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Esta noche, en la capital, están planificando los modelos de lluvia del próximo mes para unos distritos que los propios planificadores no han visto nunca. Los lugares de alimento de los distritos —inadecuados, siempre inadecuados— están siendo diseñados por hombres para quienes nuestros apetitos no son más que entidades puramente abstractas. Allá, en la capital, ¿creen realmente en nuestra existencia? ¿Piensan realmente que hay un lugar como Ganfield? ¿Qué ocurriría si les enviáramos una delegación de ciudadanos notables para pedirles ayuda con objeto de sustituir nuestro programa perdido? ¿Les importaría algo? ¿Nos escucharían siquiera? De no ser así, ¿existe una capital? ¿Cómo puedo yo, que nunca he visto e! cercano distrito de Old Grove, aceptar, basándome sólo en la fe, que existe un centro lejano de gobierno, solitario, inaccesible, rodeado por el mito?

Quizás sólo se trate de una construcción compuesta por alguna astuta máquina subterránea, que sea nuestro verdadero dirigente. Eso no me sorprendería. Nada me sorprende. No hay capital. No hay planificadores centrales. Más allá del horizonte, todo es neblina.

3

En el despacho, al menos, nadie se atreve a mostrarme hostilidad alguna. No hay ceños fruncidos, ni miradas furiosas, ni referencias despreciativas por la falta del programa. Después de todo, soy diputado jefe del Comisionado del Distrito para la Nutrición; y como el Comisionado suele estar ausente, en realidad estoy yo a cargo del departamento. Si el delito de Silena no destruye mi carrera, a la larga podría ser imprudente para mis subordinados el tratarme con desdén. En cualquier caso, estamos tan ocupados que no queda tiempo para tales tácticas.

Somos los responsables de mantener a la comunidad adecuadamente alimentada, y nuestras tareas se han visto muy complicadas por la pérdida del programa, pues ahora no hay forma segura de procesar nuestras hojas de situación, y tenemos que requisar y distribuir la comida mediante suposiciones y memoria. ¿Cuántas balas de cubos de plancton consumimos cada semana? ¿Cuántos kilos de mezcla proteica? ¿Cuánto pan para las tiendas de Ganfield Inferior? ¿Cuántas novedades de dieta es probable que se extiendan este mes por el distrito?

Si la demanda y el suministro quedan desequilibrados como consecuencia de un fallo en nuestros cálculos, podrían producirse actos de violencia, incursiones en los distritos vecinos, e incluso renovadas explosiones de canibalismo dentro del propio Ganfield. Así pues, tenemos que efectuar nuestras estimaciones con la mayor precisión. ¡Qué terrible aislamiento espiritual sentimos decidiendo estas cosas sin la ayuda de ninguna computadora!

4

En el catorceavo día de la crisis, el capitán del distrito me convoca. Su mensaje me llega a últimas horas de la tarde, cuando todos estamos mareados de fatiga, sofocados por la humedad. He permanecido durante varias horas envuelto en complejos tratos telefónicos con un alto funcionario del Consejo de Nutrientes de la Marina; se trata de una organización perteneciente al gobierno de la Ciudad Central y, por lo tanto, debo mostrar el más exquisito de los tactos si no quiero que las cuotas de plancton de Ganfield sean drástica y arbitrariamente reducidas debido a la repentina molestia de un burócrata. El contacto telefónico es inseguro —el Consejo de Nutrientes de la Marina tiene su cuartel general en Melrose New Port, a medio continente de distancia, en la costa sudoriental—, y la línea chisporrotea y se desvanece con distorsiones. Nuestras computadoras eliminarían normalmente esos ruidos, si estuviera actuando el programa maestro.

En el momento en que llegamos a una crisis en la negociación, mi subdiputado me entrega una nota: «El capitán de distrito quiere verle». Ahora no, le digo silenciosamente, moviendo los labios. Continúan las negociaciones. Pocos minutos después, me llega otra nota: «Es urgente». Sacudo la cabeza y aparto la nota de mi mesa. El subdiputado se retira a la antesala del despacho, donde le veo enzarzado en una frenética discusión con un hombre que lleva el uniforme gris y verde del personal del capitán de distrito. El mensajero señala hacia mí con vehemencia. En ese preciso instante, se corta la comunicación telefónica. Dejo el instrumento de un golpe y llamo al mensajero.

—¿Qué ocurre?

—El capitán, señor. Debe usted dirigirse inmediatamente a su despacho, por favor.

—Imposible.

Me muestra una autorización que lleva el sello del capitán.

—Exige su presencia inmediata.

—Dígale que debo terminar un asunto muy delicado —replico—. Quizás dentro de unos quince minutos.

—No se me ha autorizado para permitir retraso alguno —me dice, sacudiendo la cabeza.

—¿Se trata de un arresto, entonces?

—De una convocatoria.

—¿Pero con la fuerza de un arresto?

—Sí; con la fuerza de un arresto —me contesta.

Me encojo de hombros y cedo. Todas las responsabilidades desaparecen de mí. Que sea el subdiputado quien trate con el Consejo de Nutrientes de la Marina; que lo haga el empleado del despacho exterior, o que no lo haga nadie; que todo el distrito se muera de hambre. Ya no me importa. Se me ha convocado. Se me ha descargado de mis responsabilidades. Entrego mi despacho al subdiputado y le sintetizo en quizás unas cien palabras el resultado actual de mis intrincadas horas de negociación. Ahora, todo forma parte del problema de otra persona.

El mensajero me conduce desde el edificio a la calle, calurosa y húmeda. El cielo está oscuro y pesado, amenazando lluvia; evidentemente ha estado lloviendo durante un rato, porque el contenido de las alcantarillas retrocede y se forman remolinos de agua fangosa en los canalones. El sistema de drenaje también se controla desde Ganfield Hold, y ahora debe de estar fallando. Nos apresuramos a cruzar la estrecha plaza situada frente a mi despacho, evitamos un riachuelo de aguas residuales, y nos abrimos paso por entre una multitud de apretados e irritados trabajadores que regresan a sus casas.

El uniforme del mensajero crea una invisible esfera de intocabilidad a nuestro alrededor; la multitud se abre presurosa, cerrándose tras nosotros. Sin una sola palabra, soy conducido al edificio con fachada de piedra del capitán de distrito, pasando rápidamente a su despacho. No es un lugar que me resulte desconocido, pero llegar aquí como prisionero es algo muy distinto a asistir a una reunión del consejo del distrito. Tengo los hombros caídos y mis ojos miran hacia la gastada alfombra.

Aparece el capitán de distrito. Es un hombre de sesenta años, de cabello plateado, erguido, con un mirar franco y directo, y sus rasgos reflejan poca de la tensión que debe imponerle su cargo. Ha gobernado nuestro distrito durante diez años. Me saluda por mi nombre, pero no efusivamente, y dice:

—¿No ha tenido noticias de su esposa?

—Habría informado, de haberlas tenido.

—Quizá, quizá. ¿Tiene alguna idea de dónde se encuentra?

—Sólo sé los rumores que circulan por ahí —contesto—. Que está en Conning Town, en Morton Court, en Mill.

—No está en ninguno de esos lugares.

—¿Está usted seguro?

—He consultado con los capitanes de esos distritos —me dice—. Niegan tener conocimiento alguno de su presencia. Claro que no tenemos razón alguna para confiar en sus palabras, pero, por otro lado, ¿por qué razón se molestarían en engañarme? —sus ojos se fijan en los míos—. ¿Qué parte jugó usted en el robo del programa?