– Ti chiamerò. Ciao Silvia.
Brunetti, atónito, con el mudo teléfono en la mano, cavilaba sobre el mecanismo que hacía que, para atreverse a tutearlo, ella hubiera tenido que llamarlo Silvia.
Para tutear a Carlo, la signorina Elettra no tenía la menor dificultad. Es más, había momentos en los que le parecía que esa intimidad en el trato no reflejaba plenamente la sensación de grata familiaridad que experimentaba a su lado. Desde el primer momento percibió en él un algo familiar y cuanto más lo oía hablar y mejor lo conocía, más viva era la sensación. A ambos les gustaba la mortadela, pero lo curioso era que también les gustaban Asterix y Bracio di Ferro, el café sin azúcar y Bambi y los dos confesaban haber llorado cuando se enteraron de la muerte de Moana Pozzi, y decían que nunca se habían sentido tan orgullosos de ser italianos como al ver la espontánea manifestación de sentimiento que provocó la muerte de una estrella del porno.
Durante aquella semana, habían pasado horas hablando, y a ella le dolía tener que sostener la mentira de que trabajaba en un banco, frente a la franqueza con que él le había contado la breve historia de su vida. Había estudiado Económicas en Milán, pero a la muerte de su padre, ocurrida dos años antes, había dejado los estudios y vuelto a casa. Como los dos sabían muy bien, una persona a la que aún faltaban dos exámenes para licenciarse en Económicas no tiene posibilidad de encontrar empleo. Elettra admiró su sinceridad cuando él le dijo que no había tenido más opción que la de hacerse pescador, y le encantó ver lo orgulloso y agradecido que estaba de que su tío le hubiera ofrecido trabajo.
Era trabajo duro la pesca, y por dos veces él se había quedado dormido a su lado, la primera, en la caleta de la playa y la otra, allí, en el bar. A ella no le importó, ya que así pudo contemplar a placer aquel pequeño surco que él tenía delante de la oreja y cómo se rejuvenecía su cara con la relajación del sueño. Elettra le decía que estaba muy flaco y él contestaba que era por el trabajo. A pesar de que tragaba como una fiera, según ella podía comprobar a cada comida, aquel hombre no tenía ni un gramo de grasa. Sus movimientos eran un juego de líneas armoniosas y flexibles formadas por músculos elásticos. Un día, ella se sintió tan conmovida por la belleza de su bronceado antebrazo que estuvo a punto de echarse a llorar.
A veces, Elettra se recordaba a sí misma que había ido a Pellestrina para escuchar lo que decía la gente de los asesinatos y no para dejarse atraer a la órbita de un joven, por guapo que fuera. Estaba allí con el propósito de recoger toda la información que pudiera ser útil a la policía, y no para liarse con un hombre que, aunque no fuera más que por su medio de vida, se encontraba entre aquellos sobre los que ella debía recoger información.
Todos esos pensamientos se desvanecían en cuanto el brazo de Carlo encontraba su punto de apoyo habitual en su hombro y ella sentía su mano izquierda cerrarse alrededor de su brazo. Ya se había acostumbrado a la forma en que aquella mano traducía sus emociones, cómo sus dedos le oprimían el brazo cuando él recalcaba lo que estuviera diciendo y cómo tamborileaban cuando se disponía a hacer una broma. Aunque Carlo no era el primer hombre que le oprimía el brazo, sí era el primero que con ese gesto la hacía vibrar. Una noche, en que había salido con él y con su tío en la barca, ella lo miraba mientras, con manos que relucían al claro de la luna llena, cubiertas de escamas, vísceras y sangre de pescado, él trasladaba la captura de las redes a la bodega refrigerada. Cuando levantó la cara y la sorprendió mirándolo, al momento se transformó en el monstruo de Frankenstein, extendió los brazos y, con dedos temblorosos y movimientos de autómata, se acercó a ella.
Elettra chilló. No hay otra palabra más delicada: chilló de exquisito horror y retrocedió hasta la borda. El monstruo fue hasta ella, le pasó un brazo por cada lado de la cabeza, procurando no rozarle el pelo con las manos, y la boca risueña de Carlo buscó la suya y no la dejó hasta que el tío gritó desde el timón:
– Que ella no es un pescado, Carlo. A trabajar.
Pero ahora, en la playa, no había que pensar en el trabajo. La mano de él le oprimió el brazo. Una gaviota chilló y alzó el vuelo cuando él la atrajo hacia sí, ni muy brusca ni muy delicadamente. El beso se prolongaba mientras sus cuerpos se acoplaban. Él se apartó, le soltó el brazo y le puso la mano en la nuca, oprimiéndole suavemente la cabeza contra su hombro. Su mano le recorrió la espalda de arriba abajo, una vez y otra, y se detuvo, abierta, en la cintura.
Elettra suspiró medio gimiendo, como la soprano que se prepara para atacar un aria importante. Él dejó resbalar las yemas del meñique y el anular, sólo las yemas, por debajo del cinturón. Ella apretó los labios contra la clavícula de él, abrió la boca y, bruscamente, mordió a través del grueso jersey.
Elettra se apartó, buscó a ciegas la mano de Carlo y, rápidamente, lo llevó por la playa hacia la caleta del rompeolas.
20
Brunetti, menos alterado por las pasiones, pero aún dolido por haberse oído llamar Silvia, pensaba en las mentiras que acababa de decir a la signorina Elettra. Él no necesitaba información alguna de la Guardia di Finanza y era cierto que Vianello ya estaba capacitado para sacar del ordenador una considerable cantidad de información. Por cierto que, a propósito de la Finanza, le parecía recordar haber leído u oído algo que, como de costumbre, no debía de ser muy halagüeño.
Se levantó, fue a la ventana y, en campo San Lorenzo, vio los refugios que alguien -quizá, los residentes del geriátrico cercano- había construido para los gatos que rondaban por allí. Se preguntó cuántas generaciones de gatos habrían pasado por el campo desde que él llegó a la questura, hacía más de una década.
El nombre le vino al pensamiento con la ligereza y la agilidad de aquellos felinos: Vittorio Spadini, el supuesto amante de Luisa Follini. La Finanza le había confiscado el barco, ¿cuándo?, ¿hacía dos años? Spadini vivía en Burano, y hoy hacía un hermoso día de primavera, un día perfecto para ir a almorzar a Burano. El comisario dijo al agente de servicio en la entrada que, si alguien preguntaba por él, dijera que había ido al dentista y volvería después del almuerzo.
Brunetti bajó del vaporetto en Mazzorbo y torció a la izquierda. Apetecía el paseo hasta el centro de Burano y un buen almuerzo en Da Romano, donde no comía desde hacía años. Caminaba a buen paso, disfrutando del ejercicio, del sol y del yodo que impregnaba el aire. Había perros que retozaban en la hierba nueva y ancianas que tomaban el sol, agradeciendo la renovada promesa de vida que brindaba la primavera. Un perrazo negro se levantó de junto a su amo, que leía tranquilamente Il Gazzettino y se acercó a Brunetti con un trote pesado. Él se inclinó y le ofreció el dorso de la mano, que el can lamió encantado y, cuando se cansó de su nuevo amigo, regresó y se desplomó al lado de su amo.
Antes ya de que el barco llegase a la parada de Burano, Brunetti había observado una gran animación. Había más gente de lo que podía considerarse normal para un día laborable de finales de primavera. Cuando llegó a los primeros tenderetes que vendían «auténtico encaje de Burano», importado de Indonesia en su mayor parte, sospechaba él, se encontró con una muralla de cuerpos vestidos de colores pastel que le cerraba el paso. Empezó a sortearlos, desconcertado por su aparente ignorancia de que había personas que querían llegar a un punto de destino en lugar de deambular sin rumbo, taponando las calles.
Dejó la piazza y se metió por Via Galuppi, camino de Da Romano. Estaba seguro de poder hacer una reserva para la una. Un cliente solo siempre es bienvenido en un restaurante. En el peor de los casos, tendría que esperar un cuarto de hora, pero en un día como ése sería una delicia sentarse en uno de los bares que bordeaban la calle, a tomar un prosecco y, quizá, leer el periódico.