Una vez en su habitación, sentada sobre la cama, empezó a temblar de confusa y nerviosa que estaba. No sólo la consumía la rabia, sino también un cierto miedo a Rinaldo. Durante los últimos días, parecía haber olvidado su inconcebible proposición y, sin embargo, era evidente que había estado maquinando qué debía hacer para retenerla.
Alguien avanzaba por el pasillo, hacia la habitación de Piero. Poco después, Rinaldo entró a ver a Donna y ambos se quedaron mirándose.
– No he entendido mal, ¿verdad? -preguntó ella malhumorada-. Piero espera que nos casemos. Llevas todo este tiempo organizando los preparativos de nuestra boda, a pesar de que te había dicho que no quería saber nada de eso.
– Exacto.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
– No se me ocurre nada más. No tenía intención de que te enteraras así. No pensaba que Piero pudiera comunicarse lo suficiente como para decírtelo.
– ¿Y cuándo tenías intención de decírmelo? -preguntó indignada-. ¿Camino de la iglesia?
– Mira, comprendo que estés irritada…
– Espero que comprendas mi irritación mejor de lo que comprendiste mi opinión acerca de la boda. ¿Es que nadie te ha dicho nunca «no» a algo que querías? ¿No entiendes el significado de esa palabra?
– Estaba seguro de que entrarías en razón cuando tu salud mejorara. Lo más sensato era ir preparándolo todo. Y eso es lo que he hecho.
– ¿Incluido decírselo a tu abuelo? ¡Qué falta de escrúpulos!
– Saber lo de nuestra boda le ha dado un motivo para seguir viviendo. Le rompería el corazón que te dejara escapar.
– ¿Qué quieres decir con eso de «dejarme» escapar? No necesito tu permiso. Me iré y punto.
– No lo permitiré.
– ¿Cómo que no…? ¿Quién eres tú para permitirme o no permitirme nada? Yo no obedezco tus órdenes.
– Donna, va siendo hora de que nos entendamos -dijo lanzándole una mirada autoritaria-. No estoy pidiéndote tu consentimiento para que nos casemos. Te estoy diciendo que ninguno tenernos otra opción. Es algo que tenernos que hacer.
– Yo no tengo por qué hacerlo -dijo desesperada.
– Muy bien -dijo Rinaldo con impaciencia -. Lo he decidido yo para salvaguardar el honor de mi familia y el bienestar del bebé de mi hermano. No puedes negarte.
– Eso ya lo veremos.
– A Toni no le gustaría que te negaras. El te amaba. Él habría querido que su hijo estuviera seguro.
– ¿Cómo puedes ser tan ruin como para usar a Toni en mi contra?
– No lo estoy usando en tu contra -dijo desabrido-. Te estoy recordando que tienes ciertas obligaciones hacia él. A Toni le gustaría saber que yo vaya proteger a su familia. En este país, la familia significa mucho.
Donna se dio media vuelta y se tapó los oídos con las manos, intentando olvidarse de Rinaldo. Aquel hombre era capaz de formular las peticiones más descabelladas y hacer que sonaran razonables. No había forma de escaparse de él.
Rinaldo se acercó a Donna despacio, la giro y bajó sus manos para que lo escuchara:
– Escúchame: la boda está prevista para pasado mañana. No tiene sentido seguir discutiendo.
– ¡Pasado mañana! -exclamó estupefacta, indignada-. ¿Cómo has podido organizarlo? ¿No hay que realizar trámites en los que yo…?
– Sin duda -atajó él-. Pero en vista de tu estado de salud, conseguí arreglarlo para que tu presencia no fuera necesaria. Me bastó con tu pasaporte.
– Mi… ¿me robaste el pasaporte?
– Lo tomé prestado. Tengo entendido que ya te ha sido devuelto.
– Así que por eso había desaparecido. ¿Cómo has podido…?
– Era necesario -cortó con impaciencia-. No podía solucionar todo el papeleo sin él.
– Pues haberte ahorrado todas las molestias. Me marcho mañana. Y no volverás a verme jamás.
Rinaldo se miró las uñas un segundo y, al levantar la cabeza, su expresión resultó indescifrable.
– Puede que tengas razón -dijo-. Fui tonto al pensar que te rendirías a la fuerza. La noche que nos conocimos ya me quedé admirado por tu tesón.
– Me alegra que lo entiendas -comentó algo más aliviada.
– Tú y yo nos hemos entendido desde el principio, ¿no es cierto, Donna? -le preguntó, lanzándole una extraña mirada.
– ¿A qué… a qué te refieres?
– ¿No lo sabes? ¿Sólo fueron imaginaciones mías? -Su mirada la hizo recordar caricias que habría preferido desterrar para siempre al olvido-. ¿Nunca te has preguntado qué habría sucedido si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias?
– Nunca lo sabremos -suspiró Donna -. Y ya no importa. Hay demasiadas barreras entre nosotros. Yo era la mujer de Toni.
– Pero si me hubieras conocido antes a mí…
De pronto, Donna vio el peligro y se retiró. Era otra de sus trampas endiabladas.
– Eres un hombre inteligente, Rinaldo -le dijo-. Por suerte para mí, soy consciente de lo inteligente que eres.
– No te he engañado, ¿verdad? -preguntó después de soltar una risotada.
– Ni un segundo. Sé bien que eres capaz de cualquier cosa con tal de lograr lo que te propones.
– Bueno -se encogió de hombros-, será mejor que le diga a Piero que no habrá boda.
– ¿Se levará un disgusto muy grande?
– Enorme -respondió Rinaldo a la altura de la puerta-. Pero eso ya no es asunto tuyo -añadió.
Donna se quedó sola, desgarrada por unos sentimientos que tiraban de ella en diez direcciones a la vez. Sabía que había hecho lo correcto, pero le do1ía pensar en la decepción que se llevaría Piero.
– Quiere verte -le comunicó Rinaldo, después de ver a su abuelo.
– ¿Cómo se lo ha tomado? -le preguntó en voz baja, una vez en la habitación de Piero.
– No se lo he dicho -susurró Rinaldo-. Tú se lo dirás.
Se quedó sin respiración e intentó retirarse, pero Rinaldo la estaba sujetando con fuerza por los hombros, impidiendo su salida.
– Venga, díselo -la atosigó Rinaldo-. Rómpele el corazón. Dile que la ilusión que lo mantiene con vida se ha acabado.
– ¿Cómo puedes ser tan cruel? -murmuró Donna.
– Porque nuestra boda tiene que celebrarse. ¿Es que aún no lo entiendes?
La levó a la cama de Piero, empujándola con suavidad, pero con implacable determinación. Donna suspiró profundamente. Tenía que decirle la verdad a Piero en
Ese mismo momento.
Pero, al contemplar el brillo que iluminaba los ojos del anciano, no encontró las palabras adecuadas. Ella tenía la culpa de que se encontrara en tan mal estado no podía hacerle más daño.
Piero extendió tímidamente su mano débil en dirección a Donna, que la agarró y se la colocó sobre las rodillas.
– Figlia -dijo Piero con grandes esfuerzos.
A pesar de su confusión, el corazón le dio un vuelco al oír la palabra figlia. Ni siquiera significaba nieta, sino hija. Hacía años que nadie la llamaba así. De pronto, rompió a sollozar. Le elevo la palma de la mano y reposó la mejilla sobre ella, secándose las lágrimas en el movimiento. Sabía que no podía seguir luchando. Rinaldo la había atrapado, tal como había pretendido desde el principio.
– Está intentando decir algo más -observó Rinaldo.
Donna alzó la vista y soltó la mano de Piero para que pudiera apuntar. La señalo a ella, luego a Rinaldo y, finalmente, suspiro bene. Piero les había dado su bendición.
Siguió moviendo los labios. Donna creía que estaba repitiendo bene, pero luego se dio cuenta de que pronunciaba otra palabra que también empezaba por «b». Por fin la descifró y se quedó horrorizada. Estaba diciendo bacio.
– ¿Qué dice? -Le preguntó Rinaldo-. No lo entiendo.
– Nada importante -se apresuró a responder.
– Deja que sea yo quien decida si es importante.
– Bacio -repitió Piero un poco más alto y más claro.