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El lugar donde pueden esperarse problemas es en la frontera.

Llego allí al cabo de unos minutos. Se trata de una calle ancha y polvorienta, silenciosa y vacía, llena de una hilera de almacenes de ladrillo en el lado de Conning Town, y de una fila de edificios bajos en la parte de Hawk Nest, algunos de ellos en ruinas, y los mejores con un aspecto enormemente sucio. No hay barrera alguna. El cruzar una frontera de distrito es ilegal excepto en tiempo de guerra, y no he oído decir que haya guerra entre Conning Town y Hawk Nest.

¿Me atrevo a cruzar? Máquinas de policía de dos especies patrullan la calle: las chatas pertenecientes a Conning Town, y las negras y de cabeza hexagonal de Hawk Nest. Sin duda alguna, unas o las otras me derribarán en la tierra de nadie situada entre ambos distritos. Pero no tengo otra elección. Tengo que seguir adelante.

Empiezo a correr por la calle en el momento en que dos máquinas de policía, que se han cruzado con órbitas opuestas, han dejado un espacio sin patrullar de aproximadamente una manzana de longitud. A medio camino de mi cruce, el monitor de Conning Town me detecta y lanza una orden. Las palabras son ininteligibles para mí, y sigo corriendo y zigzagueando, con la esperanza de evitar el rayo que probablemente seguirá. Pero la máquina no dispara; debo estar ya en la parte de Hawk Nest, por lo que a la máquina de Conning Town ya no le preocupa lo que sea de mí.

La máquina de Hawk Nest ha observado mi presencia. Rueda hacia mí en el momento en que tropiezo, pasando el límite.

—¡Alto! —me grita— ¡Presente sus documentos!

En ese preciso momento, un hombre de barba roja y feroz mirada en los ojos, de amplios hombros, sale de un destartalado edificio cercano al lugar donde me encuentro. Una idea surge de mi mente. ¿Se mantendrán aún en este duro distrito las costumbres del patrocinio y el derecho de asilo?

—¡Hermano! —le grito—. ¡Qué suerte! —le abrazo y antes de que pueda deshacerse de mí, le murmuro—: Soy de Ganfield y busco derecho de asilo aquí. ¡Ayúdeme!

La máquina ha llegado junto a nosotros. Comienza inmediatamente un interrogatorio, y yo digo:

—Este es mi hermano, que me ofrece el privilegio del derecho de asilo. ¡Pregúntele! ¡Pregúntele!

—¿Es eso cierto? —pregunta la máquina.

El hombre de la barba roja, sin sonreír, escupe y murmura:

—Mi hermano, sí. Un refugiado político. Yo le patrocino. Yo me hago responsable de él. Déjele quedarse.

La máquina produce un clic, un zumbido, y asimila. Después, me dice:

—Se registrará usted como refugiado político patrocinado en el término de doce horas, o abandonará Hawk Nest.

Sin decir nada más, se aleja.

Expreso mi cálido agradecimiento a mi repentino salvador. Él frunce el ceño, escupe una vez más, sacude la cabeza y dice:

—No nos debemos nada el uno al otro.

A continuación, con brusquedad, continúa su camino calle abajo.

9

En Hawk Nest, la naturaleza ha imitado al arte. Según he oído decir, el nombre tuvo antiguamente connotaciones puramente neutrales: fue la metáfora de algún empresario de bienes raíces de alto vuelo, nada más. Sin embargo determinó el carácter del distrito, porque poco a poco Hawk Nest -Nido de Halcón- se convirtió en el hogar de depredadores que es en la actualidad. Un lugar donde todos los hombres son extranjeros, donde cada persona es enemigo de su hermano.

Otros distritos tienen sus barrios pobres, pero Hawk Nest es un barrio pobre. Se me dice que aquí todos viven del saqueo, del engaño, de la extorsión y la manipulación. Una extraña base económica para toda una comunidad, pero quizás funcione bien para ellos.

La atmósfera resulta amenazadora. Las únicas máquinas de policía parecen ser las que patrullan a lo largo de la frontera. Percibo emanaciones de violencia por los rabillos de mis ojos: violaciones y apaleamientos en oscuras calles secundarias, relucir de navajas y gritos ahogados, ocultos festines de caníbales. Quizás sea mi imaginación que trabaja demasiado. Claro que, hasta ahora, no he notado ninguna amenaza directa; las personas con las que me encuentro en la calle no me prestan la menor atención y, en realidad, ni siquiera me devuelven la mirada que les dirijo. No obstante, mantengo mi pistola de calor cerca de la mano, mientras camino por estas afueras llenas de sombras y de edificios deteriorados. A través de ventanas con los cristales rotos, veladas por la suciedad, rostros siniestros me observan. Si soy atacado, ¿tendré que disparar para defenderme? ¡Qué Dios me evite el tener que hacerlo!

10

¿Por qué hay una librería en esta ciudad de asesinatos, escombros y decadencia? Llego a la Box Street, y aquí, entre un aceitoso depósito de repuestos y unos mostradores de comidas rápidas llenos de moscas, se encuentra la librería de Holly Borden. Cinco veces más profunda que ancha, llena de polvo, con luz mortecina, con las estanterías repletas de libros viejos y panfletos; un lugar adecuado para el siglo XIX, desplazado de algún modo en el tiempo. En el interior no hay nadie, excepto una mujer grande sentada junto al mostrador: carnosa, impasible, de rostro hinchado, inmóvil. Sus ojos, extrañamente intensos, brillan como discos de cristal colocados entre un montón de pasta. Me observa sin curiosidad.

—Estoy buscando a Holly Borden —digo.

—Pues la acaba de encontrar —replica con voz baja, de barítono.

—He venido de Ganfield, a través de Conning Town.

Ninguna respuesta de ella ante esta información.

—Estoy viajando sin pasaporte —sigo diciéndole—. Me lo confiscaron en Conning Town y crucé la frontera corriendo.

Ella asiente con un gesto. Y espera. Ninguna muestra de interés por su parte.

—Me pregunto si no podría venderme una copia de Walden Tres.

—¿Por qué quiere una?

—Siento curiosidad al respecto. No se la puede encontrar en Ganfield.

—¿Y cómo sabe que yo la tengo?

—¿Acaso es algo ilegal en Hawk Nest?

Parece extrañarse de que haya contestado una pregunta con otra.

—¿Cómo sabe usted que yo tengo una copia de ese libro?

—El empleado de una librería de Conning Town me dijo que usted podía tenerla.

Una pausa. Y después:

—Muy bien. Suponga que la tengo. ¿Ha hecho todo el viaje desde Ganfield sólo para comprar un libro?

De repente, ella se inclina hacia adelante y sonríe; es una sonrisa cálida, aguda, penetrante, que transforma por completo la expresión de su rostro; ahora está en tensión, alerta, atenta, tenaz, imponente.

—¿Cuál es su juego? —me pregunta.

—¿Mi juego?

—¿A qué está jugando? ¿Qué ha venido a hacer aquí?

Es el momento de mostrarse completamente honesto.

—Estoy buscando a una mujer llamada Silena Ruiz, de Ganfield. ¿Ha oído hablar de ella?

—Sí. No está en Hawk Nest.

—Me parece que está en Kingston. Me gustaría encontrarla.

—¿Por qué? ¿Para detenerla?

—Sólo para hablar con ella. Tengo muchas cosas que discutir con ella. Era mi esposa del mes cuando abandonó Ganfield.

—Eso del mes ya debe haber casi pasado —dice Holly Borden.

—Aún así —le replico—. ¿Puede usted ayudarme a encontrarla?

—¿Y por qué razón he de confiar en usted?

—¿Y por qué no?

Reflexiona brevemente sobre mi pregunta. Estudia mi rostro. Percibo el calor de su escrutinio. Finalmente, me dice:

—Tengo que hacer un viaje a Kingston dentro de poco. Supongo que podré llevarle conmigo.