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Al paso que iba, tardaría algún tiempo en conseguir que la casa tuviera un aspecto aceptable y dos estudiantes le ayudarían a pagar sus facturas. Y si fueran un par de muchachos o de chicas que supieran la diferencia entre el mango del destornillador y lo que destornilla, mejor que mejor. Estaría muy contenta de darles, a cambio, comida casera. Dos estudiantes podrían traerle los mismos beneficios que un hombre habilidoso, sin las desventajas del tipo de marido que una mujer de casi treinta años, con dos niñas, solía atraer.

Nash se encontró a sí mismo sonriendo, mientras limpiaba los restos de cristales rotos, al recordar el modo en que Stacey se había ruborizado cuando la había sorprendido con las fresas en la mano. Habría jurado que las mujeres modernas ya no se ruborizaban.

Debería haberse sentido culpable por haber avergonzado de aquel modo a una joven viuda con dos hijas.

Se sintió mal, pero aquel rubor había merecido la pena.

Luego, su sonrisa se esfumó, mientras lo miraba.

Naves industriales.

Iban a ser naves bajas. En papel no había sonado tan mal. No le había parecido tan duro lo de apartarse de sus raíces. No sentía un apego especial hacia el pasado. Su infancia no había sido de esas que uno echa de menos.

Pero estando ahí, rodeado de un montón de hermosos recuerdos, le resultaba mucho más complicado sentir despego por todo aquello.

– No es que vayas siendo cada vez más joven, precisamente, y los niños son un lujo caro.

– Graba un disco. Te evitará un daño en las cuerdas vocales -dijo Stacey sin rencor alguno. Sabía que su hermana lo decía con buena intención.

– Lo haría si supiera que lo ibas a escuchar. Necesitas un marido y las niñas necesitan un padre.

– Yo no necesito un marido. Solo necesito un manitas. Y las niñas tienen un padre. Nadie puede sustituir a Mike.

– No -Dee, que se disponía a hacer algún comentario al respecto, de pronto dudó-. Pero Mike ya no está, Stacey -dijo con un tacto del que solía carecer, lo que le hizo sospechar a Stacey que iba detrás de algo-. Tienes que encontrarles a alguien que represente la figura paterna -dijo ella rápidamente-. Alguien que les aporte ciertas cosas -Stacey empezó a limpiar la mesa, tratando de no oír lo que venía inmediatamente después-. Lawrence Fordham, por ejemplo.

Así que aquella era una de aquellas charlas en las que va implícito un «haz lo que debes hacer».

– ¿Lawrence? -repitió ella-. ¿Quieres que me case con tu jefe?

– ¿Por qué no? Es un hombre estupendo. Estable, de confianza, maduro -adjetivos que no habrían podido aplicarse a Mike. Pero a los dieciocho años aquello había sido algo que no importaba. Además, ella tampoco los tenía-. Es un poco tímido, eso es todo.

– Solo un poco -afirmó ella. La habían sentado recientemente al lado de él en una comida en casa de su hermana. Así que de aquello se trataba. Ella no estaba dispuesta a hacer ningún esfuerzo, de modo que su hermana lo iba a hacer por ella. Debería haberle resultado divertido. Pero una vez que a su hermana se le metía una idea en la cabeza, era muy difícil quitársela-. Hay que sacarle las palabras con cuenta gotas.

– No es justo que digas eso. Una vez que se le conoce…

– Es un hombre encantador -si a uno le divertía hablar de la producción de quesos y yogures-. Pero no era mi intención llegar a nada más íntimo.

– De acuerdo, no es precisamente excitante, pero seamos realistas, ¿cuántos hombres que se mueran por ti están haciendo cola a tu puerta, suspirando por una cita?

– ¿Está suspirando? -Preguntó Stacey con cierta maldad-. ¿Lawrence?

– ¡Claro que no! -Dijo Dee-. ¡Sabes a lo que me refiero!

Claro que lo sabía. Ella ya había tenido al hombre de sus sueños y solo tocaba uno así por vida, nada más. Seguramente, era justo. Sabía que tenía que empezar a ser razonable. Pero la perspectiva vital de salir con hombres como Lawrence el resto de su vida, o, aún peor, acabar compartiendo su vida con alguien así, le resultaba realmente deprimente.

– Es una persona sólida, Stacey. Jamás te dejaría en una mala situación.

Lo que significaba que si fuera lo suficientemente desconsiderado como para morirse, no la dejaría con una casa que se tragaba el dinero y dos niñas a las que criar ella sola, sin muchas posibilidades económicas.

– No podría decepcionarme, Dee, porque solo somos «conocidos», nada más -añadió ella, para dejar clara su postura.

– Pero eso está a punto de cambiar -dijo Dee, sin considerar cuál era la posición de su hermana en todo aquello-. Le he dicho que serías su pareja en la cena de empresa del próximo sábado.

– ¡Que has hecho qué! -Stacey no esperó a que su hermana repitiera lo que había dicho-. ¡Tienes que estar de broma!

– Por qué? Es muy presentable. Tiene todavía todo el pelo, tiene dientes y no tiene malos hábitos -Stacey se preguntó si su hermana estaría preparada para garantizarle eso por escrito, pero no quería prolongar la conversación-. Sería, exactamente, el marido que necesitas.

– ¿Marido? Pensé que estábamos hablando de una cita.

– De eso estamos hablando. Pero los dos sois personas maduras. Tú serías estupenda para Lawrence, lo sacarías de la rutina que tiene, y él sería bueno para ti. No le importaría que convirtieras su jardín en un collage -porque, probablemente, no se daría cuenta-. Tú sola lo estás haciendo lo mejor que puedes, pero no me niegues que no es una lucha continua que no te lleva a ninguna parte -Stacey estaba a punto de negarlo, pero no tenía sentido, porque Dee podía ver lo que pasaba con toda claridad-. Vendrás el sábado, ¿verdad?

– Pero Dee…

– Por favor – ¿por favor? ¿Estaba tan desesperada? -. Prometo no volver a hablar de ello en un mes si vienes -le prometió.

– Dios santo, es tentador. Pero no tengo nada que ponerme -dijo Stacey.

– Puedes ponerte mi vestido negro.

– ¿Tu vestido negro? -debía de haberse imaginado que su hermana iba a ofrecerle una solución a cuantas excusas pudiera imaginar. Se quedó boquiabierta-. ¿No te referirás a «tu vestido» negro?

– Por supuesto que me refiero a él -dijo Dee con calma, y Stacey soltó una carcajada.

– Ahora sí que estoy realmente preocupada. Dime, ¿es que te van a dar una enorme bonificación si le consigues una cita a Lawrence para esa cena?

Dee levantó las cejas.

– ¿Lo harías si así fuera?

– ¿Lo repartirías conmigo? -De inmediato rectificó-. No me respondas. No quiero que me tientes.

– Venga, Stacey, se trata solo de salir una noche. Un maravilloso restaurante, comida deliciosa, un acompañante rico. ¿Cuántas ofertas como esa recibes al día? -no muchas. Realmente, ninguna-. Es un hombre entrenado para estar en casa, te lo aseguro -pero ella no quería nada así. Lo que quería era alguien como Nash Gallagher. De acuerdo, no «alguien como él», sino que lo quería a él-. Estarás a salvo. Tim y yo estaremos allí.

La noche prometía. Una velada en compañía de don correcto, doña generala y don aburrido.

– Si tu vas a la cena, yo no tendré a nadie con quien dejar a las niñas -había muchas ocasiones en las que ella habría agradecido que sus padres no se hubieran retirado y se hubieran marchado a envejecer en España, pero aquella no era una de ellas. Y Vera, su vecina, que cuidaba de las niñas muy de vez en cuando, trabajaba los sábados por la tarde en la gasolinera.

– Clover y Rosie se pueden quedar en nuestra casa -respondió Dee, con toda la firmeza de una mujer de negocios que no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta-. Ingrid está deseando tenerlas -dijo con la seguridad de una mujer de negocios que ha llegado a lo más alto y que tiene una aupair que es una joya-. Y también te voy a llevar a que te hagan una limpieza de cutis y una manicura.

– Eso es tentador -dijo Stacey. Se miró las manos, y se quitó una mancha de pintura azul que se había quedado impresa sobre la uña. Su hermana le había regalado, hacía tiempo, una carísima crema de manos para jardineros; tal vez ya era hora de que la usara. Y quizás Dee tenía razón. Después de tanto trabajar, se merecía que la trataran bien.