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—Ninguna, señor.

—¿Ella no le habló nunca de cometer una traición?

—Nunca.

—En todo Ganfield existe la fuerte convicción de que hubo una conspiración.

—De ser asi, yo no sabía nada al respecto.

Me juzga con una mirada penetrante. Después de una prolongada pausa, me dice con pesadez:

—Nos ha destruído, y usted lo sabe. Tal como están las cosas, sólo podremos funcionar durante otras seis semanas sin el programa, y sólo si no se produce ninguna plaga, si no nos vemos inundados, si no nos desbordan los bandidos procedentes del exterior. Después de ese tiempo, los efectos acumulados de tantos fallos y paralizaciones terminarán por paralizarnos a todos. Caeremos en el caos. Nos esforzaremos inútilmente en medio de nuestros propios desechos, muertos de hambre, sofocados, entregados al salvajismo… y viviremos como bestias hasta el final… ¿quién sabe? Estamos perdidos sin el programa maestro. ¿Por qué ella nos hizo esto?

—No tengo ninguna teoría —contesto—. Era una mujer muy reservada. Fue precisamente su independencia de espíritu lo que me atrajo.

—Muy bien. Que sea su independencia de espíritu lo que le atraiga ahora. Encuéntrela, y traiga de nuevo el programa.

—¿Encontrarla? ¿Dónde?

—Eso lo tiene que descubrir usted.

—¡Pero si no conozco nada del mundo fuera de Ganfield!

—Aprenderá usted —me dice fríamente el capitán—. Hay aquí quienes estarían dispuestos a condenarle por traición, pero yo no veo nada valioso en eso. ¿De qué nos sirve el castigarlo a usted? Sin embargo, le podemos utilizar. Es usted un hombre inteligente y con recursos; puede abrirse paso a través de distritos hostiles, y puede reunir información y tener éxito en descubrir su paradero.

»Si hay alguien capaz de influir sobre ella, es usted; y si la encuentra, quizá pueda inducirla a devolver el programa. Ninguna otra persona podría confiar en lograrlo. Vayase. Le ofrecemos inmunidad de persecución, a cambio de su colaboración.

El mundo giraba rápidamente a mi alrededor. Mi piel quemaba de la conmoción.

—¿Dispondré de un salvoconducto para atravesar los distritos vecinos? —le pregunto.

—En la medida que podamos arreglarlo. Y me temo que no será mucho.

—Entonces, ¿me proporcionará una escolta? ¿Dos o tres hombres?

—Creemos que viajará mucho mejor si va solo. Un grupo de varios hombres tiene el carácter de una fuerza invasora; se le trataría con recelo y aún peor.

—¿Dispondré al menos de credenciales diplomáticas?

—Llevará una carta de identificación en la que se pide a todos los capitanes que respeten su misión y le traten con cortesía.

Sé muy bien el valor que podría tener una carta así en Hawk Nest, o en Folkstone.

—Esto me asusta —digo.

Él asiente, mostrando cierta amabilidad.

—Lo comprendo. Sin embargo, alguien debe buscarla, y ¿qué otro mejor que usted? Le concedemos un día para hacer sus preparativos. Partirá a primeras horas de pasado mañana…, y que Dios acelere su regreso.

5

Preparativos, dijo. ¿Cómo puedo prepararme? ¿Qué mapas puedo recoger, si no conozco cuál es mi destino? Es impensable regresar al despacho; voy directamente a casa y deambulo durante cuatro horas de una habitación a otra, como si me enfrentara con mi ejecución al amanecer. Finalmente consigo reponerme, y me preparo una frugal comida, aunque dejo la mayor parte en el plato. Ni una llamada de los amigos; tampoco yo llamo a nadie. Desde la desaparición de Silena, mis amigos se han separado de mí.

Apenas duermo. Durante la noche, escucho gritos roncos y agudas alarmas en la calle; en las noticias de la mañana siguiente me entero de que cinco hombres de Conning Town, que habían acudido a saquear, fueron atrapados por uno de los nuevos grupos de vigilantes que han sustituido a las máquinas de policía, siendo ejecutados sumariamente. Y eso no me gusta nada, pensando que dentro de un día puedo encontrarme yo mismo en Conning Town.

¿De qué pistas puedo disponer para dar con Silena? Pido hablar con el guardia a través del cual consiguió penetrar en Ganfield Hold. Está detenido desde entonces; el capitán está demasiado ocupado como para decidir ahora su destino y, mientras tanto, el pobre hombre languidece. Es un hombre pequeño, de cuerpo grueso, con un cerdoso pelo rojo y una frente sudorosa; le brillan los ojos de temor y le tiemblan las ventanillas de la nariz.

—¿Qué puedo decir? —me pide—. Estaba de servicio en el Hold. Llegó ella. No la había visto antes, aunque sabía que debía ser de alta posición. Llevaba la capa abierta. Por debajo, parecía ir desnuda. Estaba excitada.

—¿Qué le dijo a usted?

—Que me deseaba. Esas fueron sus primeras palabras.

Sí. Pude imaginarme a Silena haciendo eso, aunque ya tuve más dificultades en imaginármela, con su delicada figura, envuelta por el abrazo de este hombre pequeño y cuadrado.

—Me dijo que me conocía, y que estaba ansiosa de que la poseyera.

—¿Y después?

—Cerré la puerta. Fuimos a una habitación interior donde hay un catre. Era un momento tranquilo del día; pensé que no sucedería nada. Ella se quitó la capa. Su cuerpo…

—Su cuerpo no importa.

Yo también podía verlo demasiado bien con los ojos de mi mente: los delgados muslos, el vientre tenso, los pequeños y elevados senos, la cascada de cabello color chocolate cayendo sobre sus hombros.

—¿De qué hablaron ustedes? ¿Dijo ella algo de tipo político? ¿Algún eslogan, quizá algunas palabras contra el gobierno?

—Nada. Permanecimos juntos, desnudos, tumbados un rato, sólo acariciándonos. Entonces me dijo que traía consigo una droga que aumentaría diez veces las sensaciones del acto sexual. Se trataba de unos polvos negros. Me los bebí con agua; ella tambien bebió, o pareció hacerlo. Me quedé dormido instantáneamente. Cuando me desperté, todo el Hold estaba excitado y me habían detenido —me mira, con ojos furiosos—. Tendría que haber sospechado desde el principio que era un truco. Esa clase de mujeres no sienten deseos de un hombre como yo. ¿Qué daño le he hecho a usted? ¿Por qué me eligió como víctima de su plan?

—Será el de ella —corregí—, no el mío. Yo no he tomado parte en esto. La motivación de ella es un misterio incluso para mí. Si pudiera descubrir a dónde ha ido, la buscaría y obtendría esas respuestas. Cualquier ayuda que pueda usted prestarme puede garantizarle el perdón y la libertad.

—No sé nada —dice, tristemente—. Ella llegó, me engañó, me drogó y robó el programa.

—Piense. ¿Ni una palabra? Quizá mencionara el nombre de algún otro distrito.

—Nada.

Un payaso, eso es lo que es, un inocente, un inútil. Al marcharme me grita que interceda por él, pero ¿qué puedo hacer yo?

—Ella nos ha perdido a todos —le contesto.

Ante mi solicitud, un fiscal del distrito me acompaña al apartamento de Silena, que se encuentra cerrado oficialmente desde su desaparición. Su contenido ha sido detalladamente examinado, pero quizá haya alguna clave de la que sólo yo pueda darme cuenta. Al entrar, noto un agudo dolor de pérdida, pues la vista de las pertenencias de Silena me recuerda tiempos más felices. Todas estas cosas me son dolorosamente familiares: sus hileras de libros bien arreglados y dispuestos, sus ropas, sus muebles, su cama. Sólo la conocía desde hacía once semanas, y era mi esposa del mes desde hacía dos. No me había dado cuenta de que hubiera llegado a significar tanto para mí, y de un modo tan rápido.