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Mientras permanecía allí echado, el pánico que sentía fue disminuyendo hasta desaparecer. El aullido del viento no era menos fiero, ni el azote de la lluvia menos duro, pero la firmeza del suelo que sentía bajo el cuerpo, la solidez de la playa, el tacto de la arena, de la madre tierra, le infundían una sensación de amparo y sosiego. Empezó a coordinar ideas, y pensó que habría que llevar a la tintorería aquella chaqueta, que quizá ya no tuviera arreglo, y lo sentía, porque era la mejor que tenía. Se la había comprado hacía un año, cuando lo enviaron a Milán para declarar por fin en el juicio de un asesinato cometido hacía doce años. Se le ocurrió que ésos eran unos pensamientos extraños en sus circunstancias, y entonces se puso a reflexionar sobre el sano criterio que le hacía encontrar extraños tales pensamientos. Qué orgullosa estaría Paola, que siempre lo tildaba de simplista, cuando le contara cuan intrincadas habían sido sus reflexiones en aquella playa situada en algún lugar al sur de Pellestrina. También ella lamentaría lo de la chaqueta, seguro; solía decir que era la que mejor le sentaba.

Tendido boca abajo en la arena, Brunetti pensaba en su mujer y, al cabo de un tiempo, ese pensamiento lo animó a flexionar una rodilla, después la otra y, finalmente, a ponerse de pie. Miraba en derredor y no veía nada, ni sus oídos captaban más que el fragor del viento y la lluvia. Miró en la dirección de la que tenía que haber venido, buscando alguna señal de la lancha o del faro que aún estaba encendido cuando él saltó al agua, pero todo era oscuridad. Alzó la cabeza y vociferó en la tempestad:

– ¡Bonsuan! ¡Bonsuan! -Únicamente el viento respondió, y él gritó entonces-: ¡Danilo! ¡Danilo! -sin mejor resultado. Dio unos pasos, con los brazos extendidos, como un ciego, llamando al piloto. Al cabo de unos momentos, su mano izquierda tropezó con algo, una superficie plana que se levantaba ante él. Debía de ser la pared del viejo fuerte de Ca'Roman, que él sólo conocía como una marca y un nombre en un mapa.

Se acercó hasta tocar la pared con el pecho y extendió los brazos para explorar a uno y otro lado. Lentamente, fue hacia la izquierda, pegado a la pared, andando de lado para poder tantear con las dos manos.

Oyó ruido a su espalda y se detuvo, sorprendido, no tanto por el ruido como por haber podido oírlo. Trató de vaciar la mente y tendió el oído a la tormenta; al cabo de un rato, advirtió que el ruido disminuía. Entonces oyó claramente lo que debía de ser una ola que rompía, agua que retumbaba en arena dura. Mientras escuchaba, le pareció que el vendaval amainaba; pero, a medida que disminuía la intensidad del viento, él sentía más el frío, aunque quizá se debía a que estaba saliendo del entumecimiento del trauma. Se desató el chaleco salvavidas y lo dejó caer al suelo.

Dio unos pasos más, con las manos extendidas y los dedos sensibles como antenas de caracol. De pronto, su mano izquierda dejó de sentir la pared y, al moverse en el vacío, descubrió las duras aristas de un arco o un pasadizo. Él las palpó, sin verlas todavía, mientras por el centro adelantaba un pie cauteloso, buscando una escalera que subiera o que bajara.

El pie descendió un peldaño bajo. Apoyando las manos a uno y otro lado de lo que parecía un estrecho pasadizo, Brunetti bajó uno, dos, tres escalones, y el pie que exploraba con tiento, encontró entonces una superficie mayor.

Al amparo del viento, se despertaron sus otros sentidos, y lo asfixió el hedor a orina, a moho y no sabía a qué más. Sin viento, hubiera tenido que sentir menos frío, y le ocurría todo lo contrario, como si el silencio hiciera crecer el frío y la humedad.

Se paró a escuchar, atento, por un lado, adonde podía conducir aquel vacío que se abría ante él y, por otro, a los sonidos de la tormenta que se alejaba. Fue hacia la derecha hasta tocar la pared, se volvió y apoyó en ella la espalda, reconfortado por aquella estabilidad. Así estuvo mucho rato, hasta que, mirando en la dirección en la que imaginaba la puerta, vio un resplandor. Se dirigió hacia él y, al llegar a la zona iluminada, se acercó el reloj a la cara y descubrió con asombro que era poco más de media tarde. Fue hacia los escalones, atraído por la luz y por el silencio del exterior.

Emergió a una tarde radiante: por el oeste, el sol se dejaba caer lánguidamente hacia el horizonte, por detrás de las nubes dispersas que la tormenta había olvidado barrer y cuyo reflejo moteaba las tranquilas aguas de la laguna. Brunetti miró al este y, no lejos de la costa, vio la tormenta que se alejaba con sus rayos y truenos hacia lo que quedaba de Yugoslavia, como si tuviera prisa por descubrir qué estropicios podía causar allí.

Brunetti empezó a tiritar cuando, de repente, su cuerpo acusó el hambre, la tensión y el descenso de la temperatura. Cruzó los brazos sobre el pecho y se puso a caminar. Otra vez llamó a Bonsuan y otra vez se quedó sin respuesta. El lugar en el que se encontraba estaba rodeado de agua por tres lados. El cuarto era una estrecha lengua de playa que discurría hacia el norte. De lo que recordaba del mapa que había estudiado últimamente, dedujo que ése debía de ser el santuario de Ca'Roman, si bien brillaban por su ausencia las especies que se suponía debía proteger, que se habrían escondido o huido de la tormenta.

Al mirar atrás, vio las ruinas del fuerte y volvió sobre sus pasos, para comprobar si había más puertas por las que el piloto hubiera podido entrar a refugiarse. A la izquierda de la puerta que había utilizado él, descubrió otra, de la que arrancaba una escalera ascendente. Subió un tramo, esperando mitigar el frío con el movimiento, pero ni entró en calor ni encontró a Bonsuan. Volvió a salir y, más a la izquierda, vio otra puerta que, como la primera, daba acceso a una escalera que bajaba.

Desde el umbral, llamó al piloto. Un sonido, quizá una voz, le contestó, y Brunetti bajó la escalera. Bonsuan estaba abajo, sentado en el suelo, con la cabeza levantada y apoyada en la pared. El sol que entraba por la escalera iluminaba su cuerpo acurrucado. Al llegar junto al piloto, Brunetti vio que estaba muy pálido, pero al mismo tiempo pudo observar que el corte que tenía en la frente ya no sangraba. También Bonsuan se había quitado el chaleco salvavidas.

– Venga, Bonsuan -dijo Brunetti, esforzándose por adoptar un tono optimista y enérgico-. Salgamos de aquí y volvamos a Pellestrina.

Bonsuan mostró su conformidad con una sonrisa y empezó a levantarse. Brunetti lo ayudó. Una vez estuvo de pie, parecía bastante firme.

– ¿Cómo está? -preguntó el comisario.

– Tengo un buen dolor de cabeza -dijo el piloto sonriendo-. Pero menos mal que tengo cabeza. -Se desasió del brazo de Brunetti y empezó a subir la escalera. Al llegar arriba, se volvió y dijo-: Menuda tormenta. La peor desde 1927.

Como en la escalera se proyectaba la sombra de Bonsuan, tapando la luz, Brunetti bajó la mirada al primer escalón, para ver dónde ponía el pie. Al levantar la cabeza, vio que a Bonsuan le había crecido una rama. Antes ya de comprender que eso era imposible, volvió a asaltarle el pánico que había sentido durante la tormenta. A las personas no les crecen ramas: del pecho, de un hombre no salen trozos de madera. A menos que se los claven por la espalda.

Su cerebro estaba todavía procesando esa información cuando su cuerpo empezó a actuar por su cuenta, sustrayéndose a la reflexión, el razonamiento causa-efecto y la capacidad de sacar conclusiones, en suma, todo aquello que, según se dice, define al ser humano, y se lanzó por la escalera arriba, con un rugido de agresividad animal. Bonsuan giró sobre sí mismo pausadamente, con elegancia, como el novio que va a besar a la novia, y cayó por la escalera. Su cuerpo pasó rodando por el lado de Brunetti, que no pudo detener la caída del corpulento piloto. La madera que le asomaba del pecho, una astilla gruesa y puntiaguda de lo que podía ser un remo o una rama, rozó las piernas de Brunetti arañándole los muslos a través de la lana del pantalón.