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– ¿Accidente? -preguntó con voz neutra.

Brunetti se encogió de hombros.

– Así lo consideraremos mientras no haya razón para pensar que ha sido otra cosa -respondió.

La mujer asintió sin decir nada.

– ¿Usted los conocía, signora?

– ¿A Bottin y a Marco? -preguntó ella innecesariamente.

– Sí.

– Venían por aquí -dijo, como si ya fuera bastante.

– ¿Quiere decir que eran clientes? -preguntó el comisario, a pesar de que en un pueblo tan pequeño como Pellestrina todo el mundo tenía que ser cliente suyo.

– Sí.

– ¿Y aparte de eso? ¿Eran amigos?

Ella pensó un momento.

– Quizá podríamos decir que Marco era un amigo. -Acentuó la palabra «amigo» como para sugerir la interesante posibilidad de que habían sido algo más, y agregó-: Pero su padre, no, desde luego.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Brunetti.

Esta vez fue ella la que se encogió de hombros.

– No simpatizábamos.

– ¿Por algún motivo en particular?

– Por todos los motivos en general -dijo ella, sonriendo por la prontitud de la respuesta. La sonrisa, que descubría una dentadura perfecta y sólo marcaba un plieguecito a cada lado de la boca, permitió a Brunetti hacerse una idea de lo que hubiera podido ser aquella mujer, de no haber decidido dedicar sus años de madurez a recuperar sus años de juventud.

– ¿Puede decirme alguno?

– Nuestros padres se pelearon siendo jóvenes, hará unos cincuenta años -dijo la mujer, en un tono tan inexpresivo que Brunetti no supo si hablaba en serio o si bromeaba acerca de lo que es la vida en los pueblos pequeños.

– Dudo que eso pudiera afectarles mucho, a usted o a Giulio -dijo Brunetti, y agregó-: Usted ni habría nacido.

Hablaba con la sinceridad pasada de vueltas de la adulación. Esta vez, la sonrisa de la mujer formó las arrugas a pares, pero muy pequeñas. El año anterior, Paola había dado un curso sobre el soneto, y Brunetti recordaba uno en concreto -inglés, seguramente- que hablaba de la negación de la edad, una forma de engaño que a Brunetti siempre le había parecido patética.

– Pero ¿no tenía que tratar al viejo Bottin? -preguntó Brunetti-. Al fin y al cabo, éste es un pueblo pequeño. Aquí la gente debe verse todos los días.

Ella se puso el dorso de la mano en la frente, con ademán de cine mudo, al contestar:

– No me hable, por favor. Sé muy bien lo que es la gente de los pueblos pequeños. A la más mínima, se dedican a inventar cosas sobre unos y otros. -Su estudiada declamación de ese lamento despertó la curiosidad de Brunetti acerca del paradero, o la existencia real, del signor Follini. Ella miró fugazmente a Vianello y abrió la boca para proseguir.

– ¿Y el signor Bottin? -atajó Brunetti-. ¿También sobre él se inventaban mentiras?

Ella no pareció ofenderse por la interrupción.

– Bastaba con la verdad -dijo con aspereza.

– ¿La verdad de qué?

Brunetti, que había visto en la cara de la mujer que estaba dispuesta a hablar, detectó en aquel momento el retorno de la discreción que impone la vida en un pueblo pequeño.

– Oh, pues de las cosas de siempre -dijo agitando la mano con desenfado, y Brunetti comprendió que cualquier intento por sacarle algo más sería en vano. No obstante, preguntó:

– ¿Qué cosas?

Ella no contestó enseguida. Era evidente que estaba buscando ejemplos lo más inocuos posible.

– Pues que era brusco con su mujer y muy duro con su hijo.

– Me parece que lo mismo podríamos decir de la mayoría de los hombres.

– Seguro que de usted no podría decirse eso, comisario -dijo ella inclinándose sobre el mostrador en actitud sugestiva.

Vianello eligió ese momento para interrumpir.

– Ha dicho el piloto que hay que regresar, señor -dijo suavemente, pero en un tono lo bastante alto como para que ella lo oyera.

– Sí, sargento, desde luego -respondió Brunetti con su voz más oficial. Volviéndose hacia la signora Follini con una rápida sonrisa, dijo-: Eso es todo por el momento, signora. Si hubiera más preguntas, enviaríamos a alguien.

– ¿No vendría usted? -preguntó ella con aparente decepción.

– Quizá. Si fuera necesario.

Brunetti dio las gracias a la mujer por el tiempo que les había dedicado y, precedido por Vianello, salió de la tienda. El sargento giró primero a la izquierda y después a la derecha, familiarizado ya con las cuatro calles que componían el centro de Pellestrina.

– Salvado in extremis, sargento -dijo Brunetti riendo.

– Me ha parecido que había que usar la astucia para escapar, comisario.

– ¿Y si no hubiera dado resultado?

– Tengo la pistola -dijo Vianello dando una palmada en la funda.

Frente a ellos se alzaba el muro del rompeolas. Impulsivamente, Brunetti cruzó la estrecha carretera que conducía hasta el extremo de la península y empezó a subir la escalera que ascendía por el costado del muro. Al llegar arriba, se hizo a un lado dejando sitio a Vianello en el estrecho pasillo de cemento.

A sus pies se ondulaban ligeramente las aguas del Adriático, salpicadas a media distancia de petroleros y otros barcos de carga. Más allá estaba la herida abierta de la antigua Yugoslavia.

– ¿No le parece extraño, comisario, que un lifting parezca absurdo en mujeres como ella y no lo parezca en las que son ricas o famosas?

Brunetti pensó en dos amigas de su mujer, que solían hacer esporádicas escapadas a Roma, de donde volvían transformadas. Como eran ricas, el trabajo estaba mejor hecho que el practicado en la cara de la signora Follini, la intervención era menos evidente y el resultado, más satisfactorio. Pero, a sus ojos, el afán que las movía era el mismo y no menos patético.

Brunetti hizo un ruido ambiguo con la garganta y preguntó:

– ¿Qué le ha contado la gente? ¿Le han dicho algo de ella?

– No, señor. Ya sabe lo que ocurre en los sitios como éste: nadie está dispuesto a decirte algo que puedas repetir a la persona en cuestión.

– El concepto que tiene la gente de la discreción policial -dijo Brunetti meneando la cabeza tristemente.

– Pero es comprensible, comisario. Si hay juicio, tenemos que decir cómo hemos conseguido tal o cual nombre y por qué hemos empezado a investigar a tal o cual persona. El juicio sigue su curso y acaba como acaba. Pero ellos tienen que seguir viviendo aquí, entre la gente que verá en ellos a unos informadores.

Brunetti sabía que con Vianello podía ahorrarse su sermón sobre la conciencia cívica y el deber del ciudadano a ayudar a las autoridades en su lucha contra el crimen. La circunstancia de que eso fuera un asesinato, un doble asesinato, no supondría ni la menor diferencia para quienes vivían allí: el primer deber cívico era vivir tranquilos y no dejarse hostigar por el Estado. Más le valía a uno confiar en la familia y los vecinos. Al otro lado de este círculo de seguridad acechaban los peligros de la burocracia y el funcionariado con las inevitables complicaciones para quienes se involucraban con una y otro. Dejando a Vianello a sus reflexiones, Brunetti estuvo un rato contemplando el mar. Los barcos habían avanzado en la ruta hacia su punto de destino. Dichosos ellos, pensó el comisario.

6

Brunetti comprendió que, mal que le pesara, Vianello estaba en lo cierto, que de nada serviría quedarse más tiempo en Pellestrina, y propuso regresar a Venecia, propuesta que Vianello recibió sin sorpresa. Bajaron la escalera del rompeolas, cruzaron la carretera, atravesaron el estrecho pueblo y salieron a la costa orientada a Venecia, donde los esperaba la lancha de la policía. Durante la travesía de la laguna, Vianello dio al comisario los nombres de las personas interrogadas e hizo un breve resumen de las banalidades que le habían contado. Había averiguado que Bottin tenía un hermano en Murano que trabajaba en una cristalería. Por lo demás, sus únicos allegados eran los parientes de su difunta esposa, que también vivían en aquella isla, aunque nadie parecía saber a qué se dedicaban.