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—¿Diversión?

—Algo más que eso, Silena. Tú no eres una persona tan vacía.

—Muy bien, algo más que eso. Paralizando Ganfield, ayudo a que cambien las cosas. Ése es el propósito de todo acto político: demostrar la necesidad de un cambio, de modo que ese cambio pueda producirse.

—La simple demostración de la necesidad no es suficiente.

—Es algo por donde empezar.

—¿Crees que el robar nuestro programa fue un modo racional de impulsar un cambio, Silena?

—¿Eres feliz? —me replica ella—. ¿Es ésta la clase de mundo que tú deseas?

—Es el mundo en el que tenemos que vivir, nos guste o no. Y necesitamos ese programa para seguir enfrentándonos a él. Sin el programa, nos vemos arrojados al caos.

—Estupendo. Deja que venga el caos. Deja que todo se desmorone, para que así podamos reconstruirlo.

—Eso es muy fácil de decir, Silena. ¿Pero qué me dices de las víctimas inocentes de tu celo revolucionario?

—En cualquier revolución —dice, encogiéndose de hombros— siempre hay víctimas inocentes.

Se levanta con un movimiento sinuoso y se aproxima a mí. La cercanía de su cuerpo es mareante y capaz de enloquecer a cualquiera. Con exagerada voluptuosidad, me dice:

—Quédate aquí. Olvídate de Ganfield. Vivirás bien aquí. Esta gente está construyendo algo que vale la pena.

—Entrégame el programa —le digo.

—A estas alturas ya tienen que haberlo sustituido.

—La sustitución es imposible. El programa es vital para Ganfield, Silena. Entrégamelo.

Ella lanza una risa helada.

—Te lo ruego, Silena.

—¡Qué pesado eres!

—Te amo.

—Tú no amas nada, excepto el statu quo. La forma en que eran las cosas, tal y como estaban, te produce una gran alegría. Tienes el alma de un burócrata.

—Si siempre has sentido ese desprecio por mí, ¿por qué te convertiste en mi esposa del mes?

—Por espíritu deportivo, quizá —contesta, riendo.

Sus palabras son como cuchillos. De repente, ante mi propio asombro, me encuentro blandiendo la pistola de calor.

—¡Dame el programa o te mato! —le grito.

—Adelante —dice; parece estar divirtiéndose—. Dispara. ¿Podrás conseguir el programa de una Silena muerta?

—Dámelo.

—¡Qué estúpido pareces con ese arma en la mano!

—No tengo que matarte —le digo—. Puedo limitarme a herirte. Esta pistola es capaz de infligir heridas de luz que cicatrizan la piel. ¿Quieres que te deje marcada, Silena?

—Como quieras. Estoy a tu merced.

Apunto la pistola hacia su muslo. El rostro de Silena permanece inexpresivo. Mi brazo se pone rígido y después empieza a temblar. Me esfuerzo por superponerme a los rebeldes músculos, pero sólo consigo mantener el arma apuntada durante un instante, antes de que vuelva el temblor. En los ojos de Silena aparece un brillo exultante. Una oleada de excitación enrojece su rostro.

—Dispara —me dice, desafiante—. ¿Por qué no me disparas?

Me conoce demasiado bien. Nos encontramos los dos helados durante un momento, al margen del tiempo —un minuto, una hora, un segundo—, y finalmente, mi brazo desciende hacia el costado. Aparto la pistola; nunca habría podido dispararla. Me asalta la poderosa sensación de haber pasado por una especie de clímax muy suticlass="underline" a partir de este momento, todo irá hacia abajo para mí, y ambos lo sabemos. El sudor empapa mi cuerpo. Me siento derrotado, roto.

Los rasgos de Silena revelan un sarcasmo intenso. Ella ha alcanzado algún exaltado nivel de conciencia en este último tiempo, en el que todo acto se ha convirtido en algo gratuito; en que el amor, el odio, la revolución, la traición y la lealtad no se pueden distinguir los unos de los otros. Me sonríe, con la sonrisa de alguien que ha obtenido la puntuación necesaria para ganar un juego cuyas reglas nunca me fueron explicadas.

—¡Eres sólo un pequeño burócrata! —me dice, con tranquilidad—. Toma.

De un armario saca un pequeño paquete, que me arroja con desdén. Contiene un tambor de película computarizada.

—¿Es el programa? —pregunto—. Tiene que tratarse de alguna broma… En realidad, no estabas dispuesta a dármelo, Silena.

—Tienes en tus manos el programa maestro de Ganfield.

—¿De veras?

—De veras. Es todo tuyo —me dice ella—. El programa auténtico. Vamos. Vete. Sal de aquí. Salva a tu nauseabundo Ganfield.

—Silena…

—Vete.

13

El resto es tedioso, pero simple. Localizo a Holly Borden, que ha comprado un cargamento de libros. La ayudo a transportarlos y regresamos a Hawk Nest. Allí, me refugio debajo de la librería una vez más, mientras, a través de Old Grove, Parley Close, el Mill y posiblemente algún otro distrito, se dirige una llamada al capitán del distrito de Ganfield. Lleva dos días completar el circuito, puesto que las rivalidades entre distritos hacen necesario dar un rodeo. Finalmente, se me pone en comunicación con él e informo de la feliz noticia: tengo el programa en mi poder, aunque he perdido mi pasaporte y se me prohibe cruzar Conning Town.

A través de canales diplomáticos se me facilita un pasaporte nuevo pocos días más tarde, y tomo el tubo de regreso a casa, pasando por Budleigh, Cedar Mall y Morton Court. La situación en Ganfield es horrible: todo sucio y desordenado, muy cercano al punto irreversible del colapso; sus ciudadanos han entrado en un período de éxtasis mortal y esperan plácidamente el final. Pero yo he regresado con el programa.

El capitán elogia mi heroísmo. Seré recompensado, me asegura. Seré ascendido a los puestos más elevados del servicio civil, con la esperanza de llegar incluso al consejo del distrito.

Pero todas estas palabras me producen muy poco placer. El desprecio de Silena sigue gobernando mis pensamientos. Burócrata. Burócrata. Eres un pequeño burócrata.

14

Sin embargo, Ganfield se ha salvado. Las máquinas de policía han empezado a moverse de nuevo.