Выбрать главу

—No estoy muy seguro al respecto.

Sigo sin revelar nada. Pero entonces, algo en su tono de un momento antes me llega tardíamente y neutraliza algo de las sospechas automáticas y reflexivas con las que me he enfrentado a sus preguntas. Miro a mi alrededor; no hay nadie más en la tienda. Dejo que mi voz suene con un cierto tono de conspiración y le digo:

—En realidad, puede que no sea tan traumático, una vez que nos hayamos acostumbrado a la nueva situación. Quiero decir que hubo antes un tiempo en el que no dependíamos tanto de las máquinas que piensan por nosotros, y sin embargo sobrevivíamos, e incluso nos las arreglábamos bastante bien para vivir. La semana pasada estuve leyendo un pequeño libro en el que, según me pareció, se decía que podríamos aprovecharnos de la situación si intentábamos regresar al antiguo estilo de vida. Era un libro publicado en Kingston.

—Walden Tres.

No fue una pregunta, sino una afirmación.

—Exacto —admito, escudriñándole con mis ojos—. ¿Lo ha leído?

—Lo he visto.

—Creo que ese libro tiene mucho sentido.

—Yo también lo creo —me dice, sonriendo cálidamente—. ¿Reciben ustedes mucho material de Kingston allá en Ganfield?

—En realidad, muy poca cosa.

—Aquí tampoco llega mucho.

—Pero debe haber algo, ¿no?

—Sí, algo sí —me confirma.

¿Me he encontrado con un miembro del movimiento subterráneo de Silena? Ávidamente, le digo:

—¿Sabe? Quizás pueda usted ayudarme a encontrar a unas personas que…

—No.

—¿No?

—No —la expresión de sus ojos sigue siendo amistosa, pero las facciones de su rostro aparecen tensas—. Por aquí no se hace nada de eso —dice, con un tono de voz repentinamente uniforme y remoto—. Tendrá usted que ir Hawk Nest.

—Me han dicho que se trata de un lugar horrible.

—Aún así, Hawk Nest es donde usted debe ir. A la tienda de Nate y Holly Borden, en la Box Street —bruscamente, su actitud cambia, adoptando la de un empleado exageradamente amable—. ¿Puedo servirle en algo más, señor? Si está interesado en alguna supernovela, disponemos de un par de casettes nuevos, doblemente amplificados. Acaban de llegar. Quizás desee que se los muestre…

—No, gracias.

Sonrío, sacudo la cabeza con un gesto negativo y abandono la tienda. Una máquina de policía espera fuera. Su cúpula gira, y cada uno de sus ojos me explora intensamente; finalmente, la resonante voz me dice:

—Su pasaporte, por favor.

Ahora, esta rutina ya me resulta familiar. Saco el documento. A través del escaparate de la librería veo al empleado observando disimuladamente. La máquina de policía dice:

—¿Cuál es su lugar de residencia en Conning Town?

—No tengo ninguno. Estoy aquí con un visado para veinticuatro horas.

—¿Y dónde pasará la noche?

—En un hotel, supongo.

—Por favor, muéstreme su reserva de habitación.

—Aún no he reservado nada —le comunico.

Un largo momento de silencio; la máquina está conferenciando con su central, sin duda, explorando el programa maestro de Conning Town, en busca de instrucciones. Finalmente, dice:

—Se le advierte que debe obtener una reserva legítima y mostrarla a un monitor de control a la primera oportunidad que tenga dentro de las próximas cuatro horas siguientes. El no hacerlo así representará una cancelación de su visado y una expulsión inmediata de Conning Town —desde las profundidades de la máquina escucho algunos clics siniestros—. Ahora se encuentra usted bajo vigilancia formal —me anuncia.

Rebosante de preguntas, regreso apresuradamente a la tienda. El empleado muestra cierto disgusto al volver a verme. Cualquier persona que atraiga a los monitores hacia su tienda —«monitores» es el nombre con que se conocen aquí las máquinas de policía— no es bien recibida.

—¿Puede usted decirme dónde encontrar el hotel más próximo y decente posible? —le pregunto.

—No encontrará ninguno.

—¿No hay hoteles decentes?

—No hay hoteles. Al menos, no hay ninguno en el que pueda encontrar una habitación. Sólo disponemos de dos o tres casas de transeúntes, y los alojamientos son reservados con meses de antelación a los viajeros habituales.

—¿Sabe eso el monitor?

—Desde luego.

—Entonces, ¿dónde se supone que deben permanecer los extranjeros?

—Aquí no hay ningún programa estructural para esa clase de extranjeros —me dice el empleado, encogiéndose de hombros—. Los viajeros habituales disponen de reservas regulares. Los intrusos no autorizados no pertenecen en absoluto a este distrito. Supongo que a usted se le puede considerar como algo intermedio. Para usted, no hay forma legal alguna de pasar la noche en Conning Town.

—Pero mi visado…

—Ni aún así.

—Entonces, supongo que lo mejor sería irme a Hawk Nest.

—Es tarde para eso. Ha perdido el último tubo. No le queda más remedio que permanecer aquí, a menos que desee intenta el cruzar la frontera a pie, en la oscuridad. Y eso no se lo recomiendo.

—¿Quedarme? ¿Pero dónde?

—Duerma en la calle. Si tiene suerte, los monitores le dejarán tranquilo.

—Supongo que en alguna avenida retirada y tranquila, ¿no?

—No —dice—. Si duerme en algún lugar apartado, seguramente se encontrará con los bandidos nocturnos. Vaya a una de las calles designadas donde se puede dormir. En medio de una gran multitud puede usted pasar desapercibido, aunque se encuentre bajo vigilancia.

Mientras habla, se mueve por la tienda, cerrándola para la noche. Tiene aspecto de sentirse intranquilo e incómodo. Cojo mi mapa de Conning Town y él me indica hacia dónde dirigirme. El mapa tiene varios años y quedó anticuado; él lo corrige con irritados trazos de su lápiz. Abandonamos juntos la tienda. Le invito a que se venga conmigo a algún restaurante como invitado mío, pero él me mira como si tuviera alguna enfermedad contagiosa.

—Adiós —me dice por toda respuesta—. Buena suerte.

7

Solo, alejado de otros comensales, ceno en una precaria cafetería, débilmente iluminada y automatizada, situada en los límites del centro de la ciudad. Las máquinas silenciosas me ofrecen sopa acre, pan pálido y esponjoso, y un estofado de color plomizo que contiene unos ingredientes de un origen indeterminable en forma de grumos, por lo que pago con cuentas de plástico amarillas que corresponden a la moneda vigente en Conning Town. Al salir, muy poco satisfecho, observo un brillo rojizo en el cielo por la parte oeste; puede ser una maravillosa puesta de sol o, según lo que sé, una señal de que Ganfield puede estar ardiendo.

Miro a mi alrededor, en busca de monitores. Mi período de cuatro horas de gracia ya casi ha expirado. Tengo que desaparecer inmediatamente entre la multitud. Parece aún demasiado pronto para irse a dormir, pero sólo me encuentro a unas pocas manzanas del lugar donde el empleado de la librería me sugirió que debería pasar la noche, así es que me dirijo hacia allí.

Es lo mismo; cuando llego a mi destino —una plaza ancha, bordeada por edificios grises de fachada ornamentada— lo encuentro lleno de personas que se disponen a dormir en la calle. Debe haber unas ochocientas, hombres, mujeres, grupos familiares, todos ellos instalados en pequeños cuadrados de territorio empedrado a los que evidentemente se aspira noche tras noche, de acuerdo con algún sistema de derechos habituales. Otras personas están llegando constantemente, penetrando en la plaza por las tres entradas de que dispone, encontrando sus lugares, extendiendo cojines de espuma o montones de ropa a modo de colchones.

Se trata de una multitud amistosa: esta gente se siente unida por lazos de vecindad, por una pobreza común. Ríen, se abrazan, participan en juegos de azar, intercambian confidencias susurradas, discuten, llevan a cabo transacciones, y se unen en los ritos de la religión local, realizando una rutina en la que participan seis personas que dan palmadas y cantan.