– Yo sobreviví -masculló Millie.
El ataque había acabado con su carrera policial, le había proporcionado una pensión de invalidez y había tardado mucho tiempo en reponerse, pero lo consiguió, a diferencia de su compañero, al que dispararon en el mismo tiroteo. A veces todo era cuestión de suerte.
Llegaron al hospital en siete minutos. Los tres saltaron de las furgonetas y siguieron la camilla. Los enfermeros habían cortado la ropa de Ophélie, que yacía medio desnuda, expuesta y tan cubierta de sangre que resultaba imposible discernir lo sucedido. Al cabo de unos segundos desapareció en la unidad de trauma, inconsciente y con el rostro cubierto por una mascarilla de oxígeno. Sus tres compañeros se sentaron en silencio, sin saber a quién llamar ni si debían llamar siquiera. Les parecía un pecado llamar a una niña y suponían que estaba con alguna canguro. Tenían que comunicárselo a alguien.
– ¿Qué os parece, chicos? -preguntó Jeff.
Era el jefe del equipo, pero la decisión no era fácil.
– Mis hijos querrían saberlo -aseguró Bob en voz baja.
Los tres estaban muy pálidos, y Jeff se volvió hacia Bob antes de ir al teléfono público situado en el vestíbulo.
– ¿Cuántos años tiene su hija?
– Doce. Se llama Pip.
– ¿Queréis que la llame yo o hable con la canguro? -se ofreció Millie.
Quizá se asustarían menos si oían la noticia de labios de una mujer. ¿Pero qué podía dar más miedo que enterarse de que tu madre había recibido dos disparos en el pecho y uno en el estómago? Jeff sacudió la cabeza y se dirigió al teléfono. Los otros dos esperaron apoyados contra la pared, cerca de la puerta de urgencias. Al menos nadie había salido a comunicarles que había muerto, aunque Bob sospechaba que no tardarían en hacerlo.
El teléfono de la casa de Safe Harbour sonó poco después de las dos de la madrugada. Matt llevaba dormido casi dos horas y despertó con un sobresalto. Ahora que volvía a tener a sus hijos en su vida, nunca desconectaba el teléfono y se preocupaba si lo llamaban a una hora inusual. Se preguntó si sería Robert o tal vez Vanessa desde Auckland. Esperaba que no fuera Sally.
– ¿Diga? -murmuró soñoliento al descolgar.
– Matt.
Era Pip, y con aquella única palabra advirtió que le temblaba la voz.
– ¿Pasa algo?
Pero Matt lo supo antes de que ella se lo dijera, y una oleada de terror se adueñó de él.
– Es mi madre. Le han disparado y está en el hospital. ¿Puedes venir?
– Ahora mismo.
Matt apartó las sábanas y se levantó sin soltar el teléfono.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Han llamado a Alice y he hablado con ellos. El hombre dice que le han disparado tres veces.
– ¿Está viva? -preguntó Matt con voz ahogada.
– Sí -asintió la niña con un hilo de voz, llorando.
– ¿Te han dicho cómo ha sido?
– No. ¿Vendrás?
– Lo antes posible.
No sabía si ir al hospital o a casa de Pip. Quería estar con Ophélie, pero Pip lo necesitaba.
– ¿Puedo acompañarte?
Matt vaciló una fracción de segundo mientras cogía unos tejanos.
– De acuerdo. Vístete. Llegaré lo antes que pueda. ¿Dónde está?
– En el Hospital General. Acaba de llegar. Le dispararon hace unos minutos, no sé nada más.
– Te quiero, Pip. Adiós.
No quería perder tiempo hablando con ella ni intentando tranquilizarla. Se vistió, cogió la cartera y las llaves del coche, y corrió hacia él. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta con llave. Desde el coche llamó al hospital. No había novedades; Ophélie se encontraba en estado crítico y no sabían nada más.
Matt condujo por la montaña tan deprisa como se atrevió, y al llegar a la autopista pisó el acelerador a fondo. Cruzó el puente a toda velocidad y arrojó las monedas a la mujer del peaje. Llegó a casa de Pip y Ophélie veinticuatro minutos después de recibir la llamada. No se molestó en entrar, sino que tocó el claxon. Pip salió corriendo vestida con tejanos y el anorak de esquí, que había encontrado en el armario del vestíbulo. Estaba muy pálida y parecía aterrorizada.
– ¿Estás bien? -le preguntó Matt.
La niña meneó la cabeza, pero estaba demasiado asustada para llorar siquiera. Parecía a punto de desmayarse, y Matt rezó por que aguantara. También rezó por su madre y no comentó a Pip la locura que había cometido Ophélie al trabajar en la calle por la noche con el equipo. Había sucedido lo que había temido y augurado desde el principio. Sin embargo, no era ningún consuelo tener razón. No veía cómo Ophélie podía salir de aquella. Ni tampoco Pip. Tres balas parecían más de lo que podía soportar un ser humano, aunque Matt sabía que algunos lo habían conseguido.
Se dirigieron al hospital en angustiado silencio. Matt aparcó en una de las plazas para vehículos de emergencia, y él y Pip se apearon de un salto. Jeff, Bob y Millie los vieron en cuanto entraron en el vestíbulo, y al instante supieron quiénes eran, al menos la niña. Era clavada a su madre salvo por la melena roja.
– ¿Pip? -preguntó Bob al tiempo que se acercaba a ella y le daba una palmadita en el hombro-. Soy Bob.
– Lo sé.
Pip los había reconocido a todos por la descripción de su madre.
– ¿Dónde está mi madre? -preguntó, nerviosa, pero notablemente entera.
Matt se presentó con el ceño fruncido. No podía culparlos por la temeridad de Ophélie, pero aun así estaba furioso.
– Le están extrayendo las balas -explicó Millie.
– ¿Cómo está? -quiso saber Matt, mirando de hito en hito a Jeff, que le parecía el jefe.
– No lo sabemos. No nos han dicho nada.
Permanecieron de pie durante lo que se les antojó una eternidad y por fin se sentaron.
Bob fue a buscar café, y Millie cogió de la mano a Pip, que se aferraba a Matt con la otra. Guardaba silencio, pues ninguno de ellos podía decir nada para justificar, explicar ni consolar. No abrigaban demasiadas esperanzas, ni siquiera Pip, y nadie quería mentirle. Las probabilidades de que Ophélie sobreviviera eran casi nulas.
– ¿Han cogido al tipo que le disparó? -preguntó por fin Matt.
– No, pero pudimos verlo bien. Si la policía tiene fotos de él, lo cogeremos. Lo perseguí, pero no lo alcancé, y no quería dejarla sola -explicó Jeff.
Matt asintió. Aun cuando le echaran el guante, ¿qué más daba, si Ophélie moría? A él no le importaba, desde luego, ni tampoco a Pip. Nada lograría devolverla a la vida si moría. Pero de momento seguía viva.
Matt acudió varias veces a recepción para preguntar por su estado, pero lo único que supieron decirle era que continuaba en el quirófano. Allí pasó siete horas, al término de las cuales seguía con vida.
Para entonces, Jeff ya había llamado al centro, y varios periodistas habían telefoneado al hospital, aunque por fortuna todavía no se había presentado ninguno. Por fin, a las nueve de la mañana salió un cirujano para hablar con ellos. Matt estaba aterrado, al igual que Pip. Matt no le había soltado la mano en ningún momento, y todo lo hacía con la otra mano. La niña se aferraba a él, y él a ella.
– Está viva -los tranquilizó el cirujano-. Todavía no sabemos cómo evolucionará. La primera bala le atravesó el pulmón y salió por la espalda. La segunda le atravesó el cuello, aunque no ha tocado la columna. Dadas las circunstancias, ha tenido bastante suerte, pero aún no está fuera de peligro. La tercera le ha destrozado un ovario y el apéndice, además de dañarle bastante el estómago y los intestinos. Hemos pasado las últimas cuatro horas de la operación en esa zona. La hemos operado entre cuatro cirujanos; es la mejor atención que se puede recibir aquí.
– ¿Podemos verla? -musitó Pip con un hilo de voz, después de pasar toda la noche en silencio.