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Donna se apartó de la cama, pero Rinaldo la detuvo agarrándola por un brazo.

– Mi abuelo quiere que nos besemos -dijo.

– No -dijo con seguridad -. No puedo. Imposible. ¿Cómo va a querer algo así sabiendo que…

– No lo mal interpretes: lo que Piero quiere es que nos demos un beso cariñoso, no apasionado. Sabe que nos casamos por Toni, pero necesita saber que habrá paz entre nosotros.

– ¿Paz? -respondió atribulada-. ¿Paz entre nosotros?

– Eso mismo -murmuró él-. Sé que no es posible; pero podemos fingir para contentarlo… Mírame -le ordenó después de posar los dedos sobre la barbilla de Donna, sin que ésta opusiera resistencia.

Lo miró a su pesar y creyó que se hundiría en el negro abismo de sus ojos. Rinaldo inclinó la cabeza y acercó los labios a los de ella, en una suave caricia.

Apenas se habían rozado, pero había bastado para que todo su cuerpo se calentara. Donna había querido alejarse de él, pero no había logrado moverse. De nuevo, había tenido la certeza de que estaba frente a todo un hombre, y no junto a un niño. Rinaldo la había sujetado con firmeza y decisión, con una mano en uno de los hombros y la otra, detrás de la cabeza.

Nunca debería haber accedido a aquel beso. Sólo podría soportar estar casada con Rinaldo si conseguía olvidarse de que, en otra vida, podrían haberse amado. Pero, ¿cómo iba a olvidarse de algo así mientras saboreaba sus labios y notaba la fuerza de su cuerpo contra el de ella?

Una parte de Donna quería que el beso acabara, pero la otra deseaba que el beso se prolongara eternamente, desarmándola con aquellas sensaciones tan dulces y novedosas. Nunca antes había soñado con experimentar vibraciones y calores tan trepidantes. Y ya era demasiado tarde. En ese momento del beso, justo cuando había convenido que se casaría con él, se había dado cuenta de que, aun así, siempre habría barreras insuperables entre ambos.

Piero sonrió satisfecho y dibujó con los labios el nombre de Rinaldo.

– Sí, abuelo -dijo el nieto.

Piero apuntó con los ojos hacia la mesita que había junto a la cama, sobre la cual había una caja pequeña. Rinaldo la abrió y descubrió el anillo que Piero le había regalado a Donna la primera noche.

– Insiste en que te quedes tú con el -le dijo Rinaldo a Donna, que asintió sin más. Él tomó su mano y habló con suavidad-. Nadie te impedirá marcharte, Donna. A pesar de lo que he dicho, si de verdad te niegas a casarte conmigo, nadie impedirá que te vayas. Decídete.

– Sabes que no puedo abandonar a Piero -susurró.

– Déjame oírte decir que te casarás conmigo.

– Me casaré contigo.

Rinaldo introdujo el anillo en su dedo y Donna supo que ya no había vuelta atrás.

Al día siguiente, el día anterior a la boda, Donna y Piero abandonaron la clínica y regresaron a Villa Mantini. Rinaldo había contratado los servicios de dos enfermeras para que atendieran al abuelo; pero Donna permaneció con él hasta que éste se hubo acomodado a la nueva disposición de su dormitorio. Parecía más feliz cuando Donna estaba cerca de él.

No pudo asistir a la boda en el ayuntamiento. Normalmente se habrían casado por la iglesia, pero Rinaldo decidió que bastaría con una boda por lo civil, de lo cual se alegró Donna, que consideraba un sacrilegio celebrar religiosamente aquel incongruente matrimonio.

Extrañamente, Selina había insistido en estar junto a la novia antes de la ceremonia, para darle ánimos, decía.

– Lo hace como muestra de amistad -le explicó Rinaldo -. Para ella significa mucho.

– ¿Qué le has dicho a ella? -le preguntó Donna.

– La verdad, por supuesto -respondió Rinaldo sorprendido -. No podía engañarla. Sabe que estabas prometida a Toni.

– ¿ Y el resto del mundo?

– El resto del mundo no se atreverá a preguntar.

– Pero seguro que murmurarán…

– Al principio, sí. Con suerte, se olvidarán de los detalles con el paso del tiempo y acabarán creyendo que el niño es mío.

– A no ser que Selina les diga la verdad -advirtió Donna.

– No sé por qué la has tomado con ella -dijo Rinaldo, enfadado-. Es mi amiga y sólo quiere mostrarse amable contigo..

– Pero no es normal -protestó Donna-. Toni me dijo que ella quería casarse contigo.

– Toni lo exageraba todo -replico Rinaldo-. Si Selina hubiera querido casarse conmigo, podría haberlo hecho hace trece años.

– ¿Estabas enamorado de ella?

– Desesperadamente -dijo con indiferencia-. Enamorado como sólo puede enamorarse un crio de veinte años. Me rechazó para intervenir en una película. Y no se equivocó. Nuestro matrimonio habría fracasado. Ella decía que yo era muy posesivo. Y lo era. Ella quería tener otra vida distinta. Aquello se acabó. Ahora es mi arruga y te pido que la trates con corrección. ¿Es mucho pedir?

– En absoluto -respondió Donna-. Al fin Y al cabo, no es asunto mío.

– Cierto.

Selina llegó temprano el día de la boda, toda sonrisa y buenas caras, y abrazó a Donna con aparente sinceridad. Insistió en arreglarle el peinado y lo hizo con destreza. Pero el estilo era demasiado extravagante para Donna y no le pegaba. Selina lucía un vestido color crema, una gargantilla de perlas y una pamela. Estaba radiante como si ella fuera la novia.

Enrico condujo a los tres al ayuntamiento. Era el sobrino de María, un joven grandullón y alegre, al que su tía solía referirse como «el idiota». Alternaba trabajillos como jardinero, chófer y otros apaños.

Cuando llegaron, Rinaldo se encargo de ultimar los trámites para la boda. Donna y Selina se quedaron solas, extrañamente Juntas. La primera se miro de reojo en un espejo y volvió a decirse que aquel peinado no le sentaba bien.

– Ojalá hubiera tenido más tiempo para ponerte guapa -suspiró Selina-. Deberías haber tenido un vestido más adecuado para la ocasión.

– Te agradezco todo lo que has hecho -dijo Donna, intentando ser educada-. Pero prefiero que todo proceda con mucha sencillez. Esta boda no es… normal.

– Claro, claro. Rinaldo me lo ha explicado todo. Se casa contigo por obligación. Si no, él y yo… -se interrumpió y se encogió de hombros-. Soy realista. Y espero que tú también lo seas.

– ¿Qué quieres decir?

– Venga, mujer. Las dos somos mayorcitas. Rinaldo es un hombre con un marcado sentido del deber y del honor familiar. Eso lo obliga a hacer sacrificios que, en otro caso, no haría jamás. Después de todo, él te importa tan poco como tú le importas a él. Os casáis por el bien del bebé. Y os admiro por ello -Selina sonrió-. Tengo la sensación de que vas a ser una madre excelente. Ya sabes lo que se dice: hay mujeres que nacen para ser esposas, y mujeres que nacen para ser madres.

– ¿Y algunas para ser amantes? -añadió Donna.

– Sabía que nos íbamos a entender -Selina volvió a sonreír-. Claro que no me extraña, porque eres mucho más lista de lo que pareces.

– Sin duda, soy más lista de lo que tú te piensas afirmó Donna.

No tuvieron ocasión de seguir hablando, ni había necesidad de ello, pensó Donna. Todo lo que tenían que decirse ya se lo habían dicho en ese intercambio tan intenso. Ya sólo le quedaba formalizar aquella disparatada boda con un hombre que no sentía nada por ella, e intentar reconciliarse con los tumultuosos sentimientos que habían destruido su paz interior.

El día de la boda transcurrió como un sueño para Donna, y luego no fue capaz de recordar nada con claridad. En algún momento de aquel trance fantasmal había estado de pie junto a Rinaldo, frente a unos funcionarios del ayuntamiento, y habían pronunciado las palabras que los unían como marido y mujer a ojos de la ley. Donna pensó que era Toni quien debía haber estado a su lado. ¿Tendría aquel matrimonio alguna posibilidad de éxito, después de cómo se había fraguado?

Todo el tiempo estuvo pendiente de Selina, que estaba radiante de guapa, en contraste con la palidez y la inquietud de Donna.