Выбрать главу

Vianello y Brunetti se quedaron esperando que los técnicos terminaran su trabajo. Durante la espera, Brunetti vio acercarse otra vez al hombre de la manta, que dijo a Vianello, señalando a los técnicos con un movimiento de la cabeza:

– ¿La tapará cuando terminen, por favor?

Vianello asintió y tomó la manta que el hombre le tendía.

– No me hace falta, no es necesario que me la devuelvan -dijo el hombre, que se alejó del muelle y desapareció por un callejón. Pasaba el tiempo. De vez en cuando, brotaba en la oscuridad el flash de la cámara del técnico. Cuando el equipo del laboratorio hubo terminado y empezó a recoger sus utensilios, Vianello se acercó a la signora Follini, desplegó la manta y la dejó caer sobre el cadáver, cuidando de que cara y ojos quedaran cubiertos.

– Rizzardi nos hubiera dicho algo más -dijo Vianello acercándose a Brunetti.

– Rizzardi hubiera recogido su pañuelo -respondió Brunetti.

– ¿Importa que hasta después de la autopsia no sepamos la causa de la muerte? -preguntó Vianello.

Brunetti señaló con la barbilla en dirección a las casas de Pellestrina, la mayoría ya a oscuras.

– ¿Cree que alguien va a ayudarnos, cuando lo sepamos?

– Parece que algunos la apreciaban -dijo Vianello con tímido optimismo.

– También apreciaban a Marco Bottin -fue la respuesta de Brunetti.

A fin de aprovechar la presencia de la signorina Elettra y Pucetti en el pueblo, el comisario estimó conveniente aplazar los interrogatorios hasta el día siguiente. Así tendrían ocasión de moverse casualmente entre la población y oír cosas que después, cuando la policía iniciara la investigación oficial de la muerte de la signora Follini, se olvidarían o se silenciarían.

Brunetti hizo una seña a los técnicos, que desplegaron una camilla. La manta apenas se movió cuando levantaron a la signora Follini y la llevaron a la lancha.

Durante el viaje de regreso a Venecia, Brunetti, de pie en la cubierta, pensaba en cómo él y Vianello habían bromeado a costa de aquella mujer, aunque entonces ninguno sospechaba que ella tuviera tanta experiencia en las técnicas de seducción. Lo consolaba pensar que, de haberlos oído, a ella le hubieran divertido sus bromas, pero la idea de que ahora la signora Follini ya fuera insensible a su pesar acrecentaba el remordimiento.

Ya era más de medianoche cuando Brunetti llegó a su casa, pero, tal como él deseaba, encontró a Paola esperándolo despierta. Estaba sentada en la cama, leyendo y al entrar él cerró el libro, lo dejó en la mesita de noche y se quitó las gafas antes de preguntar:

– ¿Qué ha pasado?

Brunetti guardó la chaqueta en el armario, se quitó la corbata y la colgó del respaldo de una silla.

– La signora Follini. Un pescador la ha encontrado en la laguna -dijo empezando a desabrocharse la camisa. Se sentó, más cansado de lo que había supuesto, en la silla de al lado de la cama y se inclinó para desatarse los cordones de los zapatos-. Alguien la tiraría al agua para que se ahogara.

– ¿Tiene que ver con los otros asesinatos? -preguntó ella.

– A la fuerza.

– ¿Ella sigue allí? -preguntó Paola. En un primer momento, Brunetti pensó que se refería a Luisa Follini, cuyo cadáver se encontraba ahora en la fría compañía de otros difuntos en el Ospedale Civile, pero enseguida comprendió que «ella» era la signorina Elettra.

– Le diré que regrese -dijo Brunetti. Antes de que Paola pudiera decir algo, se fue al cuarto de baño, donde evitó mirarse al espejo mientras se limpiaba los dientes.

Después, cuando se metía en la cama, Paola volvió a tomar el hilo de la conversación.

– ¿Y te escuchará?

– Ella siempre me escucha.

– Lo mismo que Chiara -dijo Paola, sin más comentarios.

Él se volvió hacia su mujer, abrazándola por la cintura. La sintió moverse, y la luz se apagó. Ella se acomodo en la cama, pasándole el brazo por el cuello y haciendo descansar la cabeza de él en el hueco de su hombro. Brunetti, en brazos de su esposa, pensaba en otra mujer, pero era sólo en su seguridad, se dijo, por lo que no trató de ahuyentar el pensamiento.

Después de mucho rato, cuando ya hubieran tenido que estar dormidos los dos, Paola dijo:

– Vale más que hagas algo pronto.

Él gruñó suavemente. Pasó otro rato, y los dos se durmieron.

A la mañana siguiente, antes de salir de casa, Brunetti llamó al depósito y preguntó al empleado a quién se había encargado la autopsia de la mujer que la noche antes habían llevado de Pellestrina.

– Al doctor Rizzardi.

– Bien. ¿Para cuándo?

Una pausa, y Brunetti oyó ruido de papeles.

– Hubo dos muertos en Castello. Probablemente, intoxicados por los gases del calentador de agua. Pero puedo ponerla a ella primero. Habrá terminado a las once.

– Gracias. Dígale que le llamaré, por favor.

– Sí, comisario -dijo el empleado, y colgó.

Brunetti quería saber cuándo había muerto la signora Follini, y sólo Rizzardi podía decírselo. Después del miércoles, a menos que alguien la hubiera visto después.

¿Y dónde? Sacó el mapa de la laguna y contempló la estrecha península de Pellestrina. En el extremo inferior estaba la embocadura del canal en el que había sido hallada, a unos tres kilómetros del pueblo, un poco más allá de la zona protegida de la Riserve de Ca'Roman. Brunetti dobló el mapa y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Sólo uno de los pilotos podría decirle lo que necesitaba saber sobre las mareas, las corrientes y la deriva de los cuerpos en el agua.

Al llegar a la questura, Brunetti fue directamente a la oficina de los agentes de uniforme, y allí encontró a Bonsuan que a menudo solicitaba el turno del domingo, más tranquilo. El piloto estaba sentado en la oficina, insólitamente desierta, mirando un deteriorado ejemplar de La Gazzetta dello Sport con el mismo interés con que contemplaría la pared. Brunetti extendió el mapa encima del periódico, repitió lo que había dicho el pescador acerca del sitio en el que había encontrado a la signora Follini y pidió al piloto que le explicara cómo había podido ir a parar allí.

Después de examinar el mapa detenidamente, Bonsuan preguntó:

– ¿Estaba muy mal?

«Estaba muerta -pensó Brunetti-. Peor no podía estar.»

– No comprendo.

– Usted vio el cadáver, ¿no? -preguntó el piloto pacientemente.

– Sí.

– ¿Estaba muy dañado?

– No tenía ojos.

Bonsuan asintió, como si lo hubiera supuesto.

– ¿Y los brazos y las piernas? Tenían señales como de haber sido arrastrada por el fondo?

Brunetti, con desgana, rememoró su última imagen de la signora Follini.

– Llevaba jersey de manga larga y pantalón; no le vi los brazos ni las piernas. Pero no tenía señales en las manos ni en la cara, aparte lo de los ojos.

Con un gruñido, Bonsuan se inclinó sobre el mapa.

– La recogieron a eso de las ocho, ¿no?

– A esa hora me llamaron. -Brunetti descubrió, sorprendido, que ni siquiera al piloto le decía que la llamada la había hecho Pucetti. Quizá fuera un primer síntoma de paranoia.