Выбрать главу

Luego regresaron a casa, en coche, los tres intentando aparentar naturalidad. Selina no paraba de hablar y los novios se esquivaban la mirada.

Al llegar a Villa Mantini, se encontraron con una fiesta para celebrar la boda; pero Donna se escabulló lo más airosamente que pudo, valiéndose de Piero como pretexto. Se ocupó de acostarlo y charló con él durante un rato, a pesar de que éste, con el dedo, le indicaba que regresara abajo, a la fiesta.

– Prefiero estar contigo -repuso Donna.

Se preguntaba de qué estarían hablando Rinaldo y Selina. ¿La estaría comparando con ella? De repente, Donna se sintió demasiado cansada como para que aquello la preocupara. Había sido un día muy agitado y ya estaba embarazada de cuatro meses.

Entonces, súbitamente, Donna vislumbró la causa de sus tormentosos sentimientos. ¿Cuántas veces había advertido a otras madres embarazadas acerca de esa cuestión?

– Ahora mismo se está produciendo un cambio hormonal muy grande dentro de ti -les decía a las madres-. Probablemente, estés más sensible que de costumbre, pero no te preocupes. Pasará.

Exacto. Se trataba de eso. Su desasosiego no tenía nada que ver con Rinaldo. Estaba, en realidad, directamente relacionado con su embarazo. ¿Cómo podía haber temido estar enamorándose de él? Se sintió muy aliviada al descubrir que lo suyo era una fase normal del embarazo y emitió una sonora risotada.

Podía oír ruidos provenientes de abajo. Miró por la ventana y vio el coche de Rinaldo, a cuyo volante estaba Enrico. Selina entró y el sobrino de María se la llevó. Poco después, Rinaldo empezó a subir las escaleras.

– Me he despedido de Selina de tu parte -le dijo a Donna tras entrar en la habitación de Piero.

– Gracias -Donna le dio un beso al abuelo-. Me voy a la cama. Estoy cansadísima.

Rinaldo le abrió la puerta y Donna entró en su dormitorio. No habían convenido cómo dormirían, como no habían hablado de casi nada, pues con Rinaldo no se discutía, sino que uno se limitaba a escuchar mientras él dictaba las leyes. Se sintió aliviada al observar que no había nada de Rinaldo en su alcoba.

– ¿Puedo pasar? -preguntó éste media hora después, tras llamar a la puerta.

– Sí, adelante -respondió. Ya estaba en camisón y se había deshecho el peinado de Selina.

También él se había cambiado. Llevaba un pijama de seda, cuyo cuello dejaba ver el tupido vello de su pecho. Donna no pudo evitar sentir placer ante tal contemplación. Por mucho que Rinaldo la desagradara, era un hombre muy atractivo. Donna se alegró al recordarse que aquella atracción era ilusoria, producto tan sólo de sus revolucionadas hormonas.

– ¿Todo bien? -le preguntó él-. ¿Estás muy cansada?

– Estoy perfectamente, gracias -respondió con educación.

– ¿Necesitas alguna cosa?

– No, gracias.

– Entonces, buenas noches.

– Buenas noches.

Donna tuvo la impresión de que a Rinaldo le habría gustado decir algo más, pero, después de dudar unos segundos, éste se marchó.

Capítulo 6

Donna se despertó al oír las campanadas. Se levantó, fue a la ventana, abrió los postigos y admiró la maravillosa vista. En la lejanía quedaban las siete colinas de Roma, mientras que en primer plano aparecían carreteras zigzagueantes y pueblecitos con pequeñas iglesias, cuyo campaneo envolvía la débil brisa del amanecer. Donna se quedó absorta ante tanta belleza.

Podía ver la propiedad de los Mantini en toda su extensión. Cerca de la casa, a la sombra de los árboles, había un terreno apartado de todas las carreteras, que hacía las veces de cementerio familiar, en el cual debía de hallarse ya Toni.

Se vistió deprisa y notó que la ropa que había usado antes del accidente le apretaba más. Antes de dejar la habitación, tomó el ramo de flores de la boda, el cual había colocado sobre la mesita de noche al acostarse.

No le costó encontrar el camino al cementerio. Allí estaban las tumbas de Giorgio y Loretta Mantini, junto con otras que, a juzgar por su fecha, debían de ser de abuelos, tías y tíos. Y allí también, en el suelo mismo, había una lápida de mármol más nueva que las demás.

Bajo ella yacía lo que quedaba del vital joven que había llenado la vida de Donna con cariños y risas. Donna ya no se imaginaba a sí misma enamorada de Toni; pero el destino de éste la desgarraba de lástima. Toni había sido irresponsable y débil, pero también había sido amable y muy generoso. No se había merecido una muerte así.

Abrazó el ramillete contra el pecho y luego, al colocar las flores sobre la tumba, los ojos se le arrasaron de lágrimas.

– Lo siento -susurró -. Lo siento mucho.

De pronto, tuvo la certeza de que allí había alguien más y, al alzar la vista, se encontró con Rinaldo, el cual la había estado observando. Sin embargo, antes de que Donna pudiera decir nada, él se retiró y desapareció entre las sombras.

Volvieron a encontrarse en el desayuno. Rinaldo ya habla llegado y estaba sentado en la larga mesa en que habían cenado la noche en que ella llegara a aquella casa. Se levantó y le corrió una silla con caballerosidad, frente a él.

– Normalmente no compartiremos los desayunos dijo Rinaldo-. Madrugo mucho para ir a trabajar, antes de que haga demasiado calor. Llegaré a casa a las ocho de la tarde y lo lógico es que nos vean cenar juntos. No te preocupes: no te molestaré en ningún otro momento.

Donna no supo cómo responder a aquel último comentario, aunque Rinaldo no parecía necesitar contestación alguna. Simplemente la estaba informando de cómo había organizado su vida, y ella no podía sino aceptar su plan.

– Necesito que firmes estos papeles -prosiguió Rinaldo, entregándole unos documentos-. He abierto una cuenta corriente en el banco para ti. Mañana mismo la tendrás a tu disposición.

– No necesito tanto -protestó Donna al ver el dinero que había ingresado en la cuenta.

– Tonterías, por supuesto que lo necesitas -afirmó con brusquedad-. Mi esposa tiene que ir bien vestida, y eso cuesta dinero. Por favor, no discutamos por esto.

– Está bien.

– Además, necesitarás comprar cosas para el bebé. Tú firma y ya está. Tengo que irme. Encontrarás un paquete en tu habitación. Ha llegado esta mañana de Inglaterra. Metió los papeles firmados en su maletín y se fue. Donna desayunó poco, un café bebido nada más, y luego subió las escaleras a toda velocidad, ansiosa por abrir el paquete.

Tal como había supuesto, era de un amigo que tenía una llave del piso que había compartido con Toni. Había recogido las cartas que le habían llegado allí y se las había enviado a Roma.

También había un par de enseres pequeños y un recibo con los gastos de la tarjeta de crédito de Toni. Se quedó asombrada al ver a cuánto ascendían su dispendio; ella siempre había sabido que Toni era muy derrochador, pero nunca había imaginado algo así. Sus deudas eran mucho mayores de lo que él le había confesado. Aparte, todavía tenían que pagar los plazos que quedaban pendientes del coche.

No podía pensar con claridad. Lo metió todo de cualquier forma en el paquete, salió al pasillo y entró en la habitación de Piero. Estaba vestido, sentado en la silla de ruedas junto a la ventana, con Sasha sobre su regazo. La cara se le iluminó al verla. Sólo él sentía cariño hacia Donna en aquel mundo hostil y solitario, y con ese amor tendría que soportar los siguientes meses, hasta que naciera su bebé.

Pasó la mañana con Piero. Luego, mientras comía, María le dijo lo que tenía pensado preparar de cena, para asegurarse de que cantaba con la aprobación de la patrona.

– Me parece perfecto -aseguró Donna.

– Grazie, patrona.

María desapareció en un segundo y dejó a Donna con la extraña sensación de que había querido alejarse de ella lo antes posible. Al conocerla aquella primera noche, Donna la había tomado por una mujer afable, pero ahora parecía que siempre la rehuía. ¿También ella la culpaba de la muerte de Toni?