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11

Me abre una trampilla y desciendo a una habitación situada debajo de la tienda. Después de un buen montón de horas, un hombre delgado, de pelo grisáceo, me trae una bandeja de comida.

—Llámeme Nate —me dice.

Por encima de mí, escucho conversaciones que no puedo distinguir. Risas, el estrépito de las botas sobre el piso de madera. En Ganfield puede haber empezado a desatarse el hambre. Las ratas aparecerán por los alrededores del Hold. ¿Durante cuánto tiempo me mantendrán aquí? ¿Soy un prisionero? Pasan dos días. Tres. Nate no se muestra propicio a contestar preguntas. Dispongo de libros, un catre, retrete, un vaso para beber.

Al tercer día se abre la trampilla. Holly Borden mira hacia abajo.

—Estamos preparados para marcharnos —me dice.

La expedición la componemos únicamente nosotros dos. Ella va a Kingston a comprar libros, y viaja con un pasaporte comercial que le permite llevar consigo a un ayudante. Nate nos conduce hasta la boca del tubo, a media tarde. Ya no me parece nada extraño el pasar de un distrito a otro; no son lugares tan extraños y hostiles, sino simplemente diferentes del distrito que yo conozco. Me veo ligado a una odisea que me lleva a través de cientos de distritos, e incluso de miles, a través de toda la frenética red de nuestro mundo. ¿Por qué regresar a Ganfield? ¿Por qué no continuar, incluso hacia el este, hacia el gran océano y más allá, hacia la inimaginable extrañeza del extremo más alejado?

Aquí estamos, en Kingston. Un distrito viejo, uno de los más antiguos. Somos los únicos que viajamos hacia allí hoy procedentes de Hawk Nest. Sólo se lleva a cabo una revisión superficial de los pasaportes. Las máquinas de policía de Kingston son altas, de brazos largos, con cuerpos estriados, ornamentados con rayas de colores rojo y verde, lo que produce un efecto bastante alegre. Me estoy convirtiendo en un experto en cuanto a variaciones locales de diseños de máquinas de policía. El propio Kingston es un distrito de bajos edificios de color pastel, distribuidos en bulevares que irradian de la famosa universidad que es su principal empresa. Por lo que yo puedo recordar, nadie de Ganfield ha sido admitido en la universidad.

Holly espera a unos amigos que tienen que pasar a recogerla, pero no han llegado. Esperamos quince minutos.

—No importa —me dice. Caminaremos.

Yo llevo el equipaje. El aire es blando y suave; el sol, inclinándose hacia Folkstone y Budleigh, aún está alto. Me siento extrañamente sereno. Es como si hubiera percibido un propósito divino, un plan imperioso en la estructura de nuestra sociedad, en nuestra extensa ciudad de muchas ciudades, en nuestra red de acero y hormigón que se adhiere como una armadura de escamas a la piel de nuestro planeta. ¿Pero cuál es ese propósito? ¿Cuál es ese plan? Su esencia se me escapa; sólo soy consciente de que tiene que existir. Una alegre ilusión.

A unos cincuenta pasos de la estación, nos vemos bruscamente rodeados por una docena o más de alegres jóvenes que surgen de una calle lateral. Van desnudos, a excepción de unos taparrabos de color verde; sus pelos y barbas aparecen descuidados y sin peinar; tienen un aspecto feroz y bárbaro. Algunos de ellos llevan largas navajas desenfundadas, colgando de sus cinturones. Nos rodean ávidamente, golpeándonos con las puntas de sus dedos.

—¡Este es un distrito santo! —nos gritan— ¡No necesitamos extranjeros blasfemos aquí! ¿Por qué tienen que invadirnos?

—¿Qué es lo que quieren? —pregunto a Holly en un susurro—. ¿Estamos en peligro?

—Son un grupo de sacerdotes —me contesta—. Haga lo que le digan y no sufriremos el menor daño.

Ellos se aprietan más a nuestro alrededor. Brincando, danzando, nos lanzan gotitas de sudor.

—¿De dónde vienen? —preguntan.

—De Ganfield —contesto.

—De Hawk Nest —dice Holly.

Parecen juguetones, pero peligrosos. Apelotonándose a mi alrededor, me vacían los bolsillos, con una serie de alegres correrías; pierdo mi pistola de calor, mis mapas, mis inútiles cartas de introducción, mis diversas monedas, todo, incluso mi cápsula de suicidio. Se pasan estas cosas entre ellos, lanzando exclamaciones; después, me devuelven la pistola de calor y una parte del dinero.

—Ganfield —murmuran—. ¡Hawk Nest! —hay disgusto en sus voces—. Lugares sucios. Lugares malditos por Dios.

Nos cogen de las manos y nos arrastran, haciéndonos girar. El pesado cuerpo de Holly resulta ser sorprendentemente grácil, iniciando una serena danza que les hace aplaudir, maravillados.

Uno de ellos, el más alto del grupo, nos coge por las muñecas y dice:

—¿Qué han venido a hacer en Kingston?

—He venido a comprar libros —declara Holly.

—He venido a encontrar a mi esposa del mes, Silena —declaro.

—¡Silena! ¡Silena! ¡Silena! —el nombre se convierte en un jubiloso encanto en sus labios—. ¡Su esposa del mes! ¡Silena! ¡Su esposa del mes! ¡Silena! ¡Silena! ¡Silena!

El más alto acerca su rostro al mío, diciéndome:

— Te ofrecemos una alternativa: ven a rezar con nosotros o muere aquí mismo.

—Elegimos rezar —le digo.

Nos agarran por los brazos, apresurándonos para que avancemos. Calle abajo, una calle tras otra, hasta que finalmente llegamos a terreno santo: una zona ajardinada, insignificante en cuanto a espacio, plantada con matorrales que no me son familiares y con flores que desconozco, cuidados con evidente esmero. Nos empujan hacia el interior.

—Arrodillarse —nos dicen.

—Besad la sagrada tierra.

—Adorad las cosas que crecen en ella, extranjeros.

—Dad gracias a Dios por el aire que acabáis de respirar.

—Y por el aire que estáis a punto de respirar.

—¡Cantad!

—¡Llorad!

—¡Reíd!

—¡Tocad el suelo!

—¡Ofreced culto!

12

La habitación de Silena es fría y tranquila, situada en el piso superior de una residencia desde la que se dominan los terrenos de la universidad. Lleva puesto un suave vestido verde de textura basta, sin joyas, sin pintura en la cara. Su actitud es tranquila y segura de sí misma. Había olvidado la delicadeza de sus rasgos, el frío y malicioso brillo de sus ojos oscuros.

—¿El programa maestro? —me pregunta, sonriendo—. ¡Lo destruí!

Me acobarda la profundidad de mi amor por ella. Al encontrarme ante Silena, siento cómo las rodillas se me convierten en agua. Ante mis ojos se baña en una resplandeciente aura de sensualidad. Hago esfuerzos por controlarme.

—No has destruido nada —le digo—. El tono de tu voz traiciona la mentira.

—¿Crees que aún tengo el programa?

—Sé que lo tienes.

—Está bien, sí —admite, con frialdad—. Lo tengo.

Mis dedos tiemblan. Se me reseca la garganta. Una estupidez de adolescente trata de ahogarme.

—¿Por qué lo robaste? —pregunto.

—Por amor al mal.

—Veo la mentira en tu sonrisa. ¿Cuál fue la verdadera razón?

—¿Acaso importa?

—El distrito está paralizado, Silena. Miles de personas sufren. Dependemos de la benevolencia de los asaltantes de los distritos contiguos. Muchas personas ya han muerto de calor, del mal olor de los desperdicios, del fallo del equipo de los hospitales. ¿Por qué te llevaste el programa?

—Quizá tenía razones políticas.

—¿Cuáles eran?

—Demostrar a la gente de Ganfield qué tan completa era su dependencia de esas máquinas. Han permitido que se conviertan en parte de su propia naturaleza.

—Eso ya lo sabíamos —replico—. Si sólo tenías intención de dramatizar nuestra dependencia, no hacías más que poner de manifiesto lo evidente. ¿De qué servía paralizarnos? ¿Qué has ganado con eso?