– Lo siento, signora; pero, antes de hablar con usted, quería saber qué tenían que decir los otros.
– Pase, pase -dijo ella, dando media vuelta y guiándolo hacia la parte trasera de la casa. Él la siguió por un pasillo largo y húmedo hasta una cocina en la que entraba la luz por una puerta abierta. No se notaba cambio de temperatura, ni calor que disipara la humedad que la proximidad del mar concentraba en el pasillo. Tampoco había aromas de guisos que disfrazaran el tufo opresivo a moho, lana y a algo selvático y animal que Brunetti no podía identificar.
Ella le señaló una silla junto a la mesa y, sin ofrecerle algo de beber, se sentó frente a él.
Brunetti sacó una libretita del bolsillo lateral de la chaqueta, la abrió y quitó el capuchón a la estilográfica.
– ¿Su nombre, signora? -preguntó, cuidando de hablar en italiano y no en veneciano, al comprender que, cuanto más oficial fuera el tono de la entrevista, mayor sería la satisfacción de la mujer por haber conseguido que al fin las autoridades prestaran atención a las muchas cosas que ella llevaba dentro desde hacía tantos años, y con tanta discreción.
– Boscarini -dijo ella-. Clemenza.
Él escribió en silencio, sin comentarios.
– ¿Cuánto hace que reside aquí, signora Boscarini?
– Toda la vida -respondió ella, hablando también en italiano, con audible dificultad-. Sesenta y tres años.
Experiencias o emociones que él no podía imaginar la habían hecho aparentar diez años más, pero Brunetti se limitó a tomar nota.
– ¿Y su marido, signora? -preguntó Brunetti, seguro de que la mujer se sentiría halagada si él daba por hecho que estaba casada, y tomaría como una ofensa que él le preguntara por su estado civil.
– Murió. Hace treinta y cuatro años. En una tormenta. -Brunetti anotó el hecho, por su relevancia. Levantó la mirada y decidió no preguntar por hijos.
– ¿Ha tenido siempre los mismos vecinos, signora?
– Sí; menos los Rugoletto, que viven tres puertas más abajo -dijo, con un airado movimiento de la barbilla hacia la izquierda-. Vinieron de Burano hace doce años, cuando murió el abuelo de la mujer y les dejó la casa. Ella es sucia -sentenció en tono despectivo y recalcó, para asegurarse de que él comprendía-: Buranesi.
Brunetti gruñó en señal de conformidad y, sin más preámbulos, preguntó:
– ¿Conocía a la signora Follini?
A eso, ella sonrió regodeándose, y rápidamente borró la expresión. Brunetti oyó un leve sonido, la miró y tardó un instante en darse cuenta de que ella estaba relamiéndose, literalmente: se pasaba la lengua por los labios como liberándolos para que al fin pudieran dejar salir la cruda verdad.
– Sí -dijo finalmente-; la conocía a ella y conocía a sus padres. Buenas personas, muy trabajadores. Ella los mató. Los mató a disgustos, tan cierto como si hubiera clavado un puñal en el corazón de la pobre madre.
Brunetti, mirando el cuaderno para esconder la cara, escribía y hacía ruidos con la garganta animándola a continuar.
Ella hizo una pausa, volvió a pasar la lengua por los labios y prosiguió:
– Era una puta y una drogadicta que llevó la enfermedad y la deshonra a su familia. No me extraña que haya muerto, ni que haya muerto así. Lo raro es que haya tardado tanto. -Calló un momento y agregó con una voz almibarada que hizo cerrar los ojos a Brunetti-: Que Dios se apiade de su alma.
Dejando a la divinidad tiempo suficiente para atender la petición, Brunetti preguntó:
– ¿Dice que era una prostituta, signora? ¿Aquí? ¿Lo era todavía?
– Ya era puta de jovencita. La que empieza así se pierde para siempre, le toma gusto. -Su voz tenía certidumbre y repugnancia-. Debía de seguir haciendo lo mismo. Seguro.
Brunetti volvió la hoja, compuso la expresión y levantó la cara con una sonrisa estimulante.
– ¿Conoce usted a alguien que pudiera ser cliente suyo?
Vio que la mujer iba a contestar y, al pensar en las consecuencias de una falsa acusación, cerraba la boca.
– ¿O sospecha de alguien, signora? -Como ella titubeara, el comisario cerró la libreta y puso encima la estilográfica, después de taparla con el capuchón-. A veces, para nosotros es importante tener una visión de conjunto, aun sin pruebas. Es suficiente para situarnos en el buen camino, para saber por dónde podemos empezar a buscar. -La mujer callaba y él prosiguió-: Y son sólo los ciudadanos más honrados y valientes los que pueden ayudarnos, signora, sobre todo en una época en la que la gente tiende a cerrar los ojos ante la inmoralidad y los comportamientos que destruyen la unidad de la familia y corrompen la sociedad. -Estuvo tentado de decir «sagrada unidad», le pareció excesivo y optó por moderar la estupidez. Pero surtió efecto en la signora Boscarini.
– Stefano Silvestri. -El nombre se deslizó entre sus labios como un reptil. Era el del hombre que había dicho que él llevaba a su mujer al Lido una vez a la semana para hacer la compra-. Ése estaba siempre en la tienda, como el perro que husmea a la perra, para ver si ella estaba dispuesta.
Brunetti recibió la información con otro de sus so nidos de aceptación, pero no acercó la mano a la libreta. Como animada por esa prueba de discreción, la mujer prosiguió:
– Ella hacía como que no le interesaba, se burlaba de él delante de la gente, pero yo sé lo que hacía. Todos lo sabíamos. Lo provocaba. -Brunetti escuchaba con calma, tratando de recordar si había visto a esa mujer en la escalera de la iglesia y preguntándose lo que ir a misa podía significar para una persona como ella.
– ¿Sabe de otro u otros que pudieran mantener relaciones con ella? -preguntó.
– La gente hablaba -empezó a decir deseosa de informarle-. Otro hombre casado -prosiguió, con sus labios jugosos y entusiastas-. Un pescador. -Él pensó que iba a dar el nombre, pero entonces la vio medir las consecuencias, y dijo tan sólo-: Seguro que había muchos más. -Como Brunetti recibiera en silencio esa calumnia, la mujer dijo-: Ella los provocaba.
– Desde luego -se permitió decir él. Se preguntaba Brunetti qué sería peor, si morir en el mar o pasar treinta y cuatro años al lado de esa mujer. Al advertir que ella no parecía dispuesta a decir más, y suponiendo que lo que le había dado era información y no simple despecho o envidia, él se puso en pie, recogió la libreta y la estilográfica, las guardó en el bolsillo y dijo-: Muchas gracias por su ayuda, signora. Puede estar segura de que todo lo que me ha dicho será tratado con la mayor discreción. Personalmente, me gustaría agregar que pocas veces se encuentra a un testigo dispuesto a darnos esta clase de información. -Era un puyazo pequeño, y ella no pareció acusarlo, pero no dejaba de ser un puyazo, e hizo que él se sintiera mejor. Con todas las fórmulas de cortesía de rigor, Brunetti se despidió, contento de escapar de aquella casa, aquellas palabras y aquella lengua viscosa y reptil.
Según lo convenido, él y Vianello se encontraron a las cinco en el bar. Pidieron café y, cuando el camarero se alejó, después de ponerles delante las tazas, Brunetti preguntó:
– ¿Y bien?
– Había alguien -dijo Vianello-. Un hombre.
Brunetti rompió dos bolsitas de azúcar, las vació en el café, lo removió y lo bebió de un tirón.
– ¿Quién? -preguntó, observando que Vianello seguía tomando el café sin azúcar, costumbre que, según había oído decir a su abuela, «aclaraba la sangre», aunque no estaba seguro de lo que eso significaba.