Una noche, un mes después de la boda, Donna estaba sentada, esperando la hora de la cena. Aquella tarde, Piero le había repetido insistentemente que Rinaldo necesitaba mucho cariño. Se lo decía con frecuencia y observaba su reacción, como intentando decidir si aún era demasiado pronto para que Donna lo amara. A pesar de sus diferencias, las palabras de Piero la hicieron concebir esperanzas y Donna esperó con impaciencia el regreso de Rinaldo.
Sin embargo, nada más entrar éste en casa, notó que algo iba mal. Estaba especialmente tenso y los ojos le brillaban de forma extraña.
– ¿Te ocurre algo? -se interesó Donna.
– Sí. Pensaba que podríamos esperar hasta más adelante, pero dado que me preguntas, quiero que me des una explicación, y espero que sea convincente.
El brillo de sus ojos era todavía más intenso. No cabía duda de lo furioso que Rinaldo estaba.
– No sé qué quieres que te explique -respondió.
– ¿Seguro? Muy bien, empecemos por el vestido que llevas. Lo has arreglado con mucho esmero, pero no lo has comprado en Italia. De hecho, es el que trajiste el día que te conocí. Me gustaría saber por qué estás retocando tu vestuario, en vez de usar mi dinero para comprar ropa nueva.
– Me… me pareció un desperdicio comprar ropa nueva, cuando me quedará grande en cuanto pase el embarazo.
– ¡Por Dios, Donna! -exclamó disgustado-. ¿Por qué no me dices la verdad? Estás mandando dinero a Inglaterra. Lo he descubierto hoy. Has enviado casi todo el dinero de tu cuenta corriente a un tal Patrick Harrison. Haz el favor de decirme en menos de diez segundos quién es ese hombre, qué significa para ti Y por qué le has dado mi dinero.
De resultas del embarazo, Donna se encontraba cada día más susceptible, de manera que no tardó nada en estar tan disgustada como él.
– Para pagar las deudas de Toni -respondió desafiante.
– ¿Qué quieres decir?
– Pensaba que podría hacerlo discretamente. Quería evitar que te enteraras, pero no tolero que me hables así. Espera aquí.
– No pienso moverme -respondió con ironía. Donna regresó un par de minutos después y arrojo unos papeles sobre la mesa, frente a Rinaldo. Eran los recibos que le habían llegado de Inglaterra con las deudas de Toni.
– Tú sabías mejor que yo cómo era Toni -dijo Donna-. Me sorprende que no se te haya ocurrido, pero el hecho cierto es que dejó un montón de dinero a deber entre la tarjeta y los plazos del coche.
– Deberías habérmelo dicho -comento Rinaldo, visiblemente mortificado.
– Prefería evitarte el disgusto.
– Pero era a mí a quien le correspondía saldar sus deudas.
– Y las has saldado.
– En fin, te pido disculpas por haberte hablado así – dijo Rinaldo después de suspirar.
– No pasa nada -respondió con sequedad-. Dentro de poco, Patrick me mandará todos los recibos pagados y te los entregaré para que compruebes que no estoy mintiendo.
– No hace falta, te creo.
– Me crees porque tienes las facturas delante de tus narices -Donna sonrió irónicamente-. Me pregunto si algún día me creerás aunque no pueda demostrarte lo que digo.
– Me he equivocado en muchas cosas -admitió después de un largo silencio-. Lo reconozco.
– De mala gana.
– Es que no me gusta equivocarme.
– ¿Y no es eso un poco ilógico, dada nuestra situación?
– ¿Qué quieres decir?
– Tú me tenías por una mujer malvada y codiciosa, carente de cualquier buen sentimiento. ¿Preferirías haber tenido razón?
– Visto así, no -respondió Rinaldo, esbozando una media sonrisa-. La verdad es que eres una mujer desconcertante. Nunca sé por dónde vas a salir.
– Tal vez no debí ocultártelo, pero… -hizo un gesto de impotencia-. Supongo que tú no eres el único que tiene un montón de orgullo mal entendido. Sólo estaba intentando proteger la memoria de Toni.
– ¡Por amor de Dios!, ¿por qué! -Bramó al tiempo que daba un golpe en la mesa-. ¿Por qué ibas a tener que protegerlo?, ¿antes o ahora?
– Porque lo necesitaba -gritó Donna.
– ¿Era eso lo que te gustaba de él?, ¿lo indefenso que era?, ¿su debilidad?
– Es posible. Me gusta cuidar a la gente, y él necesitaba que lo cuidaran. El me necesitaba y yo tengo que sentirme necesaria. Si no, la vida no tiene sentido para mí.
– ¿Ese es el tipo de hombre que quieres, Donna?, ¿un polluelo que se cobije a tu amparo, en vez de un hombre?, ¿un niño con cuerpo de adulto que se agarre a tus faldas para que lo protejas?
– Es una forma de amar.
– Para algunas mujeres es la única -replicó con los ojos bien abiertos-. ¿Es que necesitas que los hombres estén indefensos para poder quererlos?
– El hombre al que ame deberá necesitarme -respondió con fiereza.
– Algunos hombres preferirían morirse antes que aceptar a una mujer bajo esas condiciones.
– Algunos hombres no tienen ni idea de lo que significa amar -contraatacó Donna.
El aire que los separaba estaba muy cargado. Ya no estaban hablando de Toni, y Donna sabía que debía poner punto final a aquella discusión lo antes posible. Podía oler el peligro, y no en Rinaldo por una vez, sino en sí misma. Llevaba unos días con un genio impredecible y, en esos momentos, notaba que estaba perdiendo el control de sus emociones.
– Y mi hermano sí sabía lo que significa amar, ¿no? -dijo con sarcasmo.
– A su manera, pero sí, lo sabía. Era amable y cariñoso, y cortés. Me encantaba lo atento que era.
– Amabas su debilidad -insistió Rinaldo.
– ¿Y qué si así era? ¿Es que los hombres débiles no tienen derecho a que los amen?
– ¿Y qué habría ocurrido dentro de unos años?, ¿qué atractivo tendría para ti su debilidad cuando te hartaras de venir a pedirme ayuda cada vez que tuvieras un problema?
– Nunca habría ido a ti en busca de ayuda -aseguró Donna.
– Eso es lo que tú te crees.
– Jamás lo habría hecho. Y tampoco habría dejado que Toni te la pidiera.
– ¿Cómo se lo habrías impedido? Llevaba toda la vida haciéndolo. ¿De verdad piensas que habrías conseguido cambiar las cosas entre él y yo?
– ¡Sí!, ¡porque se habría aferrado a mí, en vez de a ti! -espetó con violencia. Le daba igual lo que pudiera salir por su boca; lo único que quería era borrar de la cara de Rinaldo aquella mirada despectiva y llena de odio-. ¡No habría seguido necesitándote! Es de eso de lo que me echas la culpa, ¿verdad? ¡De que murió porque estaba intentando huir de ti!
Antes de terminar de pronunciar aquellas palabras, supo que era una acusación monstruosa, imperdonable. No había querido ser cruel, pero Rinaldo la había arrinconado con su propia crueldad hasta no darle otra opción para no verse asfixiada. Ahora sabía que había hecho algo horrible. Rinaldo parecía un cadáver de blanca que se le había quedado la cara.
– Márchate -dijo suavemente.
– Rinaldo, por favor…
– Márchate.
Y, atormentada, desapareció.
Eran las dos de la madrugada. Donna no había logrado dormirse aún cuando oyó que Rinaldo subía las escaleras. Había permanecido muchas horas solo y en silencio abajo, sumido en quién sabe qué terribles pensamientos.
Se arrepentía amargamente de lo que le había dicho.
Daba igual que sólo hubiera intentado defenderse de los ataques de Rinaldo. Se suponía que a ella le gustaba cuidar de las personas y, sin embargo, sabía que había infligido una nueva herida a un hombre ya lastimado.
Por fin oyó cómo rebasaba el último escalón, moviéndose despacio, como si tuviera que arrastrarse para trasladar todo el peso de sus sentimientos. Se incorporó al intuir que las pisadas de Rinaldo se acercaban a la puerta de su alcoba, frente a la cual se detuvo. Donna esperó a oscuras, con el corazón latiéndole a toda velocidad.