– Las escaleras españolas -dijo Donna sin aliento-. Siempre he tenido ganas de verlas. Son preciosas.
– En realidad, no son españolas -observó Enrico con una sonrisa-. Son italianas. Y Trinita dei Monti es francesa. Así es Italia. Nada es lo que parece.
– Sí -murmuró ella-. Ya lo sé.
– Aquí está Racci -apuntó Enrico, al tiempo que detenía el coche ante una tienda pequeña y discreta-. Yo voy a aparcar el coche. Cuando estés lista para volver, la tienda enviará a alguien para que me avise. Siempre aparco en el mismo sitio -explicó.
Donna se quedó obnubilada en el interior de la tienda.
Cuando se atrevió a comentar que era un derroche gastar tanto dinero en ropa, teniendo en cuenta el cambio de peso del embarazo, Elisa Racci replicó que vestir con elegancia era siempre imprescindible y acalló así sus protestas. Era una mujer pequeña que rondaba los cincuenta años.
– Por supuesto -convino Donna, intentando no sentirse intimidada-. Simplemente no quiero dilapidar el dinero.
– El signor Mantini dijo que no reparara en gastos -observó la dueña.
En ese momento, una dependienta le mostró un vestido color verde oliva que casi hizo llorar a Donna de felicidad. Después de aquello, Donna venció todos sus escrúpulos. Al finalizar la visita a la tienda, había comprado seis vestidos, tres de los cuales quedaban encargados para hacérselos a la medida.
– ¿Quieres volver directamente a casa? -le preguntó Enrico una vez dentro del coche.
– No, me gustaría ver algo de Roma primero.
– Muy bien -en ese momento oyeron el claxon de otro coche. Enrico realizó una complicada maniobra con gran habilidad y despachó al otro conductor con una bella colección de insultos romanos-. ¡Tu madrina era una vaca y tu padre un burro! ¿Por qué no te metes… el resto no se oía por el estrépito de los cláxones.
Olvidado el incidente, Enrico prosiguió alegremente, encantado de servirle a Donna de improvisado guía turístico.
– Ya has visto uno de los mejores espectáculos de Roma -dijo en broma, en referencia al tráfico de la ciudad-. ¿Quieres ver algo en especial?
Donna tenía en la punta de la lengua varios lugares bien conocidos. Por algún motivo inconcreto, acabó decantándose por Via Ve neto.
– Via Véneto es un lugar maravilloso. Mucha luz, colorido, artistas…
No tardaron en llegar a una amplia avenida cuyas tiendas eran tan caras como las de Via Condotti, pero con más glamour. También había hoteles de lujo y bares con terraza.
– Me apetece un café -comentó Donna.
– ¿Te recojo en media hora? -preguntó Enrico mientras buscaba dónde aparcar.
– ¿Por qué no me acompañas?
– Tengo un amiga en la calle de al lado -confesó Enrico.
– En ese caso -concedió Donna entre risas-. Tómate mejor una hora.
Se estaba de maravilla a la sombra, recostada sobre el respaldo de una cómoda silla, disfrutando de la música que tocaba la orquesta del bar, cuya calidad se reflejaba en el precio del café. A tres mesas de distancia había un famoso al que había visto la misma noche anterior en televisión, y una detrás de otra iban y venían mujeres que bien podrían ser modelos por su belleza y elegancia. Le llamó la atención una en especial, con un cuerpo de curvas perfectas y preciosa melena rubia. Al girarse, Donna reconoció a Selina.
No se sorprendió mucho, pues, al fin y al cabo, con ese propósito había ido a Via Véneto: a ver a Selina, por ejemplo, salir de una joyería con una bolsa negra. Donna se preguntó qué habría en el interior de la bolsa y a cuánto habría ascendido el caprichito de Selina.
Esta se aproximo a la calzada, sin mirar siquiera los coches. Donna ya había aprendido que en Roma el tráfico no respetaba a nadie, independientemente de lo que indicaran los semáforos. Pero Selina parecía tranquila, casi insolente, como si su belleza fuera un seguro de vida contra atropellos. Al cruzar la calle, se oyó el frenar de los coches, que se detuvieron para ceder el paso y admirar a Selina con reverencia, hasta que ésta conquistó la otra acera. Luego continuó el caos.
Selina se acercó a un bloque de apartamentos y entró por la puerta principal; sin duda, se trataba del piso en que vivía, gracias al dinero que Rinaldo le pasaba.
Intentó no prestar más atención, pero sus ojos no dejaron de mirar hacia el edificio. Una ventana se abrió en el tercer piso, tras la cual se movió una rubia melena; probablemente la de Selina.
Se sintió aliviada de que Enrico la recogiera.
Donna no tardó mucho en estar segura de que María la evitaba. La sirvienta siempre se escabullía cada vez que ella aparecía y, cuando se veía obligada a comentarle algo a su patrona, se la notaba tensa y se marchaba en cuanto le era posible.
Una noche oyó unas voces procedentes del despacho de Rinaldo. La puerta estaba algo entornada, lo cual la permitió oír a su marido y luego a María, que parecía estar llorando. Donna creyó oír su propio nombre.
Decidió que había llegado el momento de agarrar el toro por los cuernos y entró en el despacho. María estaba sentada en un sofá pequeño, sollozando, y Rinaldo intentaba consolarla a su lado.
– Creo que si he hecho algo que haya ofendido a María, debería saberlo -dijo Donna.
– No la has ofendido -respondió Rinaldo después de acercarse a su mujer-. Pero te tiene miedo.
– ¿Porqué?
– Porque eres enfermera y María sospecha que padece una enfermedad terrible. Su temor la ha hecho no ir al médico, pero piensa que tú acabarás descubriendo lo que le ocurre y que le darás la mala noticia -explicó Rinaldo. Luego bajo la voz-. Tiene un bulto en una mano y su hermano murió de una enfermedad que comenzó con un tumor. Está muy asustada.
– ¿Por eso me rehúye siempre? Pero… -Donna estaba estupefacta. Luego elevó la voz para que María pudiera oírla-. A mí me parece que María tiene una salud de hierro. Lo más seguro es que se esté preocupando sin motivo.
Las lágrimas corrieron mejilla abajo por la cara de María, al tiempo que ésta negaba con la cabeza.
– Bueno, ¿por qué no me dejas que le eche un vistazo a esa mano? -preguntó al tiempo que se sentaba junto a ella. María se resistió-. ¡Basta! -sentenció Donna.
María se rindió ante la autoridad y la serenidad de Donna, que ya estaba explorando el bulto de la mano izquierdo; un bulto blando. María había depuesto toda oposición y esperaba cabizbaja lo peor.
Cerca del sofá había una mesa baja con unos pocos libros encima. Donna colocó la palma de María sobre la mesa, agarró uno de los volúmenes y lo puso sobre el dorso de la mano. Luego, demasiado deprisa para que los demás supieran qué estaba haciendo, pegó un puñetazo sobre el libro.
María dio un grito, más del susto que de dolor. Entonces, Donna le retiró el libro con calma y vio cómo su intuición se veía corroborada: el bulto había desaparecido.
– ¡Santa María! -gritó María, santiguándose.
– ¿Qué has hecho? -le preguntó Rinaldo, maravillado.
– Sólo era un coagulo de grasa, totalmente inofensivo. Lo he machacado -explicó Donna. Luego rodeó a María por los hombros-. Y mañana vamos juntas al médico para que te diga lo mismo que yo y te quedes tranquila.
– No, no -María seguía recelosa, pero después de la actuación de Donna, le parecía un sacrilegio contrariarla.
– Sí -insistió Donna con firmeza-. María, tú me llamas patrona, ¿no? Pues trátame como a una patrona y obedece lo que te digo. Mañana te vienes al médico conmigo.
– Sí, signora -se resigno María.
– ¿Estás segura de tu diagnóstico? -le preguntó Rinaldo cuando se hubieron quedado solos.