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– ¡Ven aquí! Te he echado de menos. ¿Por qué has estado tanto tiempo alejado de mí? Él obedeció sin pensárselo. Atravesó la habitación y la tomó de la mano.

– Me dijiste que no regresara hasta que no madurara. No he tardado tres semanas, pero sí pensé que quería arreglar la casa antes de hacerte la gran propuesta, por si me decías que no.

– Tonto -dijo ella, mientras él la abrazaba.

– Lo soy -respondió él-. Pero debo haber hecho algo bueno. Mira lo que tengo -la besó lentamente, como un hombre que tuviera todo el tiempo del mundo. Después, se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja. La abrió. Dentro había un anillo con un diamante increíble.

– Nash, tú no… no…

– Lo sé, cariño. Pero hay un momento para las margaritas y otro para los diamantes. ¿Te quieres casar conmigo, Stacey? Su respuesta no dejó género de duda.

Los melocotones estaban totalmente maduros y Nash levantó a Clover para que agarrara uno. Luego subió a Primrose. Finalmente, fue el turno del pequeño niño de piel tostada y el pelo rubio. Lo habían llamado Archer, como su padre, pero las niñas se empeñaban en llamarlo Froggy.

Violet estaba en la cuna. Era demasiado pequeña para comer melocotones.

Stacey le acarició la mejilla. Bebés y melocotones, todo era maravilloso.

Nash la miró, dichoso de verla feliz.

– ¿Vas a comerte un melocotón, Nash?

– No, cariño. Mamá y yo nos comeremos los nuestros más tarde.

Por encima de las cabezas de los niños, intercambiaron una mirada que llevaba escrita una promesa de amor que, año tras año, crecía como las margaritas, y que, como los diamantes, era para siempre.

Liz Fielding

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