Pero entonces las pisadas prosiguieron su marcha y un momento más tarde, Donna oyó a Rinaldo encerrarse en su habitación. Se tumbó, quieta, y siguió atormentándose con sus pensamientos, que no le daban tregua y la impedían dormir. Cuando ya no lo aguantaba más, se levantó y se puso el camisón.
Aún había un rayo de luz bajo la puerta de Rinaldo, de manera que se decidió a llamar, con delicadeza.
– Adelante -respondió él. Estaba de pie junto a la ventana, con una copa de vino en la mano. Tenía cerca una botella y saltaba a la vista que Rinaldo estaba bebido. Los ojos le brillaron al verla-. ¿Has venido a contarme más verdades desagradables? -preguntó suavemente.
– No, he venido a decirte que lo siento. No debería haber dicho eso.
– ¿Por qué no? Es verdad, ¿no? Toni estaba intentando dar media vuelta para no tener que regresar a casa y enfrentarse a mí. Tú, por el contrario, estabas decidida a enfrentarte a mí y a restregarme tu victoria por las narices. Tengo que reconocer que tienes mucho valor.
– No es así de sencillo -dijo Donna, desesperada.
– Al contrario. Algunas cosas son muy sencillas. Debería haberme dado cuenta antes. Hace unas semanas ya me contaste cómo sucedió todo, pero, de alguna manera, logré esquivar los hechos para no prestarles atención… en vez de asumirlos, como acostumbro. Pero tú sabes cómo hacer que un hombre descubra el lado más oscuro de sí mismo… -apuró la copa de vino.
– Rinaldo, por favor… Yo no sé cómo eres en realidad, igual que tú tampoco sabes cómo soy yo.
– La verdad es que yo tengo mucha más culpa que tú de que mi hermano esté muerto -afirmó salvajemente-. Ésa es la única verdad. Destruyo a todos los que me preocupan, porque no sé hacer otra cosa.
– No me lo creo -dijo Donna.
– ¿No?, ¿no es lo que llevas diciéndome todo el rato? ¿Por qué ibas a cambiar ahora de opinión?
Lo único que Donna sabía era lo mucho que la afectaba ver a Rinaldo martirizándose de esa manera. Era como contemplar un león desprovisto de sus garras, sus fauces y su melena y, a pesar de todo, ver cómo intentaba recobrar sus fuerzas, su autoridad y su altivez. Impotencia. Estaba frente a un hombre lastimado; pero un hombre que nunca dejaría de luchar por recuperarse.
– ¿Por qué no te marchas? -dijo después de servirse otra copa, sentado en la cama.
– Porque no podemos dejar las cosas así -respondió-. Los dos nos estamos enfrentando a una situación difícil y lo hacernos lo mejor que podemos; pero será imposible superarla si no dejamos de atacarnos constantemente. Tenernos que pactar una tregua, ¿no te das cuenta? -su pregunta fue secundada con un largo silencio por parte de Rinaldo, que la miró con desconfianza.
– ¿Por qué tuviste que entrar en nuestras vidas? -Se preguntó en voz alta-. ¿Por qué tuvo que enamorarse de ti Toni?
– No lo sé -dijo con impotencia.
– ¿Por qué? -Dejó la copa de vino, colocó una mano sobre el cabello de Donna y examinó su rostro-. No eres guapa… pasable sí; pero él salía con mujeres más guapas que tú. Ninguna puso nuestras vidas patas arriba como tú has hecho.
Pasó la mano por las mejillas y los labios de Donna, la cual no era capaz de retirarse. Rinaldo había perdido su autocontrol y eso lo hacía muy peligroso. No se podía predecir lo que iba a hacer. Donna sabía que debía separarse inmediatamente, pero, por alguna razón, no se podía mover, hipnotizada por el arrullo de su voz y por el lento ritmo de sus caricias. Parecía que estuviera sumida en un sueño; un sueño que empezaba a disparar la velocidad de sus palpitaciones.
– ¿Qué eres? -Susurró Rinaldo-. ¿Eres humana o un espíritu cruel enviado a mi casa para atormentarme? ¿Qué tienes que hace que los hombres deseen… -se interrumpió y experimentó un escalofrío.
De pronto, su mano agarró el cabello de Donna con más fuerza, atrayéndola hacia él, y rodeó sus hombros con el otro brazo, estrechándola contra su pecho mientras sus labios descendían hacia los de ella.
No se trataba de un abrazo tierno, sino de una muestra de autoridad y posesión, que no admitía negativas. Donna intentó desasirse, pero Rinaldo la sujetó con mayor firmeza y cubrió su cara de besos.
– Rinaldo… -suplicó Donna.
– ¿Qué eres? -repitió éste, mirándola con ojos febriles.
– Sólo soy una mujer normal y corriente -respondió-. Con buenas intenciones… aunque a veces tropiece y…
– No, tú no eres una mujer normal. Ésa sólo es la careta que llevas para engañarme. Debajo hay un demonio, una bruja, una Madonna…
– Madonna -suspiró ella-. Toni decía…
– ¡No hables de Toni! -exclamó virulento-. Olvídalo; él no está aquí. Yo sí. Son mis brazos los que te sujetan. Y es mi boca la que te besa.
Deslizó los dedos por sus mejillas y luego fue bajando hacia sus senos, súbitamente turgentes y voluptuosos. Donna supo que Rinaldo se daría cuenta del violento golpear de sus latidos.
Volvió a estrecharla, pero en esa ocasión la besó con más delicadeza, acariciándola con suavidad y destreza. La sensación la hizo suspirar. Tenía que detenerlo; pero no aún. Era tan dulce… Susurró su nombre e inmediatamente los brazos de Rinaldo apretaron su presión. Luego la fue llevando hacia la cama sin dejar de besarle la cara, el cuello y los pechos. Donna se sentía extasiada y colocó sus manos en la nuca de Rinaldo para acercarlo más y más.
– Deberías haber venido a mí la primera noche -murmuró él.
– Demasiado tarde -susurró Donna-. Toni…
– ¡Toni está muerto!
– No lo estará mientras su bebé…
– ¡Dios mío! -susurró él-. ¿Qué estoy haciendo?
Lentamente la liberó de su abrazo y se retiró. Donna despertó de aquel bello sueño y se encontró con la horrorizada mirada de Rinaldo. Se incorporó y se levantó de la cama, mientras él permanecía quieto, completamente inmóvil, hasta que agarró su copa de vino y la arrojó con violencia por la ventana.
– Vete -la ordenó-. Vete y enciérrate en tu habitación. Por el bien de los dos, ¡márchate!
Capítulo 7
A la mañana siguiente, en su diaria visita a la tumba de Toni, Donna encontró a Rinaldo en el cementerio, pálido, con gran dificultad para hablar.
– Te estaba esperando -le dijo-. No te preocupes, no te entretendré mucho tiempo. Sólo quieto pedirte disculpas por anoche y asegurarte que no volverá a suceder.
– Rinaldo…
– Por favor, olvídalo todo. Tenías razón en lo de la tregua. Es lo que tenernos que hacer, sin duda.
– Seguro que sabremos llegar a un acuerdo -comentó Donna con elegancia.
– Y olvida lo que dije de que te encerraras en tu habitación. No hace falta. Nunca más volveré a molestarte -luego miró la tumba de Toni-. Y ahora, te dejo a solas con él.
Un par de días después, Rinaldo ingresó en la cuenta de Donna la misma suma que ésta había enviado a Inglaterra. Y también le abrió otra cuenta en Racci, una tienda de ropa situada en Via Condotti. Donna se quedó asombrada al leer la dirección de la tienda, pues durante los años en que había estado estudiando toda la información que iba recopilando sobre Italia, había aprendido que aquélla era la avenida más cara de Roma. Cuando se lo comentó a Rinaldo, éste pareció sorprendido.
– A mi madre le hacían ahí la ropa -respondió simplemente-. Es la mejor tienda.
– ¿Me acompañas? -preguntó con cautela.
– No, estoy muy ocupado. Enrico te acercará. Estará a tu disposición siempre que quieras desplazarte por Roma.
Pocos días más tarde, Enrico condujo a Donna a una calle estrecha y oscura del centro de la ciudad, cuyas tiendas eran tan caras que los dueños no se molestaban en poner los precios de los artículos en los escaparates. En uno de sus extremos, la calle se ensanchaba formando una plaza, en la que había unas escaleras muy bellas, llenas de flores y turistas, y punto de reunión de vendedores, que ofrecían sus mercancías a la sombra de la iglesia Trinita dei Monti, que se alzaba sobre los demás elementos del paisaje.