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– ¿No sabe cuánto tiempo estuvo en el agua?

– No.

Bonsuan se puso en pie apoyando las manos en la mesa y se acercó a una librería de vitrina, reliquia de tiempos pretéritos. Abrió la puerta y sacó un cuaderno. Lo abrió, pasó el índice por una página, luego por la siguiente y la otra. Encontró lo que buscaba, lo leyó atentamente, cerró el cuaderno y volvió a guardarlo en la vitrina.

– Necesito saber cuánto tiempo estuvo en el agua -dijo al volver a la mesa-. Pudo llegar hasta allí desde cualquier sitio; Chioggia, Pellestrina, incluso pudieron arrojarla desde el borde de alguno de los canales. -Hizo una pausa-. Anoche había luna llena, la marea era fuerte, y cuando la encontraron estaba bajando, o sea que el cuerpo era arrastrado hacia el mar. Si hubiera llegado al mar, no creo que la hubieran encontrado.

– No sabré la hora de la muerte hasta media mañana, cuando haya hablado con Rizzardi -dijo Brunetti.

Bonsuan asintió.

– Si ha estado varios días en el agua, probablemente, la tirarían sin más. Pero, si no llevaba muerta mucho tiempo, yo diría que la echaron al agua en algún sitio desde el que sabían que la marea la arrastraría al Adriático. Por otra parte, si la hubieran pescado del fondo del canal, no hubiera quedado mucho de ella: las mareas son fuertes, el cuerpo se hubiera movido deprisa y las rocas del fondo lo hubieran destrozado. -Al ver cómo lo miraba su superior, Bonsuan agregó-: No es que yo lo diga, comisario, es lo que hacen las mareas.

Brunetti le dio las gracias y, sin comentar la natural suposición de Bonsuan de que la mujer había sido asesinada, subió a su despacho, a esperar que llegara la hora de llamar a Rizzardi.

Pero fue el médico el que llamó, para comunicarle que la causa de la muerte era por inmersión en agua salada.

– ¿Intencionada?

La respuesta de Rizzardi tardó un momento en llegar.

– Es posible. Bastaría que la hubieran arrojado desde un barco o que la hubieran sostenido bajo el agua. No tiene señales de ligaduras que sean recientes.

Antes de que Brunetti pudiera preguntar sobre esa observación, el forense agregó:

– En el aspecto ginecológico es interesante.

– ¿Por qué?

– Hay huellas de que tuvo la mayoría de las enfermedades venéreas que se conocen y, por lo menos, un aborto.

– Fue drogadicta durante años -dijo Brunetti. Rizzardi emitió un gruñido que indicaba que esa particularidad era tan evidente que ni merecía mención-. Y, al parecer, prostituta.

– Lo que suponía -dijo Rizzardi con una naturalidad que hizo recordar a Brunetti lo mucho que apreciaba a aquel médico y por qué.

Brunetti volvió sobre la observación que le había intrigado.

– Dice que no tenía señales recientes de ligaduras. ¿Qué significa?

Después de una larga vacilación, el forense dijo:

– Hay señales de ligaduras en los brazos y los tobillos. Yo diría que su pareja de los últimos tiempos, quienquiera que fuese, era aficionado al rollo fuerte.

– ¿Qué quiere el rollo fuerte? ¿Violación?

– No. -La respuesta de Rizzardi fue inmediata.

– ¿Qué si no? ¿Qué más puede ser?

– El sexo violento no tiene por qué ser violación -dijo Rizzardi no sin aspereza, y esperó unos segundos antes de agregar un seco-: comisario.

– ¿Y qué es entonces violación?

– Violación es cuando una u otra parte no consiente.

– ¿Una u otra?

La voz de Rizzardi se suavizó:

– Son otros tiempos, Guido. Ya pasaron los días en los que la violación era únicamente un acto que perpetraba un hombre violento contra una mujer inocente.

Brunetti, padre de una adolescente, sentía curiosidad por saber lo que tenía que decir el médico sobre la cuestión, pero como ello en nada ayudaría a la investigación, abandonó el tema y preguntó:

– ¿Cuándo ocurrió la muerte?

– Yo diría que hace dos días, el viernes por la noche.

– ¿Por qué?

– Sólo fíese de mí, Guido. No estamos en la televisión, donde yo tendría que hablar del contenido del estómago o de la cantidad de oxígeno en la sangre. Hace dos días -repitió-; probablemente, después de las diez de la noche. Confíe en mí, y esté seguro de que así se declarará en el juicio.

– Si el caso llega a juicio -dijo Brunetti distraídamente, observación no necesariamente dirigida al forense.

– Bueno, eso es cosa suya. Yo me limito a decir lo que veo. Usted debe deducir el porqué, el cómo y el quién.

– Ojalá fuera tan sencillo -dijo Brunetti.

Rizzardi renunció a debatir las exigencias de sus respectivas profesiones y puso fin a la conversación, dejando para Brunetti la misión de ir a Pellestrina, a buscar las respuestas a esas preguntas.

18

Pese a ser domingo, Brunetti no veía por qué razón él y Vianello no habían de ir a Pellestrina, en busca de algo que pudiera contribuir a explicar la muerte de la signora Follini. Bonsuan se mostró más que dispuesto a llevarlos, insistiendo en que las noticias del periódico lo aburrían y, como no era un gran aficionado al fútbol, prefería no perder el tiempo leyendo el avance de los partidos del día.

Mientras estaban en la cubierta de la lancha en la parada de los Giardini, esperando la llegada de Vianello, el comisario, volviendo sobre el comentario de Bonsuan, le preguntó:

– Si no es aficionado al fútbol, ¿qué deportes le gustan?

– ¿A mí? -preguntó Bonsuan, utilizando la táctica dilatoria del testigo ante una pregunta incómoda, que Brunetti conocía bien desde hacía mucho tiempo.

– Sí.

– ¿Se refiere a practicar o a mirar? -preguntó Bonsuan evasivamente.

Ya más curioso por la reticencia de Bonsuan que por la respuesta en sí, Brunetti dijo:

– A las dos cosas.

– Practicar, a mi edad, ya no practico ningún deporte -dijo el piloto en un tono que indicaba que aquí se acababa la información.

– ¿Y mirar? -preguntó Brunetti.

Bonsuan buscaba ansiosamente con los ojos alguna señal de Vianello en el largo viale arbolado que venía de corso Garibaldi. Brunetti observaba a los transeúntes.

– Verá, comisario, no es que yo entienda mucho de eso ni que me tome muchas molestias para seguirlo, pero me gusta ver por televisión los concursos de perros de pastor. A veces los dan desde Escocia, ¿sabe? -En vista de que Brunetti no decía nada, agregó-: Y Nueva Zelanda.

– No encontrará mucho de eso en Il Gazzettino, desde luego -concedió Brunetti.

– No -respondió el piloto, y entonces, mirando hacia el arco del fondo del viale, dijo-: Ahí viene Vianello -con audible alivio en la voz.

El sargento, de uniforme, saludó alzando una mano al acercarse y saltó a bordo. Bonsuan apartó la lancha de la riva y la dirigió hacia el canal, ahora ya familiar, que conducía a Pellestrina, a la que esperaban encontrar entregada a la apacible observancia del Día del Señor.

El hecho de que la religión sea cosa del pasado y ya no sea un factor determinante del comportamiento del pueblo italiano, no ha influido en su hábito de acudir a la iglesia, especialmente, en los pueblos pequeños. En realidad, podría establecerse una especie de ecuación algebraica entre el tamaño de una parroquia y la proporción de los vecinos que van a misa. Son esos grandes paganos de romanos y milaneses los que no acuden al templo y, arropados en el anonimato de los millones de conciudadanos, se esconden de los ojos y las lenguas del chismorreo vecinal. Los pellestrinotti, por el contrario, son asiduos asistentes a misa, lo que les permite mantenerse al corriente de la vida y milagros de sus convecinos sin aparente indiscreción, ya que todo lo que ocurre, especialmente todo aquello que puede poner en tela de juicio la virtud o la honradez de las personas, es objeto de comentario el domingo por la mañana, en la escalera de la iglesia.