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– Intervinieron los guardias de seguridad antes de que pasase nada. Expulsaron a los chicos del gimnasio. Y a papá también.

– No entiendo muy bien el sentido de la historia.

– Todavía no he acabado. -Brenda se detuvo, bajó la cabeza, reunió valor, y volvió a levantar la mirada-. Tres días más tarde los dos chicos, Clay Jackson y Arthur Harris, fueron encontrados en el terrado de un edificio de alquileres. Alguien los había atado y les había cortado el tendón de Aquiles con unas tijeras de podar.

Myron se puso pálido. Sintió náuseas.

– ¿Tu padre?

Brenda asintió.

– Ha estado haciendo cosas así durante toda mi vida. Nunca nada tan grave. Pero siempre se lo hacía pagar a la gente que me molestaba. Cuando era una niña sin madre, casi agradecía la protección. Pero ya no soy una niña.

Myron, en un gesto distraído, bajó la mano y se tocó la parte de atrás del tobillo. Cortar el tendón de Aquiles con unas tijeras de podar. Intentó no parecer demasiado atónito.

– La policía debió sospechar de Horace.

– Sí, claro.

– ¿Entonces cómo es que no lo arrestaron?

– No había pruebas suficientes.

– ¿Las víctimas no pudieron identificarlo?

Ella se volvió hacia la ventanilla.

– Estaban demasiado asustados. -Señaló a la derecha-. Aparca ahí.

Myron aparcó. Los transeúntes lo miraban como si nunca hubiesen visto antes a un hombre blanco; en este barrio era del todo posible. Myron intentó mostrarse natural. Saludaba con cortesía. Algunas personas respondían, otras no.

Un coche amarillo -perdón, un altavoz con ruedas- pasó emitiendo una atronadora canción de rap. El bajo estaba puesto a tanto volumen que Myron sintió las vibraciones en el pecho. No entendía las palabras, pero parecían furiosas. Brenda lo llevó hasta una escalinata. Dos hombres estaban tumbados en los escalones como heridos de guerra. Brenda les pasó por encima sin pensarlo. Myron la siguió. De pronto comprendió que nunca había estado antes en ese lugar. Su relación con Horace Slaughter se había reducido siempre al baloncesto. Se quedaban en la cancha o en el gimnasio, o quizás iban a comer una pizza después del partido. Nunca había estado en la casa de Horace, y él nunca había estado en la suya.

No había portero, por supuesto, ni cerraduras, ni portero electrónico, ni nada por el estilo. La iluminación era mala en la entrada del edificio, pero no tanto como para ocultar que la pintura se caía como si las paredes tuviesen psoriasis. La mayoría de los buzones no tenían puerta. El aire parecía una cortina de cuentas.

Ella subió las escaleras de cemento. La barandilla era de metal. Myron oyó toser a un hombre como si intentase escupir un pulmón. Un bebé lloraba. Se sumó otro. Brenda se detuvo en el segundo piso y giró a la derecha. Ya tenía las llaves en la mano preparadas. La puerta también estaba hecha de acero reforzado. Había una mirilla y tres cerraduras.

Brenda abrió primero las tres cerraduras. Sonaron como en una escena de cárcel en una de aquellas películas cuando el celador grita: «Cerrar». La puerta se abrió. Myron fue asaltado por dos pensamientos a la vez. Uno era lo bonito que era el apartamento de Horace. El padre de Brenda había conseguido que todo lo que estaba fuera de su casa, todo lo sucio y podrido que había en las calles o incluso en la entrada del edificio, no pasara más allá de la puerta de acero. Las paredes eran blancas como el anuncio de una crema de manos. Los suelos se veían recién encerados. Los muebles eran una mezcla de lo que parecían antiguos muebles de familia y nuevas compras en Ikea. Desde luego era una casa cómoda.

La otra cosa que Myron advirtió tan pronto como se abrió la puerta era que alguien había puesto patas arriba la habitación. Brenda entró a la carrera.

– ¿Papá?

Myron siguió tras ella lamentando no haber llevado su arma. La escena lo requería. Él le hubiese dicho que guardase silencio, hubiese desenfundado, le hubiese pedido que se pusiese detrás de él, avanzado por el apartamento con ella muerta de miedo sujeta a su mano libre. Luego hubiese hecho aquello de mover la pistola a un lado y otro en cada habitación, con el cuerpo agachado y preparado para lo peor. Pero Myron no llevaba armas. No es que no le gustasen -cuando había problemas prefería tener una a mano-, pero un arma abulta bastante y molesta como un condón de fieltro. Y eso sin tener en cuenta que para la mayoría de sus posibles clientes, un agente deportivo inspira poca confianza si va armado, y a los que les parece adecuado, bueno, Myron prefería no tenerlos como clientes.

Win, en cambio, siempre llevaba armas, como mínimo dos, además de un prodigioso popurrí de armas ocultas. Era como un Israel con patas.

El apartamento consistía en tres habitaciones y una cocina. Las recorrieron deprisa. Nadie. Y ningún cuerpo.

– ¿Falta algo? -preguntó Myron.

Ella lo miró, enfadada.

– ¿Cómo demonios quieres que lo sepa?

– Me refiero a algo que destaque. El televisor está, también el vídeo. Quiero saber si crees que es un robo.

Ella echó una ojeada a la sala de estar.

– No. No tiene pinta de ser un robo.

– ¿Alguna idea de quién lo hizo o por qué?

Brenda meneó la cabeza, asombrada todavía por aquel desorden.

– ¿Escondía dinero en alguna parte? ¿En una caja de galletas, debajo de una tabla del suelo o algo así?

– No.

Comenzaron por la habitación de Horace. Brenda abrió el armario. Miró el interior durante un rato sin articular palabra.

– ¿Brenda?

– Falta mucha de su ropa -dijo ella en voz baja-. También la maleta.

– Eso es bueno -opinó Myron-. Significa que con toda probabilidad ha escapado; hace menos probable que se haya encontrado con problemas.

Ella asintió.

– Pero es siniestro.

– ¿Por qué?

– Es lo mismo que con mi madre. Todavía recuerdo a papá aquí, mirando las perchas vacías.

Volvieron al salón y luego se dirigieron a un pequeño dormitorio.

– ¿Tu habitación? -preguntó Myron.

– No vengo mucho por aquí, pero sí, es mi habitación.

La mirada de Brenda de inmediato se fijó en un punto cerca de la mesita de noche. Soltó una suave exclamación y se lanzó al suelo. Sus manos comenzaron a buscar entre sus cosas.

– ¿Brenda?

Sus manoteos se hicieron más fuertes, los ojos encendidos. Después de unos pocos minutos se levantó y salió corriendo hacia la habitación de su padre. Después se dirigió a la sala de estar. Myron la siguió.

– No están -dijo ella.

– ¿Qué?

Brenda lo miró.

– Las cartas que me escribió mi madre. Alguien se las ha llevado.

4

Myron aparcó el coche delante de la residencia universitaria de Brenda. Excepto por algunas indicaciones monosilábicas, la chica no había abierto la boca en todo el trayecto. Myron no insistió. Aparcó el coche y se volvió hacia ella. Brenda continuó mirando a través del parabrisas.

La Universidad de Reston era un lugar apacible, con abundante césped, grandes robles, edificios de ladrillo, pañuelos y Frisbees. Los profesores aún llevaban el pelo largo, barba descuidada y americanas de pana. Aún se respiraba un aire de inocencia, de ilusión, de juventud, de sorprendente pasión. Pero era lo hermoso de esta universidad: los estudiantes debatiendo sobre la vida y la muerte en un entorno tan aislado como Disneylandia. La realidad no entraba en la ecuación. Eso estaba bien. De hecho, era como debía ser.

– Ella se marchó sin más -dijo Brenda-. Yo tenía cinco años, y me dejó sola con él.

Myron la dejó hablar.

– Lo recuerdo todo sobre mi madre. El aspecto que tenía. Su perfume. Su manera de volver a casa del trabajo, tan cansada que apenas si podía poner los pies en alto. Creo que se pueden contar con los dedos de una mano las veces que he hablado de ella en los últimos veinte años. Pero pienso en ella todos los días. Pienso en por qué me abandonó. Pienso en por qué todavía la echo de menos.