Atajó por St. James Park, caminando rápido e inspirando grandes bocanadas de aire frío y limpio. Los ingleses tienen un instinto para la luz del sol, por breve que sea su duración, pensó Gemma, como si tuvieran un sistema de radar que los avisara antes. El parque estaba lleno de gente que había hecho caso a la señal. Algunos caminaban rápido como ella y obviamente se dirigían a algún sitio. Otros sólo paseaban o estaban sentados en bancos. Todos parecían fuera de lugar debido a su ropa formal. Los árboles, que con la llovizna de los últimos días habían estado como apagados, mostraban restos de rojo y amarillo a la luz del sol. Pensamientos y crisantemos tardíos habían aparecido valientemente en los arriates.
Salió al Mall, y cuando llegó a Piccadilly pasando por St. James Street notó su corazón palpitar y calor en la cara. Tan sólo quedaban un par de manzanas más por Albemarle Street. Por primera vez en ese día notó la cabeza despejada.
A pesar de haber calculado exactamente el tiempo que tardaría, llegó unos minutos temprano y se encontró que Tommy Godwin había llegado antes que ella. Éste le hizo señas con la mano, con el aspecto de encontrarse como en su propia casa, sentado en un mullido sillón del hotel. Gemma fue hacia él y de repente fue consciente de su pelo revuelto por el viento, sus mejillas rosadas y sus cómodos y poco elegantes zapatos de tacón bajo.
– Siéntese, querida. Parece como si hubiera estando haciendo un gran esfuerzo sin necesidad alguna. He pedido algo para usted. Espero que no le importe. Es un lugar estirado y pasado de moda -señaló con un movimiento de cabeza la sala, con sus paredes de paneles de madera y el fuego chisporroteante- pero preparan el té como Dios manda.
– Señor Godwin, ésta no es una ocasión social -dijo Gemma tan severamente como pudo mientras se hundía en las profundidades del sillón-. ¿Dónde ha estado? He estado buscándolo todo el día.
– He visitado a mi hermana en Clapham esta mañana. Una necesidad familiar horripilante si bien habitual, una a la que temo que la mayoría de nosotros estamos sometidos. A menos que uno haya tenido la buena suerte de venir a este mundo en una probeta. Pero incluso eso debe tener unas ramificaciones que no quiero ni pensar.
Gemma trató de enderezar la espalda contra el blando cojín del sillón.
– Por favor, no se me vaya por la tangente, señor Godwin. Necesito respuestas.
– ¿Podemos tomar el té primero? -preguntó con voz lastimera-. Y por favor, llámeme Tom. -Se inclinó hacia ella y dijo, en tono confidencial-: Este hotel fue el modelo que Agatha Christie usó para su novela En el Hotel Bertram, ¿lo sabía, sargento? No creo que haya cambiado demasiado desde entonces.
A pesar de sus mejores intenciones, Gemma sintió curiosidad y echó una ojeada a la sala. Algunas de las diminutas viejecitas sentadas cerca de ellos podrían haber sido clones de Miss Marple. Los estampados descoloridos de sus vestidos -iban sensatamente cubiertas con chaquetas de lana- armonizaban con los apagados reflejos azules y violetas de sus cabellos, y sus zapatos… Los cómodos zapatos planos de Gemma no alcanzaban siquiera a rozar el concepto de sensatez de los robustos zapatos de cuero de las señoras.
Qué lugar tan extraño como para formar parte de las preferencias de Tommy Godwin, pensó Gemma, estudiándolo a escondidas. Observó que la chaqueta azul marino que llevaba era de cachemir, la camisa era de una impecable lanilla color gris pálido, los pantalones eran gris marengo y el discreto y cálido estampado de la corbata era azul marino y rojo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Tommy Godwin dijo:
– Es el aura de antes de la guerra lo que lo hace tan irresistible. La edad de oro de los modales británicos, ya desaparecidos. Una gran pérdida. Nací durante el Blitz, pero incluso durante mi infancia quedaban rastros de aquel refinamiento de la vida inglesa. ¡Ah! Aquí está nuestro té -dijo, mientras el camarero les llevaba la bandeja a su mesa-. He pedido Assam para acompañar los sándwiches -espero que le parezca bien- y una tetera de Keemun para las pastas.
El té en la familia de Gemma se había limitado a las bolsitas de Tetley’s Finest metidos en una tetera de estaño. No le gustaba admitir que no había probado ninguno de los dos tés ofrecidos, por eso atacó la observación anterior.
– Uno sólo piensa que esos tiempos fueron perfectos porque no los vivió. Imagino que la generación de entre guerras veía la Inglaterra eduardiana como la edad de oro, y los eduardianos pensaban lo mismo de los victorianos.
– Tiene razón, querida -dijo con seriedad, mientras servía el té en su taza-, pero había una gran diferencia: la Primera Guerra Mundial. Habían estado en la boca del infierno, y sabían lo frágil que es en realidad nuestra civilización. -El camarero regresó y colocó una bandeja de tres pisos sobre la pequeña mesa. La bandeja inferior contenía sándwiches, la del medio bollos, y la superior pastitas, el toque supremo-. Tome un sándwich, querida -dijo Tommy-. El de salmón en pan integral es especialmente sabroso.
Sorbió su té y continuó con su sermón mientras sostenía un sándwich de pepino con los dedos.
– Está de moda, hoy en día, calificar las novelas de misterio de la edad de oro como triviales y poco realistas. Pero no eran así. Era su postura contra el caos. Los conflictos eran íntimos, en lugar de globales. Y la justicia, el orden y el castigo siempre prevalecían. Necesitaban desesperadamente esa tranquilidad. ¿Sabía que Gran Bretaña perdió casi un tercio de sus hombres jóvenes entre 1914 y 1918? Sin embargo esa guerra no nos amenazó físicamente de la misma manera que lo haría la siguiente. Esa guerra se quedó en el frente europeo.
Hizo una pausa para tomar de un solo mordisco medio sándwich. Masticó durante un instante y luego dijo, con tristeza:
– Qué gran pérdida debió de parecer, la flor y nata de los hombres de Gran Bretaña, y nada palpable que mostrar sino titulares de periódicos y discursos de políticos. -Sonrió-. Pero si lee Christie o Allingham o Sayers, el detective siempre cazaba al asesino. Y se dará cuenta de que el detective siempre funcionaba fuera del sistema. Las historias siempre expresaban una consoladora creencia en la validez de la acción individual.
– ¿Pero los asesinatos no eran siempre limpios e incruentos? -preguntó Gemma más bien impaciente, con la boca llena. Estaba demasiado cansada e inquieta para almorzar y la caminata la había dejado de repente hambrienta.
– Algunos de ellos eran de hecho muy diabólicos. A Christie le gustaban especialmente los envenenamientos, y no se me ocurre ninguna forma menos civilizada de cometer un asesinato.
– ¿Sugiere acaso que hay métodos civilizados de cometer un asesinato? -Como ahogar a tu víctima en un río convenientemente situado, pensó, sorprendida por el giro que estaba tomando la conversación.
– Claro que no, querida, sólo que siempre he encontrado la idea del veneno especialmente abominable. Que una persona pueda infligir tanto sufrimiento e indignidad a otra…
Gemma bebió otro sorbo de su té. Se lo pasó por la lengua y decidió que le gustaba el rico sabor a malta.
– ¿Entonces prefiere los asesinatos rápidos y limpios, Tommy?
– No los prefiero de ningún modo, querida -dijo, mirándola mientras servía más té. Estaba jugando con ella, tomándole el pelo, ella lo notaba en la sonrisa reprimida de sus ojos.
Es hora de una pequeña dosis de realidad, pensó, chupando la ensalada de huevo de las puntas de sus dedos.
– Siempre he pensado que el ahogamiento tenía que ser una muerte horrible. Ceder ante esa desesperada necesidad de llenar de aire los pulmones, luego atragantarse, oponer resistencia, hasta que llega la pérdida de la consciencia como bendito alivio.
Tommy Godwin se sentó en silencio, mirándola, con las manos relajadas encima de la mesa. Qué manos más bonitas, pensó Gemma, con dedos largos y finos, con las uñas perfectamente cuidadas. Encontraba totalmente inconcebible la idea de que él fuera capaz de pelearse como un vulgar rufián y utilizar esas manos para estrangular y asfixiar, o quizás mantener un cuerpo apaleado bajo el agua.