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– Ni idea. Y sólo un hombre ha dicho algo, algo de que la signora Follini siempre se levantaba antes del amanecer, a pesar de que no abría la tienda hasta las ocho. En realidad, no es tanto lo que ha dicho como la forma de decirlo, y la mirada que le ha lanzado su mujer.

Eso era todo lo que había conseguido Vianello, y no parecía mucho. Podría tratarse de Stefano Silvestri, aunque Brunetti no creía que su mujer fuera de las que permiten al marido estar antes del amanecer más que en la cama con ella o en el barco, faenando.

– He visto a la signorina Elettra -dijo Vianello.

Brunetti se obligó a sí mismo a esperar un momento antes de preguntar:

– ¿Dónde?

– Camino de la playa.

Brunetti se abstuvo de preguntar y, al cabo de lo que parecía mucho tiempo, Vianello agregó:

– Iba con ese hombre.

– ¿Sabe quién es él?

Vianello movió negativamente la cabeza.

– Supongo que lo más práctico será pedir a Bonsuan que lo pregunte a su amigo.

A Brunetti no le gustaba la idea; no deseaba hacer algo que llamara la atención hacia la signorina Elettra.

– Sería preferible preguntar a Pucetti.

– Para eso hará falta que vuelva al trabajo -dijo Vianello mirando al fondo del bar, donde el dueño conversaba animadamente con dos hombres.

– ¿Dónde vive?

– En casa de un primo o no sé qué del dueño. Está cerca.

– ¿Podemos ponernos en contacto con él?

– No; no ha traído el telefonino. Dijo que le daba miedo que alguien lo llamara y dejara un mensaje que lo comprometiera.

– Podríamos haberle dado otro aparato del que sus amigos no tuvieran el número -dijo Brunetti con impaciencia.

– Tampoco lo quiso. Dijo que nunca se sabe.

– ¿Qué es lo que nunca se sabe? -inquirió Brunetti.

– No lo aclaró. Imagino que pensaría que alguien de la questura podía decir que le habían dado un móvil para una misión especial, o que alguien podía llamarlo, o que alguien podía escuchar nuestras llamadas.

– ¿No es un poco paranoico todo eso? -preguntó Brunetti, aunque más de una vez él había pensado en la tercera posibilidad.

– A mí me parece que lo más seguro es pensar siempre que alguien está escuchando todo lo que dices.

– Ésa no es forma de vivir -dijo Brunetti con vehemencia, porque así lo creía.

Vianello se encogió de hombros.

– ¿Qué hacemos?

Brunetti, recordando el comentario de Rizzardi sobre el «rollo fuerte» dijo:

– Me gustaría saber con quién andaba. -Notó que Vianello lo miraba y aclaró-: Me refiero a la signora Follini.

– Sigo pensando que lo mejor será pedir a Bonsuan que hable con su amigo. Esta gente no nos dirá nada. Por lo menos, directamente.

– Una mujer me ha contado que la signora Follini todavía tentaba a los hombres del pueblo al pecado -dijo Brunetti, entre sarcástico y asqueado.

– Seguramente, uno de los tentados sería su marido o el vecino de al lado.

– Dos puertas más abajo.

– Da lo mismo.

Brunetti decidió volver a la lancha para pedir a Bonsuan que hablara con su amigo. No fue necesario ir tan lejos, porque al salir del bar se tropezaron con el piloto que precisamente volvía de almorzar en casa de su amigo, y habían pasado parte de la tarde tomando grappa y hablando de sus días en el ejército. Después de revivir la campaña de Albania y de brindar por los tres venecianos que no habían vuelto, empezaron a hablar de su vida actual. Bonsuan había puesto cuidado en dejar bien claro hacia dónde se orientaba su lealtad, declarando la intención de retirarse de la policía lo antes posible.

Mientras los tres policías caminaban lentamente hacia la lancha, Bonsuan explicó que la averiguación había resultado relativamente fácil y, al despedirse, casi vacía la botella de grappa, ya conocía el nombre del amante de Luisa Follini.

– Vittorio Spadini -dijo no sin orgullo-. De Burano. Pescador. Casado, tres hijos, dos chicos, pescadores y una chica, casada con un pescador.

– ¿Y? -dijo Brunetti.

Quizá por efecto de la grappa o quizá por la reciente charla acerca de su retiro, Bonsuan contestó:

– Y, probablemente, eso es más de lo que usted y Vianello conseguirían en una semana. -Sorprendido al oírse a sí mismo hablar así, agregó-: Señor. -Pero el tiempo que transcurrió entre la respuesta y el tratamiento fue largo.

Se hizo un silencio, que rompió el propio Bonsuan al decir:

– Pero él ya no pesca. Perdió el barco hará unos dos años.

Brunetti, recordando al marido de la signora Boscarini, preguntó:

– ¿En un naufragio?

Bonsuan descartó la idea con un enérgico movimiento de la cabeza.

– No. Algo Peor. Impuestos. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar cómo podían los impuestos ser peor que un naufragio, Bonsuan explicó-: La Guardia di Finanza le puso una multa por tres años de fraude en las declaraciones de ingresos. Él estuvo un año litigando, pero al final perdió. Siempre pierdes. Se quedaron con el barco.

– ¿Por qué es eso peor que un naufragio? -preguntó Vianello.

– Si pierdes el barco en un naufragio, cobras del seguro. Pero con esos hijos de puta de la Finanza no hay seguro que valga.

– ¿Cuánto le pedían? -preguntó Brunetti, consciente, una vez más, de lo poco que sabía del mundo de los barcos y de los hombres que se embarcaban.

– Quinientos millones. Era lo que calculaban que había defraudado más la multa. Pero no hay quien tenga tanto dinero en efectivo, y tuvo que vender el barco.

– Pero, ¿tanto pueden valer? -preguntó Brunetti.

Bonsuan lo miró con extrañeza.

– Un barco tan grande como el suyo vale mucho más. Puede llegar a los mil millones.

– Si le pedían quinientos millones por tres años -terció Vianello-, es que probablemente defraudó el doble, o el triple.

– Es posible -convino Bonsuan no sin un punto de orgullo por el ingenio de los hombres de la laguna-. Ezio me ha dicho que Spadini creía que ganaría. El abogado le dijo que apelara, pero seguramente lo hizo para hinchar la minuta. Al fin, Spadini no pudo evitar que le quitaran el barco. Si hubiera pagado la multa con dinero contante y sonante, hubieran empezado a hacer preguntas -dijo el piloto-, porque hubieran sospechado que dinero tenía, escondido en inversiones y cuentas secretas, como tanta de la riqueza de Italia. -Mirando de soslayo a Vianello, el piloto apuntó-: Dicen que el juez era de los verdes.

El sargento lo asaeteó con la mirada, pero no dijo nada.

– Y que tenía antipatía a los vongolari por lo que le están haciendo a la laguna.

A esto, Vianello dijo al fin, con una amenazadora tensión en la voz:

– Danilo, esos casos de evasión de impuestos no son llevados ante el juez. -Sin dar a Bonsuan tiempo de responder, agregó-: Sea verde o no. -Y volviéndose hacia Brunetti pero apuntando a Bonsuan con sus palabras, dijo-: Ahora alguien nos dirá que los verdes lanzan víboras a las montañas desde helicópteros, para preservar la especie. -Y, a Bonsuan, con una voz más áspera de lo que Brunetti podía recordar-: Vamos, Danilo, ¿no vas a decirnos que unos amigos tuyos encontraron en las montañas botellas con víboras muertas o que vieron cómo las tiraban desde helicópteros?

Bonsuan miró al sargento, pero no se dignó contestar, sumiéndose en un silencio en el que estaba implícita su convicción de que era inútil tratar de razonar con fanáticos. Hacía años que Brunetti oía hablar a la gente de aquellos malignos helicópteros misteriosos, pilotados por ecologistas locos, decididos a defender una perversa idea de la «naturaleza», pero nunca se le había ocurrido que alguien pudiera creerlo.