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Robert Silverberg

Un pequeño burócrata

1

El primer día del verano, mi esposa del mes, Silena Ruiz, robó el programa maestro del distrito del centro de computadoras de Ganfield Hold y desapareció con él. Un guardia del Hold ha confesado que ella logró entrar seduciéndole, y después le administró una droga. Algunos dicen que está ahora en Conning Town; otros han oído rumores según los cuales ha sido vista en Morton Court, y otros mantienen que su destino era Mill. Supongo que no importa mucho hacia dónde se haya marchado. Lo que verdaderamente importa es que nos hemos quedado sin nuestro programa.

Hemos vivido sin él durante once días, y las cosas están empezando a desmoronarse. El calor es abominable, pero tenemos que cambiar todos los termostatos a control manual antes de poder utilizar nuestro sistema de refrigeración; creo que herviremos dentro de nuestras pieles antes de haber terminado el trabajo. Un mal funcionamiento de los exploradores que controlan nuestro compactador de desechos ha dejado sin funcionar nuestros recogedores de basura, los que ya no funcionarán a menos que dispongan de un lugar donde arrojar lo que recogen. Como nadie sabe cuál es la orden adecuada que debe darse al compactador, los desperdicios se acumulan formando montones pestilentes en cada calle, y densos enjambres de moscas -o cosas peores- vuelan sobre ellos.

Al principio del cuarto día nuestra policia también empezó a quedar inmovilizada —¿quién podría decir por qué?—, y a estas alturas todos ellos se encuentran detenidos en sus vehículos. Algunos ya han empezado a oxidarse, puesto que los programas de mantenimiento están desfasados. Se ha extendido la noticia de que nos encontramos sin protección, y los extranjeros se introducen en el distrito con toda impunidad, molestando a nuestras mujeres, secuestrando a nuestros hijos, robando nuestras reservas de alimentos. En Ganfield Hold, equipos de debilitados y sudorosos técnicos trabajan constantemente para sustituir el programa que falta, pero pueden transcurrir meses e incluso años antes de que puedan desarrollar un programa nuevo.

En teoría debía haber duplicados almacenados en varios lugares de la comunidad, precisamente para impedir una calamidad como ésta; pero en realidad no disponemos de ninguno. El que se conservaba en el despacho del capitán del distrito resultó estar anticuado unos veinte años; el que se guardaba en la casa del padre de almas había sido devorado por las ratas; el programa mantenido en las bóvedas subterráneas del edificio de hacienda pareció hallarse intacto, pero cuando se le introdujo en la ranura de absorción falló misteriosamente en el proceso de activar a las computadoras. Así pues, nos hallamos indefensos: un distrito entero -cientos de miles de seres humanos- abandonado a las caprichosas mareas de la suerte. Silena, Silena, ¡Silena! Dejar incapacitado a todo Ganfield, hacer más difíciles nuestras vidas ya sobrecargadas, exponerme al odio de mis vecinos… ¿Por qué, Silena? ¿Por qué?

La gente me mira ferozmente por las calles. En cierto modo, me consideran responsable de todo esto. Me señalan y murmuran; unos días más y me escupirán y maldecirán, y si no se produce pronto alguna especie de alivio, puede que hasta lleguen a arrojarme piedras. Y yo quisiera gritarles: «Mirad, sólo era mi esposa del mes, y actuó completamente por cuenta propia. Os aseguro que no tenía la menor idea de que pensara hacer una cosa así». Y, sin embargo, ellos me acusan. En las ricas casas de Morton Court, cenarán criaturas robadas en Ganfield hoy mismo, y a mí se me considera el responsable.

¿Qué haré? ¿Hacia dónde puedo volverme?

Puede que tenga que huir. Pero el pensamiento de cruzar los límites del distrito me produce escalofríos. ¿Temo el peligro de la muerte, o sólo la pérdida de todo lo que me resulta familiar? Probablemente ambas cosas: no tengo ningún ansia de morir y ningún deseo de abandonar Ganfield. Y, sin embargo, me iré para encontrar refugio. No importa lo difícil que pueda ser, si es que puedo cruzar los límites sano y salvo. Si continúan acusándome a mí del crimen cometido por Silena, no me quedará otra elección. Creo que preferiría morir a manos de extraños, que perecer a manos de mi propia gente.

2

Esta noche sofocante me encuentro en la parte superior de la Torre Ganfield, buscando un poco de brisa fresca y el refugio de la oscuridad. Medio distrito ha tenido la idea de escapar del calor viniendo esta noche aquí arriba; para alejarme de los ojos furibundos y de los labios apretados, he subido al quinto parapeto, donde habitualmente sólo trepan los atrevidos y los tontos. Yo no soy ninguna de ambas cosas, y sin embargo aquí estoy.

Mientras me muevo lentamente alrededor del borde de la torre, sujetándome débilmente de la estropeada barandilla, puedo contemplar todo nuestro distrito. Ganfield es un cuenco playo en cuanto a su forma, elevándose lentamente a partir del punto central que es la torre, hasta una altura situada en el perímetro del distrito. Dicen que antiguamente un amplio lago ocupaba el lugar donde ahora se encuentra Ganfield; fue drenado y cubierto hace siglos, cuando se agudizó la necesidad de encontrar nuevos espacios para vivir. Ayer oí decir que se están utilizando grandes bombas para impedir que el antiguo lago penetre a través de nuestros sótanos, y que no tardarán mucho en fallar o quedar fuera de servicio por cuestiones de mantenimiento, y entonces nos veremos inundados. Quizás suceda así. Antiguamente, Ganfield devoró el lago; ¿devorará ahora el lago a Ganfield? ¿Caeremos en las aguas oscuras, seremos tragados, y no habrá nadie que se lamente por nosotros?

Extiendo mi vista sobre Ganfield. Esas altas cajas de ladrillos son nuestros habitáculos; de veinte pisos de altura, parecen enanas desde el punto dominante en que me encuentro. Esa franja de tierra, negra a la humeante luz de la luna, es nuestro pequeño y lastimoso parque comunitario. Esos edificios de techos bajos son nuestras tiendas, reunidas atropelladamente en un racimo. Esa es nuestra zona industrial, si es que lo es. Esa enorme sombra rechoncha situada hacia el norte de la torre es Ganfield Hold, donde nuestras computadoras van quedando fuera de servicio una tras otra.

He pasado casi toda mi vida dentro de estos estrechos ámbitos que forman Ganfield. Cuando era un niño y las cuestiones no parecían tan duras entre un distrito y sus vecinos, mi padre me llevó de vacaciones a Morton Court, y en otra ocasión a Mill. De joven, fui enviado por asuntos de negocios a Parley Close, pasando por tres distritos. Recuerdo aquellos viajes con tanta claridad y vividez como si los hubiera soñado.

Pero ahora todo es diferente, y ya han transcurrido veinte años desde la última vez que abandoné Ganfield. No soy uno de los privilegiados viajantes que transitan alegremente de una zona a otra. Todo el mundo es una gran ciudad, según se dice, con los desiertos colonizados, los ríos cruzados por innumerables puentes y todos los lugares abiertos llenos de gente, como una ciudad universal que ha abolido los antiguos límites. Pero, no obstante, hace veinte años que no he pasado de un distrito a otro. Y me pregunto: ¿somos una sola ciudad, o simplemente miles de enemistados y diminutos estados fragmentados?

Mira allí, a lo largo del perímetro. Ya no hay límites, pero ¿qué es eso? Esos son nuestros límites, el Ganfield Crescent, ese amplio y curvado boulevard que rodea el distrito. ¿Eres un hombre de alguna otra zona? Entonces… cruza el Crescent a riesgo de tu vida. ¿Ves nuestras máquinas de policía, de brillante hocico, lustrosas, formidables y poderosas, desparramadas como cantos rodados por la amplia avenida? Ellas te interrogarán, y si tus contestaciones no son claras, pueden destruirte. Claro que esta noche no pueden hacerle daño a nadie.

Mira hacia fuera ahora, hacia nuestra horda de alborotados vecinos. Más allá del Crescent, hacia el este, veo las severas agujas de Conning Town, y hacia el oeste, descendiendo gradualmente hacia el confuso valle, se pueden ver los estropeados edificios de paredes oscuras de Mill, con el feliz Morton Court en el extremo más alejado. Y en alguna otra parte, en la humeante distancia, hay otros lugares. Folkstone y Budleigh y Hawk Nest y Parley Close y Kingston y Old Grove y todos los demás distritos, la miríada de distritos que forman parte de la cadena que se extiende de un océano a otro, de una costa a otra, ocupando nuestro continente palmo a palmo. Los distritos, los trozos de llamativo cristal que configuran el mosaico global, las comunidades infinitamente numerosas que son los segmentos de la ciudad-mundial que lo abarca todo.