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– ¿No estarían invitados a la cena de su aniversario? -preguntó Brunetti.

Vianello sonrió al recordar el favor que Brunetti le debía.

– No, señor. Se retiró hace tres años, pero aún debe de tener influencia.

– ¿Y quiere mucho a Nadia?

Vianello dijo, con sonrisa de tiburón.

– Como a una hija, comisario. -Alargó la mano hacia el teléfono-. A ver qué nos encuentra.

Por la brevedad del preámbulo, Brunetti dedujo que Vianello había comunicado directamente con el coronel. Luego le oyó explicar su petición. Cuando Vianello, tras una corta pausa, dijo únicamente: «En junio de hace dos años», Brunetti supuso que el coronel no se había preocupado de preguntar por qué quería aquella información el sargento. Y cuando le oyó decir: «De acuerdo. Te llamaré mañana por la mañana», el comisario volvió a su despacho.

22

A la mañana siguiente, Brunetti salió de casa antes de que Paola se despertara, rehuyendo así contestar preguntas acerca de la marcha de la investigación. Como la signorina Elettra no había contestado su llamada ni le había llamado el día antes a la questura, él tenía la esperanza de que le hubiera hecho caso y regresado de Pellestrina, y que ahora la encontraría sentada a su mesa, con uno de sus vestidos de primavera, contenta de estar de regreso y más que contenta de volver a verlo.

Pero ya es sabido que los deseos rara vez se traducen en realidades, y ella no se hallaba en su sitio. El ordenador estaba inactivo y la pantalla, apagada, y Brunetti apresuró el paso hacia su propio despacho, antes de que aquella imagen pudiera despertar en él algún presentimiento.

Al pasar por la oficina de los agentes, vio a Vianello en su mesa, con una pistola desmontada ante sí. Las piezas metálicas estaban diseminadas sobre una hoja de la Gazetta dello Sport, cuyo papel rosado era tan incongruente con la muda amenaza del arma como un bailarín de ballet con un puño americano.

– ¿Qué ha pasado?

El sargento levantó la mirada y sonrió.

– Es de Alvise, señor. La ha desmontado para limpiarla y luego no se acordaba de cómo se monta.

– ¿Dónde está él? -preguntó Brunetti mirando en derredor.

– Ha salido a tomar un café.

– ¿Y la ha dejado aquí?

– Sí, señor.

– ¿Y usted qué hace?

– He pensado en montarla por él y dejársela en la mesa.

Brunetti asintió.

– Sí, será lo mejor.

Desentendiéndose de la pistola, Vianello dijo:

– Me ha llamado el coronel.

– ¿Y?

– Dice que no puede hablar.

– ¿Y eso significa…?

– Probablemente, que no han querido decirle nada.

– ¿Por qué?

Vianello buscó la mejor forma de decirlo y finalmente dijo:

– Era coronel y estaba acostumbrado a que todos le obedecieran. Y, si no han querido decirle por qué se fue Targhetta, debe de molestarle reconocerlo, y dice que no está autorizado a revelar la información. -Hizo una pausa y agregó-: Es su manera de salvar la faz. Así parece que es decisión suya.

– ¿Está seguro?

– No, señor. Pero es la explicación más plausible. -Otra pausa-. Además, me debe varios favores. Estoy seguro de que, si pudiera, me lo diría.

Brunetti se quedó pensativo y entonces, al comprender que Vianello había tenido más tiempo que él para reflexionar, preguntó:

– ¿Usted qué opina?

– Debieron de pillar a Targhetta en algún trapicheo, pero no pudieron probarlo o no quisieron exponerse a las consecuencias de arrestarlo o expedientarlo. Así que lo dejaron marchar tranquilamente.

– ¿Y lo anotaron en el expediente?

– Aja -convino Vianello, volviendo su atención a la pistola. Rápidamente, con dedos expertos, fue montando las piezas. A los pocos segundos, la pistola había recobrado su aspecto frío y letal.

Apartando el arma a un lado, el sargento dijo:

– Me gustaría que estuviera aquí.

– ¿Quién?

– La signorina Elettra.

No sabía exactamente por qué, Brunetti agradeció que su sargento no se refiriera a ella con familiaridad.

– Sí; sería una gran ayuda -dijo. Se sentía atorado. De pronto, se daba cuenta de lo mucho que, durante los últimos años, había llegado a depender de ella-. ¿Hay alguien más?

– Desde que ha llamado el coronel, no pienso en otra cosa -dijo Vianello-. Sólo se me ocurre una persona que pueda ayudarnos.

– ¿Quién?

– No le va a gustar, comisario.

Brunetti comprendió que esto sólo podía significar una cosa, es decir, una persona.

– Ya sabe que preferiría no tener tratos con Galardi -dijo. Stefano Galardi dueño y presidente de una empresa de software, había ido a la escuela con Vianello, pero hacía ya mucho tiempo que, en su vertiginoso ascenso a las grandes alturas del cibercapital, había dejado atrás todos sus recuerdos de Castello, donde se había criado en una casa sin calefacción ni agua caliente. Galardi había escalado las cumbres de la sociedad y de las finanzas y tenía acceso, más aún, era recibido con honores en todas las mesas de la ciudad, salvo en la de Guido Brunetti donde, seis años antes, estando más que bebido, se había más que insinuado a Paola, hasta que un más que sobrio e indignado marido le dijo que se fuera.

Como Galardi estaba convencido de que, hacía más de veinte años, después de una fiesta del Redentore bastante movida, Vianello le había salvado de morir ahogado, antes de la llegada a la questura de la signorina Elettra, se prestaba a proporcionar ciertos datos informáticos. Una de las mayores alegrías que había deparado a Brunetti el talento de la signorina Elettra era la de haberle librado de la necesidad de pedir favores a Galardi.

Los dos callaron hasta que, al fin, Brunetti suspiró:

– De acuerdo. Llámelo. -Salió de la oficina, porque no quería estar presente cuando Vianello hiciera la llamada.

Su curiosidad quedó satisfecha dos horas después cuando Vianello entró en su despacho y, sin ser invitado, se sentó frente a su superior.

– Hasta ahora no ha conseguido entrar -dijo.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Lo que me figuraba. Lo pillaron manipulando ciertas pruebas de un caso y lo echaron.

– ¿Qué pruebas? ¿Y qué caso?

Vianello empezó por la primera pregunta.

– Lo único que ha podido darme es el significado del código. -Al observar el desconcierto de Brunetti, dijo-: ¿Recuerda la serie de números y letras que había al pie del informe?

– Sí.

– Ha encontrado la clave. -Vianello siguió hablando, sin obligar a Brunetti a preguntar-. Me ha dicho que lo usan en los casos en los que un funcionario de la Finanza pasa por alto pruebas, o las oculta o trata de influir en el resultado de una investigación.

– ¿Por qué procedimiento?

– Por el mismo que usamos nosotros -respondió un cínico Vianello-. Mirando para otro lado cuando el dueño de la tienda de comestibles no da la ricevuta fiscale. No recordando cómo ha empezado una pelea entre un agente de policía y un civil. Esas cosas.

Haciendo caso omiso del segundo ejemplo de Vianello, Brunetti preguntó:

– En este caso, ¿qué hizo él? Concretamente.

– Eso no ha podido descubrirlo. No está en el archivo. -Vianello dio tiempo a Brunetti para que digiriera el significado de esto y agregó-: Pero el caso era el de Spadini. El nombre no figura, pero el número de referencia de uno de los casos que llevaba Targhetta en aquel entonces coincide con el que se indica para Spadini.

Brunetti reflexionó. La vida le había enseñado a desconfiar de las coincidencias, como le había enseñado también a considerar coincidencia cualquier conjunción de hechos o personas aparentemente fortuita y, por consiguiente, desconfiar también de ella.