos dedos golosos, él recogió los envoltorios y las servilletas que habían utilizado a modo de platos y las metió en la mochila. Al ver que ella lo observaba, sonrió:

– Me revienta ver basura en las playas. -Se encogió de hombros con autoindulgencia y torció la boca en una sonrisa que ella ya empezaba a reconocer con agrado-. Supongo que es tonto preocuparse, pero cuesta tan poco…

Ella, al inclinarse para meter la servilleta en la mochila, rozó con un pecho el brazo de él, y se asustó de la fuerza de su propia reacción por aquel contacto, que nada tenía que ver con placeres pasados y producía vértigo con la promesa de placeres futuros. Él le lanzó una mirada de una sorpresa casi estúpida, pero, al verla aparentemente indiferente, siguió atando la mochila.

Después de aquello, mientras fingía contemplar un gran barco que se divisaba por entre las rocas, ella sentía su mirada y, más que ver, intuyó en su cara una mueca de disgusto consigo mismo.

– ¿Café? -preguntó él.

Elettra asintió con una sonrisa, pero sin saber si la pregunta le había causado alivio o decepción.

16

Brunetti, lejos de poder sentarse a la orilla del mar, a comer fresones bañados en mascarpone, se encontraba atrapado en su despacho y sepultado por la avalancha de papeles que generaban los órganos del Estado. Él pensaba que, en ausencia de Patta y durante la evasión de Marotta, tendría que tomar decisiones que afectaran a la forma en que se imponía la ley en Venecia. Aunque no pudiera hacer más que encargar a funcionarios incompetentes asuntos sin importancia, tales como quejas por televisores estridentes, dejando libres a los mejores para perseguir delitos más graves, por lo menos, estaría contribuyendo al bien común. Pero no tenía tiempo ni para cosas tan simples como ésas. Libres de la criba diaria que -ahora lo comprendía- debía de practicar en el correo la signorina Elettra, los papeles inundaban su despacho y absorbían todas sus horas de trabajo. El Ministerio del Interior parecía capaz de producir diariamente tomos enteros de comunicados y directrices, sobre temas tan diversos como la necesidad de disponer de intérprete en los interrogatorios de detenidos extranjeros o la altura de los tacones de los zapatos de las agentes femeninas. Por todos aquellos papeles, Brunetti pasaba la vista. No sería exacto decir que los leía, ya que el acto de la lectura implica un mínimo de comprensión, y Brunetti pronto se sustrajo a ella, al sumirse en un estado de aturdimiento desde el que sus ojos recorrían palabras cuyo significado se le escapaba.

Brunetti no podía evitar que su imaginación derivara hacia Pellestrina. Buscó tiempo para hablar con Vianello, y lo decepcionó lo poco que su sargento había averiguado. No obstante, le llamó la atención el comentario que hizo Vianello de que, al hablar con la gente de Pellestrina, tenías la impresión de que no consideraban a Bottin uno de ellos, ya que eso confirmaba una sospecha que había tenido el propio Brunetti no recordaba por qué. Y ahora, cuanto más lo pensaba, más extraño le parecía. Según su experiencia, era insólito que los integrantes de una comunidad tan cerrada como la que formaban los vecinos de Pellestrina coincidieran en manifestar reprobación contra uno de los suyos. Según ellos, para la supervivencia era fundamental presentar a los extraños un frente unido, y nadie más extraño que la policía. También era curiosa la constante disparidad entre lo que se decía de Giulio y lo que se decía de Marco. Todos lamentaban la muerte del chico, mientras que la de Giulio Bottin no parecía haber afligido a ninguno de los habitantes de Pellestrina. Y más curioso todavía era que no hicieran nada por ocultarlo.

La creciente marea de papel barrió esos pensamientos de la mente de Brunetti durante los dos días siguientes. El viernes recibió una llamada de Marotta, que le comunicó que el lunes regresaba de Turín. Brunetti no le preguntó si había declarado en el juicio; lo único que importaba era que viniera a relevarlo de la tarea de despachar papeles.

Aquel sábado, Paola y él estaban invitados a cenar en casa de unos amigos y cuando, poco antes de las ocho, mientras Brunetti se hacía el nudo de la corbata, sonó el teléfono, estuvo tentado de no contestar.

Paola preguntó desde el fondo del pasillo.

– ¿Quieres que conteste?

– No, ya voy yo -dijo él, pero de mala gana, pensando que era una lástima que no estuviera en casa alguno de los chicos, para decir al que llamaba que su papá había salido. O que había decidido irse a la Patagonia a apacentar ovejas.

– Brunetti -contestó.

– Pucetti, señor -dijo el agente-. Llamo desde una cabina del puerto. Acaba de llegar un barco. Han pescado un cadáver.

– ¿Quién es?

– No lo sé, señor.

– ¿Hombre o mujer? -preguntó el comisario con el corazón helado, pensando en la signorina Elettra.

– Tampoco lo sé. Hace un momento, un pescador ha entrado en el bar con la noticia y todos hemos salido a ver. -Se oían ruidos lejanos, y Pucetti colgó.

Brunetti colgó a su vez y fue al dormitorio. Paola estaba poniéndose el segundo pendiente. Llevaba un vestido negro, ceñido a las caderas y con un gran escote en la espalda, un vestido que él no le había visto. Cuando él entró, su mujer lo miró a la cara y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

– En fin, de todos modos, tampoco tenía muchas ganas de ir -dijo, soltando el pendiente en el cajón de la cómoda, el de arriba, en el que guardaba las joyas y, por alguna insondable razón, los frascos de las vitaminas que tomaba. Con indiferencia, como quien pide media docena de huevos, agregó-: Llamaré a Mariella.

Brunetti conocía a hombres que tenían secretos para sus esposas. Uno había tenido dos amantes durante más de diez años. Sabía de hombres que habían perdido la empresa y la casa antes de que su mujer se enterase de que jugaban. Durante un momento, contempló la posibilidad de que Paola hubiera vendido el alma al diablo a cambio del poder de leer el pensamiento a su marido. Pero no; ella era muy inteligente para hacer tan mal negocio.

– ¿O quieres llamar tú antes a la questura? -preguntó.

Él fue a explicar lo sucedido, pero desistió, como si el silencio pudiera proteger a la signorina Elettra.

– Usaré el telefonino -dijo tomando el aparatito de la cómoda, donde lo había dejado, ante la perspectiva de una velada tranquila con unos amigos. Paola fue a la sala a hacer la llamada y él pulsó el familiar número de la questura. Pidió que le enviaran una lancha para ir a Pellestrina. Oprimió la tecla azul, marcó el número de Vianello y, recordando las instrucciones que le habían dado al entregarle el aparato, volvió a pulsar la tecla azul.