Pronto llegó a la carretera que llevaba a Fingest. El sol había descendido por debajo de las copas de los árboles y la luz pasaba entre los troncos, iluminando motas de polvo y parpadeando en su ropa como un proyector de películas defectuoso.
Cuando apareció el ya familiar campanario a dos aguas de la iglesia de Fingest, Kincaid había tomado dos decisiones. Pediría a los de Thames Valley que detuvieran a Kenneth Hicks y se vería lo bien que resistía la bravata de Hicks en una sala de interrogatorios de la comisaría local.
Y luego haría otra visita a Sharon Doyle.
Cuando Kincaid regresó al pub Chequers -un poco sucio de barro tal como había dicho Tony y agradablemente cansado de su caminata- seguía sin haber noticias de Gemma respecto a sus progresos con Tommy Godwin. Llamó a Scotland Yard y le dejó al sargento de turno un mensaje para ella. Tan pronto como acabase se tenía que reunir con él. Quería que estuviera en el interrogatorio de Hicks. Y, teniendo en cuenta la antipatía que sentía hacia las mujeres, pensó Kincaid con una sonrisa, quizás podía realizar ella el interrogatorio.
Una vez en Henley, Kincaid dejó el coche cerca de la comisaría y caminó hasta Hart Street con los ojos fijos en el campanario de la iglesia de St. Mary the Virgin.
Era cuadrada y sólida, y la ciudad quedaba anclada a su alrededor como si ella fuese el centro de una rueda. Church Avenue estaba cuidadosamente situada a la sombra del campanario y miraba hacia el cementerio como si fuera su propio jardín privado. Una placa montada en la cantería informaba de que la hilera de casas de beneficencia había sido cedida por John Longland, obispo de Lincoln, en 1547, y reconstruida en 1830.
Las casitas eran inesperadamente encantadoras. Estaban estucadas en verde muy pálido, las puertas eran de color azul brillante y había cortinas de encaje en cada ventana. Kincaid llamó a la puerta que Sharon Doyle le había indicado. Oyó el sonido de una televisión y, débilmente, la voz aguda de una criatura.
Había levantado la mano de nuevo para volver a llamar cuando Sharon abrió la puerta. Excepto por los inconfundibles tirabuzones dorados, apenas la hubiese podido reconocer. No llevaba maquillaje, ni siquiera pintalabios, y su cara lavada tenía un aspecto joven y desprotegido. Habían desaparecido las ropas de vestir y los tacones altos y los había sustituido por una camiseta desteñida, tejanos y zapatillas de deporte sucias. Desde la última vez que la vio había adelgazado a ojos vistas. Para su sorpresa, parecía patéticamente contenta de verlo.
– ¡Comisario! ¿Qué hace aquí? -Una versión pegajosa y alborotada de la niña de la foto que había visto Kincaid apareció al lado de Sharon y se agarró a la pierna de su madre.
– ¡Hola Hayley! -dijo Kincaid, agachándose a la altura de sus ojos. Miró hacia Sharon y añadió-: He venido a ver qué tal andaban.
– Uy, pase -dijo Sharon, como si hiciera un esfuerzo por recordar sus modales y se retiró, cojeando debido a la niña pegada a ella como una lapa-. Hayley justo estaba tomando su té, ¿no es así, cariño? En la cocina, con la abuela. -Ahora que tenía a Kincaid en el salón no tenía ni idea de qué hacer con él y se quedó tal cual, acariciando la maraña de rizos rubios de la niña.
Kincaid miró a su alrededor con interés. Blondas y muebles oscuros, pantallas de lámpara con flecos y olor a cera con aroma de lavanda, todo arreglado y limpio como si se hubiera conservado en un museo. El sonido del televisor estaba sólo un poquito más alto que cuando Kincaid esperaba afuera. Eso le hizo suponer que las paredes interiores de la casita debían de haberse construido con una gruesa capa de yeso.
– A la abuela le gusta tener la tele en la cocina -dijo Sharon, rompiendo el silencio-. Es más acogedor sentarse cerca de la cocina económica.
La sala podría haber sido la escena de un noviazgo de hace mucho tiempo, pensó Kincaid. Imaginó a los jóvenes amantes sentados afectadamente en las sillas de crin. Luego recordó que estas casitas se habían construido para pensionistas y si alguna vez había habido alguien cortejando, debía de haber sido lo suficientemente mayor como para no hacerse ilusiones. Se preguntó si Connor habría venido alguna vez aquí.
Dijo, con diplomacia:
– Si Hayley quisiera ir con su abuela y acabar su té, quizás usted y yo podríamos salir afuera y charlar un rato.
Sharon miró agradecida a Kincaid y se inclinó hacia su hija.
– ¿Has oído lo que ha dicho el comisario, cielo? Necesita hablar conmigo, así que ve con la abuela y acábate el té. Si te comes todas las judías y la tostada podrás comer una galleta -añadió, para engatusarla.
Hayley estudió a su madre como si evaluara la sinceridad de su promesa.
– Lo prometo -dijo Sharon dando la vuelta a su hija y dándole una palmada en el trasero-. Ve. Dile a la abuela que iré en un momento. -Miró cómo la niña desaparecía por la puerta de la parte posterior de la sala y luego dijo a Kincaid-: Déjeme ir a buscar un cardi.
El cardi resultó ser un cardigan de hombre color marrón, un poco comido por las polillas e irónicamente reminiscente del que había llevado Sir Gerald Asherton la noche en que Kincaid lo conoció. Viendo la mirada del comisario, Sharon sonrió y dijo:
– Era de mi abuelo. La abuela lo guarda para llevar por casa. -Mientras seguía a Kincaid de camino al cementerio, continuó-: En realidad ella es mi bisabuela; nunca conocí a mi abuela. Murió cuando mi madre era un bebé.
A pesar de que el sol se había puesto durante el breve tiempo que Kincaid había estado en la casa, el cementerio resultaba más atractivo con la luz crepuscular. Se dirigieron hacia un banco que había al otro lado del camino. Al sentarse, Kincaid dijo:
– ¿Siempre es tan tímida, Hayley?
– Siempre ha charlado como una cotorra, desde el día que aprendió a hablar, incluso con extraños. -Las manos de Sharon yacían relajadas sobre su regazo, con las palmas hacia arriba. Podrían haber sido incorpóreas, tan inanimadas parecían, y Kincaid notó que desde la última vez que la vio se había mordido las uñas hasta llegar a la carne-. Desde que le expliqué lo de Con que está así. -Miró a Kincaid, con aire de súplica-. ¿Tenía que decírselo, no? No podía dejar que pensara que se había largado, ¿no? No podía dejarla creer que no le importábamos.
Kincaid reflexionó cuidadosamente antes de responder.
– Creo que ha hecho lo correcto, Sharon. Sería duro para ella de todos modos y a largo plazo estoy seguro de que es mejor decir la verdad. Los niños notan cuando uno miente, y luego han de superar la traición además de la pérdida.
Sharon escuchó atentamente, luego asintió una vez cuando Kincaid hubo terminado. Estudió sus manos por un momento.
– Ahora quiere saber por qué no lo podemos ver. Mi tía Pearl falleció el año pasado y la abuela la llevó a verla antes del funeral.
– ¿Por qué se lo ha dicho?
Sharon encogió los hombros y dijo:
– Cada uno hace las cosas como cree correcto, eso es todo. ¿Qué más podía hacer?
– Imagino que quiere pruebas concretas de que Con esté realmente muerto. Quizás la podría llevar a su tumba, después. -Con un gesto indicó las tumbas cuidadosamente dispuestas sobre la hierba verde del cementerio-. No se trata de algo que no le sea familiar.
Sharon se volvió hacia él, con las manos apretadas convulsivamente.
– No tengo a nadie con quien hablar, ¿entiende? Mi abuela no quiere saber nada de esto. Ella no tenía buen concepto de él.
– ¿Por qué? -preguntó Kincaid, sorprendido de que la mujer no estuviera complacida por las posibilidades de mejora en la vida para su bisnieta.
– El matrimonio es el matrimonio a los ojos del Señor -la imitó Sharon. Y de repente, Kincaid tuvo una visión clara de la anciana-. La abuela es muy firme en sus creencias. Para ella, el hecho de que Con no viviera con ella no cambiaba nada. Y mientras Con estuviera casado yo no tendría derechos, me dijo. Al final resulta que ha tenido razón, ¿no?