Выбрать главу

– Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día-dijo el hombre con voz tensa de encono o furor-. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro, no lo declara.

En las otras llamadas, Targhetta pedía más información acerca de la persona denunciada: dónde vivía, qué clase de empresa tenía. Pero esta vez preguntó:

– ¿Me da su nombre, por favor?

Algo que no había hecho nunca.

– Oiga, ¿ésta no es una línea anónima? -preguntó el hombre, receloso.

– En general, sí, señor, pero en un caso como éste… Ha dicho usted millones, ¿no? Preferimos saber quién hace la denuncia.

– Pues mi nombre no pienso dárselo -dijo el hombre ásperamente-. Pero tomen buena nota del nombre de ese sinvergüenza. No tienen más que ir a la lonja de pescado de Chioggia a la hora en que él descarga, verán lo que trae y verán quién lo compra.

– Lo siento, pero no podemos hacer eso, a menos que nos dé usted su nombre.

– ¿Y a usted qué le importa mi nombre, gilipollas? Es Spadini al que tienen que perseguir. -Con estas palabras, el hombre colgó bruscamente.

Hubo un corto silencio y Brunetti oyó decir a Targhetta:

– Guardia di Finanza.

Brunetti paró el magnetófono y miró la transcripción. Allí, pulcramente mecanografiadas en forma de diálogo de teatro, estaban todas las llamadas. Los nombres asignados a los personajes eran: finanziere Targhetta y Cittadino.

Brunetti pasó las hojas que quedaban y vio que había otras tres llamadas. Volvió a conectar el magnetófono y las escuchó todas, hasta el final de la transcripción y de la cinta.

El comisario volvió a leer la última hoja y le dio la vuelta, esperando encontrar la cara interior de la carpeta en blanco. Pero encontró varios impresos, sujetos con un clip. En cada uno había, en la parte superior, casillas para la fecha, hora, nombre del denunciado y, al pie, para la contraseña del funcionario que había recibido la llamada. Las contó: había seis. Leyó los nombres del carnicero, los dos vendedores de periódicos y los de los acusados en las tres últimas llamadas, pero no figuraba la nota correspondiente a la llamada relacionada con Spadini. Siete llamadas en la cinta y siete llamadas en la transcripción, pero sólo seis llamadas en los formularios, cada uno de ellos, con las iniciales «CT» estampadas al pie.

Brunetti pulsó «Rewind» y, parando y arrancando, buscó el principio de la llamada que no figuraba en los formularios. La escuchó hasta el final, prestando atención a la voz del comunicante. Su madre hubiera identificado el acento al momento; si era de la isla principal, probablemente, hasta hubiera podido decir de qué sestiere procedía aquel hombre. Lo más que podía suponer Brunetti era que correspondía a una de las islas, quizá a Pellestrina. Volvió a escuchar la conversación y percibió la sorpresa de Targhetta al oír el nombre de Spadini. No había podido disimularla, y entonces había empezado a disuadir al denunciante: no había otra palabra para describir el tono que revelaba la cinta. Cuanto más intentaba el hombre dar información más insistía Targhetta en pedirle su nombre, petición que no podía menos que desmotivar a cualquier testigo, especialmente, si tenía que habérselas con la Guardia di Finanza.

Brunetti reconoció el acierto de la Guardia di Finanza en grabar las llamadas. Así se vigilaba a los vigilantes. Targhetta, ignorante de que se estaba grabando la llamada, pensaría que, si omitía llenar el formulario, no habría constancia de la denuncia. Si se habían cotejado los formularios con la lista de llamadas, suponiendo que éste fuera el procedimiento de control, habría dicho que se había extraviado el impreso. Evidentemente, no le habían creído, ¿o cómo explicar si no su brusca separación del servicio, después de diez años?

Pero, alguien que había trabajado una década para la Finanza, ¿podía ser tan estúpido como para no darse cuenta de que se grababan las llamadas? Brunetti sabía por experiencia que el hecho de que se graben las llamadas no supone necesariamente que se escuchen. Quizá Targhetta, confiando en la desidia burocrática, esperaba que su omisión pasara inadvertida. O quizá, a juzgar por el sonido de su voz, estaba tan sorprendido que respondió instintivamente y trató de silenciar al denunciante sin pensar en las consecuencias.

Sólo quedaba una pieza del puzzle por colocar o, pensó Brunetti sacando la hoja de papel en la que había trazado líneas entre los nombres de las personas involucradas, sólo una línea por dibujar: la que enlazaba a Targhetta con Spadini. Y era fáciclass="underline" hacía mucho tiempo que la geometría le había enseñado que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Pero eso no le permitía ver la relación; para eso tendría que derribar el muro de silencio de los pellestrinotti.

23

Cuando decidió que necesitaba hablar con Targhetta, Brunetti estuvo algún tiempo debatiendo consigo mismo si llamaba o no a Paola para decirle que iba a Pellestrina. No deseaba que ella cuestionara sus motivos, ni él mismo se sentía muy inclinado a analizarlos. Así pues, valía más pedir a Bonsuan que lo llevara y dejarse de disquisiciones.

Prefería no llevar a Vianello, y tampoco se molestó en averiguar por qué. Rebobinó la cinta, la guardó en el bolsillo y pasó por la oficina de los agentes a pedir una grabadora a pilas, por si acaso encontraba en Pellestrina a alguien que estuviera dispuesto a escuchar y, quizá, identificar la voz del hombre que había hecho la llamada.

El día había refrescado y al norte se veían unas nubes oscuras que hacían esperar que por fin llegara la lluvia. Durante la travesía, Brunetti permaneció abajo, en la cabina de pasaje, leyendo el periódico de la víspera y una revista náutica que uno de los pilotos había olvidado. Cuando llegaron a Pellestrina, había descubierto muchas cosas sobre motores de 55 caballos, pero ninguna más sobre Carlo Targhetta ni Vittorio Spadini.

Cuando se acercaban al puerto, subió a reunirse con Bonsuan en el puente.

El piloto, miró a la ciudad, a su espalda, y dijo:

– Esto no me gusta nada.

– ¿El qué? ¿Venir aquí? -preguntó Brunetti.

– No. Cómo pinta el tiempo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti, impacientándose con los marineros y sus intuiciones.

– Este aire. Y el viento. Me huele a bora.

El periódico anunciaba bonanza y aumento de las temperaturas. Así lo dijo Brunetti, pero Bonsuan resopló con desdén.

– Se palpa -insistió-. Tendremos bora. No deberíamos estar aquí.

El comisario miró hacia adelante y vio danzar el reflejo del sol en un agua tranquila. Cuando la lancha se aproximaba al muelle, salió a cubierta. El aire estaba inmóvil y, al apagar Bonsuan el motor, ningún ruido turbaba el silencio del día.

Brunetti saltó a tierra y amarró la lancha, sintiéndose muy orgulloso de ser capaz de hacer esa operación. Dejando a Bonsuan que se buscara a otros marineros para hablar del tiempo, se dirigió hacia el pueblo y el restaurante en el que había empezado la investigación.

Cuando él entró, se hizo una pausa en las conversaciones, que se reanudaron con brusca arrancada, al tratar de llenar todos a la vez el silencio creado por la llegada de un comisario de policía. Brunetti fue al mostrador y pidió un vaso de vino blanco. Mientras esperaba, miró en derredor, sin sonreír pero sin dar la impresión de que su presencia tenía un motivo concreto.

Cuando el camarero le sirvió el vino, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y levantó una mano para retener al hombre.

– ¿Conoce a Carlo Targhetta? -preguntó, decidido a no perder más tiempo en vanos intentos de sorprender a los pellestrinotti.

El camarero ladeó el mentón, en señal de que sopesaba la pregunta, y respondió: