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– No, señor, en absoluto.

Antes de que Brunetti pudiera volverse hacia el anciano que estaba a su lado en la barra, el camarero preguntó con voz lo bastante alta como para hacerse oír por todos los presentes:

– ¿Alguno de ustedes conoce a un tal Carlo Targhetta?

La clientela respondió a coro:

– No, en absoluto.

Se reanudaron las conversaciones con aparente normalidad, aunque Brunetti observó rápidos intercambios de sonrisas cómplices.

Brunetti concentró la atención en el vino y alargó la mano hacia Il Gazzettino del día que estaba doblado en la barra. Lo abrió por la primera página y leyó los titulares. Notaba cómo, poco a poco, se apartaba de él la atención de la concurrencia, especialmente, con la entrada de un hombre de cara grande y colorada que anunció que había empezado a llover.

Brunetti abrió el periódico encima del mostrador. Con la mano izquierda, sacó la grabadora del bolsillo y la deslizó debajo del papel. Había rebobinado la cinta hasta el punto en el que el denunciante levantaba la voz para acusar directamente a Spadini. Levantó una punta del diario para mirar la grabadora, subió el volumen al máximo, puso el índice en la tecla «Play» y bajó otra vez el periódico. Sin mover el dedo de la tecla, levantó el vaso y bebió un sorbo, aparentemente abstraído en la lectura.

Salieron tres hombres a ver cómo llovía, y los del bar callaron, esperando su regreso y sus impresiones.

Brunetti oprimió «Play».

– Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro. No lo declara.

Al viejo que estaba a su lado le resbaló de la mano el vaso de vino, y se estrelló en el suelo.

– Maria Santissima! -exclamó-. Es Bottin. No está muerto.

Su voz ahogó parte de la conversación grabada, pero todo el bar oyó decir a Targhetta:

– … tenemos por norma comprobar la identidad del denunciante.

– O Dio -dijo el viejo buscando el apoyo del mostrador con una mano temblorosa-. Es Carlo.

Brunetti deslizó la mano bajo el periódico y oprimió «Stop». El fuerte chasquido hirió el silencio sin alterarlo. El viejo seguía moviendo los labios, pero su invocación, o su protesta, era muda.

Se abrió la puerta y entraron los tres hombres, con los hombros oscurecidos y el pelo mojado. Alegremente, como niños a los que se deja salir de clase antes de tiempo, gritaron:

– ¡Ya llueve! ¡Ya llueve!

Al notar el ambiente enrarecido, se quedaron en suspenso.

– ¿Qué pasa? -preguntó uno a nadie en particular.

Brunetti, con voz perfectamente normal, dijo:

– Me han contado lo de Bottin y Spadini.

El hombre recorrió el bar con la mirada, buscando confirmación, y la encontró en las miradas huidas y las bocas cerradas. Agitó los brazos sacudiéndose unas gotas de agua, se acercó al bar y dijo:

– Una grappa, Piero.

El camarero se la sirvió sin decir nada.

Poco a poco, volvieron a oírse voces, pero en tono contenido. Brunetti llamó al camarero y señaló al anciano de su lado. El camarero sirvió otro vaso de vino al hombre, que lo bebió como si fuese agua y lo dejó en el mostrador con brusquedad. Brunetti asintió y el camarero volvió a llenar el vaso. Volviéndose hacia el viejo, Brunetti preguntó:

– ¿Targhetta?

– Sobrino -dijo el viejo, vaciando el segundo vaso.

– ¿De Spadini?

El hombre miró a Brunetti y presentó el vaso al camarero, que volvió a llenarlo. En lugar de beber, el viejo lo dejó en el mostrador y se quedó mirándolo fijamente. Tenía los ojos húmedos del bebedor habitual, que se levanta con vino y se acuesta con vino.

– ¿Dónde está ahora Targhetta? -preguntó Brunetti, doblando el periódico, como si esto fuera lo que menos le interesaba.

– Pescando, seguramente, con su tío. Los he visto en el muelle hará una media hora. -El hombre frunció los labios en la mueca de reprobación del pescador, y Brunetti esperaba que, al igual que Bonsuan, ahora hablara de la bora, y de que no le gustaba ese aire, pero el viejo dijo-: Seguramente, se han llevado otra vez a la mujer. Trae mala suerte una mujer a bordo.

La mano de Brunetti oprimió el periódico.

– ¿Qué mujer? -se obligó a preguntar con indiferencia.

– Esa que se ha estado tirando. La veneciana.

– Ah -dijo Brunetti, haciendo que su mano soltara el periódico y asiera el vaso de vino. Tomó un sorbo y asintió con gesto de comprensión mirando, primero, al viejo y, después, al camarero. Volvió a mirar el periódico, como si la veneciana y lo que Carlo pudiera hacer con ella le fuera totalmente indiferente y sólo le interesaran los resultados del fútbol de la víspera.

Hubo en las ventanas un estallido de luz, seguido al momento de un trueno tan potente que hizo tintinear las botellas del bar. Se abrió la puerta y entró otro hombre, chorreando. Cuando se paró en el vano de la puerta, todos los sonidos del interior del bar quedaron ahogados por el fragor de la lluvia y el gorgoteo de los desagües. Hubo otro fogonazo y los que estaban en el bar se prepararon para la explosión que había de seguir. Cuando llegó, se prolongó durante largos segundos y, cuando empezaba a apagarse, fue sustituida por el bramido de la bora que venía arrasando por el norte. Hasta en el interior del bar se notó la brusca caída de la temperatura.

– ¿Dónde pueden estar? -preguntó Brunetti al viejo.

El hombre bebió el vino y miró a Brunetti interrogativamente. El comisario asintió al camarero, que volvió a llenar el vaso. Antes de tocarlo, el viejo dijo:

– No hace mucho que han salido. Estarán tratando de escapar de eso. -Señalaba con la barbilla la puerta y, más allá, los relámpagos, el viento y la lluvia que habían convertido el día en un caos.

– ¿Cómo? -preguntó Brunetti, tratando de disimular el temor creciente y procurando imprimir en su voz un tono de simple curiosidad por las veleidades de la laguna y los hábitos de los hombres que pescaban en sus aguas.

El viejo se volvió hacia el hombre que tenía a su derecha, el primero que había entrado desde que había empezado a llover.

– Marco, ¿adónde te parece que puede haber ido Vittorio?

Brunetti advirtió la tensión del silencio con que todos los pescadores esperaban a ver quién sería el primero en seguir al viejo en saltarse la regla hablando a un policía.

El interpelado se quedó mirando el vaso, y un instinto hizo que Brunetti reprimiera el ademán con que iba a pedir al camarero que se lo llenara. Se quedó quieto, aguardando la respuesta.

El llamado Marco miró al viejo. Al fin y al cabo, él era el que había preguntado. Si el policía oía la respuesta, no sería por culpa suya.

– Yo diría que tratará de llegar a Chioggia.

Un hombre que estaba en una mesa del fondo dijo, con voz serena:

– No podrá. Con la bora y con la marea que viene detrás, no podrá llegar. Si se acercara a Porto di Chioggia, sería arrastrado al mar. -Nadie hizo objeciones ni comentarios; no se oía más que el viento y la lluvia, que ahora eran un solo ruido atronador.

Desde otra mesa, dijo una voz:

– Vittorio es un cabrón, pero sabe manejárselas.

Otro, levantándose a medias, señaló la puerta:

– Nadie sabe manejárselas con eso. -A su tono airado replicó inmediatamente otra descarga, que cayó más cerca, seguida de una catarata de trueno.

Cuando el estrépito disminuyó y quedó reducido al solo redoble de la lluvia, un hombre que estaba cerca de la puerta dijo: