– ¿Por qué? -repitió escandalizada-. Porque tú has sido mi enemigo desde que me conociste. Porque tú y yo nunca podremos hacer las paces. Porque me produces repulsión.
– Tampoco tú me gustas a mí -se encogió de hombros-. Pero hay que tener sentido del deber. No quiero que el hijo de Toni nazca ilegítimamente, como un bastardo. Estamos en Italia, signorina, y esas cosas tienen su importancia aquí.
– Pero yo no estaré aquí -le recordó.
– Está bien, vamos a dejarlo -suspiró impaciente-. Pero no te des demasiada prisa por marcharte. Tu visita le ha hecho bien a mi abuelo. Puede que si lo visitas más a menudo se recupere. Se lo debes.
– Sí, se lo debo -convino sin dudarlo-. Y me alegra poder hacer algo por él. Piero siempre ha sido muy amable conmigo.
– Bien. Tengo que irme. Volveré más tarde.
Rinaldo se marchó y dejó a Donna con un fuerte dolor de cabeza. Descubrir el verdadero estado de salud de Piero, su cálida reacción al verla, saber que un testigo había enterrado cualquier sospecha que hubiera sobre ella y, finalmente, la descabellada e indecente proposición de Rinaldo la habían dejado demasiado alterada como para pensar con serenidad.
Lo peor de todo era la idea de casarse con su enemigo. Porque ellos dos seguían enemistados. Rinaldo lo había dejado bien claro. Y a ella misma la repugnaba la presencia de aquel indeseable. ¿Cómo iba a casarse con un hombre al que odiaba? Por nada del mundo.
Con todo, no podía dejar de recordar, a pesar de sus esfuerzos por olvidarla, aquella noche en que habían estado juntos, en la fuente, cuando Rinaldo le había dicho que ella jamás sería feliz con Toni. Le había acariciado los labios y había hecho que su sangre hirviera con una sensación desconocida. Le había dicho que ella no era una niña, sino una mujer; que necesitaba a un hombre.
Y, en el fondo, Donna sabía que, en otras circunstancias, Rinaldo podría haber sido el hombre al que ella se habría entregado en cuerpo y alma.
Sintió un escalofrío que la devolvió a la realidad. Era demasiado tarde. De hecho, ya era demasiado tarde antes de haberlo conocido. Ahora eran rivales y su fugaz, traicionera y mutua atracción pasaría al limbo de lo que podría haber sido y nunca sucedió ni sucedería. Su corazón era de Toni, que la había amado a su manera y cuya muerte pesaba en su conciencia más de lo que estaba dispuesta a admitirle a Rinaldo.
Había sido Toni quien había provocado el accidente, pero, tal vez, si ella hubiera sabido manejar la situación mejor, él no se habría asustado tanto y seguiría vivo. Tenía que cargar con esa cruz, y el peso de ésta se multiplicaría cada vez que mirara a Rinaldo.
Capítulo 5
– Vas a dejar esta habitación -la informó Alicia poco después de desayunar- y te cambias a otra más cercana a la del signor Piero.
Donna no necesitó preguntar de dónde venía tal orden. Recogió sus pertenencias y dejó que Alicia la acomodara en una silla de ruedas para llevarla a su nueva habitación, que resultó ser más acogedora.
Donna se pasó inmediatamente a la puerta de al lado.
La enfermera de Piero, sin duda avisada, la esperaba con una sonrisa en los labios. Era como si el mundo entero se doblegara dócilmente a las órdenes de Rinaldo.
– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó a la enfermera, después de sentarse junto a la cama de Piero, que estaba dormido.
– Vivirá, aunque su calidad de vida no será buena: tiene una grave parálisis y apenas puede hablar.
En un momento dado, Piero abrió los ojos, sonrió a Donna y volvió a sumirse en un sueño profundo instantes después.
– ¿Está todo a tu gusto? -le preguntó Rinaldo esa tarde, en referencia a su nueva habitación.
– Es agradable, pero me habría gustado más que me comentaras antes el cambio, en vez de trasladarme como si fuera un paquete.
– No pensé que fueras a oponerte.
– A lo único que me opongo es a que no me has consultado primero -matizó Donna.
– A mí la gente me obedece.
– Es posible que la mayoría lo haga; pero yo no. Yo haré lo que esté en mis manos por Piero, pero no porque tú lo ordenes, sino porque yo quiero. Y en cuanto esté mejor, me marcharé lejos de aquí.
– ¿Pretendes cerrarle la puerta a la familia de Toni por completo? -preguntó Rinaldo casi con indiferencia.
– Digamos que no pienso dejarte interferir. Creía que ya había dejado claro esto.
– Sí, muy claro -concedió él -. Sólo espero que no te marches de la clínica demasiado rápido. Deberías quedarte aquí al menos otras dos semanas.
– Esta clínica es privada, ¿no? Lo pregunto porque no me gusta que la factura corra a tu cuenta.
– Lo hago por el bienestar del hijo de Toni. ¿No puedes entenderlo?
– Visto así, no me queda más remedio que dejarte pagar.
– ¡Eres tan magnánima! Y si te preocupa deberme dinero, me daré por recompensado con la compañía que le haces a Piero -una veta de tristeza ensombreció su mirada-. Tú presencia lo anima más que la mía. A partir de ahora, te molestaré lo menos posible.
Para su sorpresa, Rinaldo cumplió con su palabra durante la siguiente quincena. Visitaba a Piero todos los días y, si coincidía con Donna, ésta desaparecía para dejarlos a solas.
En una ocasión, estando Donna sentada junto a Piero, sujetándole la mano y hablando con él cariñosamente, elevó la vista y descubrió que Rinaldo la estaba mirando apesadumbradamente. Había entrado en la habitación con sigilo y ella lo había sorprendido con la guardia bajada. Se notaba su tristeza en la cara, pero, por una vez, no había rencor en su expresión. Cuando Rinaldo se dio cuenta de que Donna lo estaba mirando, suspiró profundamente y volvió a la realidad.
– ¿Está mejor? -le preguntó.
– Cada día está más fuerte. Todavía no puede hablar ni moverse mucho, pero me habla con los ojos -respondió Donna-. Ya os dejo solos.
– No hace falta.
– No, querrás hablar con él en privado -insistió Donna, que se esfumó de la habitación en seguida.
Así era la relación entre ambos: se trataban con educación y no se miraban a los ojos salvo por accidente, como si los dos tuvieran miedo de lo que podrían encontrar al cruzarse las miradas. El tiempo transcurría tranquilamente. Lo único que había perturbado a Donna había sido la temporal pérdida de su pasaporte, que había extraviado en el traslado a la nueva habitación, pero que, finalmente, había localizado en un cajón.
Ya habían pasado tres semanas. Tenía que regresar ya a Inglaterra, y lo que más la preocupaba era cómo decírselo a Piero.
– Dentro de poco dejaremos de vernos con tanta frecuencia -le comunicó Donna un día, para que Piero fuera haciéndose a la idea-. En seguida volverás a casa y… bueno, todo cambiará.
El abuelo sonrió y empezó a mover una mano, con la que apuntó hacia la mano izquierda de Donna. Ésta comprendió, acongojada, que estaba señalando el dedo en el que debía llevar el anillo de los Mantini.
– Mo… moglie -logró articular Piero después de muchos esfuerzos.
Donna se quedó atónita. Moglie significaba esposa. Pero ella ya no iba a convertirse en esposa de Toni. ¿Habría perdido Piero la cabeza después de todo?, ¿no era consciente de la muerte de su nieto?
– Piero, no puedo ser la mujer de Toni -dijo con suavidad.
– Ri… Rinaldo… -acertó a decir.
Lo miró aterrorizada después de oírlo. ¿Habría convencido Rinaldo a su abuelo para forzarla a que se casara con él contra su voluntad? Sin duda, era algo tan descabellado como posible. ¿Por qué no? El estaba acostumbrado a salirse con la suya, apisonando cualquier oposición que pudiera encontrar en su camino.
Estaba tan enfurecida que decidió marcharse de inmediato, sin permitir que Piero se disgustara al ver su enojo.
– Vuelvo… en seguida -le dijo, y se marchó a todo correr.