– Prácticamente. Prefiero que lo confirme un médico, pero no espero ninguna sorpresa.
– Yo mismo os llevaré.
Cumplió su palabra y las escoltó a la consulta del médico al mediodía. María apretó la mano de Donna durante todo el trayecto, como si el contacto con ella le infundiese valor.
Tal como Donna había adelantado, el doctor Marcello, un hombre fuerte y de amigable sonrisa, confirmó que no había de qué preocuparse, y regañó a María por no haber ido a visitarlo antes. Ésta sonrió llena de alegría y miró a Donna triunfantemente.
Antes de volver a casa, Rinaldo las llevó a un local en el que no sólo se vendía alcohol, sino también té, café, helados y pasteles. Le compró un helado de chocolate a María y, cuando ésta se lo terminó, le pagó otro «para celebrarlo».
Rinaldo miraba a la mujer con cariño. Ahora que se había quitado de encima aquel peso, María parecía una chiquilla en un día de fiesta. Hablaba sin parar, lo repetía todo tres o cuatro veces, y no paraba quieta. Rinaldo la escuchaba con una sonrisa encantadora y no se impacientó en ningún momento, por mucho que María se repitiera.
Donna lo observó con un placer agridulce. No había imaginado que aquel hombre despótico y severo pudiera mostrarse tan cariñoso y tierno. Era evidente, comprendió Donna, que se trataba de una persona con muchas caras. Toni siempre había sido el mismo hombre, en todas las circunstancias. Pero Rinaldo unía a muchos hombres en uno solo y resultaba fascinante apreciar sus distintas facetas. Lo escuchó intercambiar bromas tontas con María y la entristeció que a ella no la tratara igual. Quizá algún día…
Entonces la sorprendió mirándolo y la sonrisa se borró de sus labios hasta adoptar la máscara educada tras la que se ocultaba Rinaldo normalmente.
– Te agradezco lo que has hecho por María -le dijo en cambio aquella noche antes de acostarse-. Ella significa mucho para mí.
– No ha sido nada -Donna se quitó importancia-. Simplemente me habría gustado haberlo sabido antes. Es terrible pensar en lo mucho que ha sufrido inútilmente.
– Cierto. Pero no fueron nada más tus conocimientos médicos; has sido amable e inflexible con ella, según correspondiera en cada momento -Rinaldo se detuvo-. Tú sabes tratar a las personas afligidas -añadió con un extraño tono de voz.
– Así conocí a Toni, en la clínica -comentó sin responder al halago-. No es que él estuviera afligido; a él en realidad le parecía todo una broma. Ya sabes cómo era… -no supo continuar.
– Sí, me acuerdo -dijo Rinaldo-. Es tarde. Estarás cansada. Déjame que te acompañe a tu cuarto. Luego me pondré a trabajar un poco. Y acepta mi agradecimiento por tu excelente trabajo.
El fugaz momento de armonía había pasado. Mencionar a su hermano había hecho que Rinaldo se retirara detrás de un escudo de hielo.
A partir de entonces, Donna se dedicó a preparar un cuarto para el bebé, lo cual la llevó a enfrentarse a Rinaldo, pues la habitación que había elegido a tal fin era la de Toni.
– Es muy bonita y tiene mucha luz -argumentó Donna-. Es el sitio idóneo.
– Pero es la habitación de Toni -replicó Rinaldo con dureza.
– ¿Qué mejor sitio para su bebé?
Rinaldo miró los pósters de las paredes, los trofeos de fútbol, todas las pertenencias de Toni.
– ¿Serías capaz de deshacerte de todo esto?
– Rinaldo, hacer de esta habitación un lugar inviolable no le devolverá la vida a Toni. Él está muerto y yo vaya dar vida a un bebé: a su bebé. Él sí logrará que su habitación vuelva a cobrar vida. ¿No te das cuenta de que es la mejor manera de mantener el recuerdo de Toni con nosotros? -Expuso Donna, sin obtener respuesta-. Toni siempre estará vivo para nosotros. Está vivo aquí -añadió. En su fervor, tomó la mano de Rinaldo y se la colocó sobre el vientre. Entonces, sus miradas se encontraron y Donna sintió una especie de vértigo al ver el dolor, la desdicha y la vulnerabilidad del hombre que tenía enfrente. Su tristeza era tan auténtica como la de ella misma yeso aseguraba la existencia de un puente que podría unirlos…
– Me encargaré de que saquen sus cosas del cuarto -dijo él, retirando su mano-. Después podrás hacer lo que quieras.
En pocas horas habían quitado todos los muebles y Donna tomó posesión no sólo de esa habitación, sino también de la anexa, en la que tenía intención de acomodarse ella. Era más pequeña de la que ocupaba en esos momentos, pero estaría al lado del bebé. Quería estar cerca de él todo el tiempo.
Rinaldo contempló la mudanza y las transformaciones sin decir palabra, habiéndolo dejado todo en manos de Donna.
Pero no permaneció igual de impávido cuando vio el vestido verde oliva de Racci. Se quedó sin saliva cuando Donna se lo puso por encima para ver qué tal la sentaba. María se maravilló de lo bien que combinaba aquel color con el tono de piel de Donna, y Rinaldo, por su parte, salió de casa de repente sin anunciar adónde iba.
El misterio se resolvió por la noche, cuando regresó con una cajita, la cual entregó a Donna. Esta se quedó sin respiración al abrirla y ver un collar de rubís.
– ¿Lo has comprado para mí? -dijo asombrada-. ¡Es precioso! Ayúdame a ponérmelo.
– Es un regalo de Toni -repuso sin acercarse a ella-. El collar que te había prometido.
– ¿El que me había…
– El día que viniste -la interrumpió sin brusquedad-, te prometió un vestido verde oliva y un collar de rubís. Dijo que el color te sentaría muy bien y él nunca se confundía en ese tipo de cosas. Es un detalle que hayas comprado el vestido en su honor. He pensado que podría terminar de cumplir la promesa de Toni regalándote en su nombre este collar.
Ahora recordaba la conversación de aquella primera noche. Al parecer, Rinaldo los había oído. Sin embargo, la verdad era que no había comprado el vestido en honor a Toni. Ni siquiera se había acordado de la conversación. Pero Rinaldo sí.
– Es una verdadera preciosidad… -repitió en referencia al collar.
– Te sentará bien con el vestido, y eso es lo que importa. Me gustaría que te pusieras el conjunto cuando Selina venga a cenar. Tiene un regalo para tu bebé y quiere dártelo personalmente. Le dije que la llamarías para fijar un día. Aquí tienes su número. Y ahora me voy; tengo trabajo que hacer y preferiría que no se me interrumpiera.
Donna se quedó confusa, pensando que nunca le habían hecho un regalo tan bonito con tanta frialdad. Devolvió el collar a su caja y se fijó en que estaba comprado en Via Véneto, en la misma tienda de la que había salido Selina con su bolsa negra.
– Carissima Donna -la saludó aquélla empalagosamente cuando descolgó el teléfono-. ¿Qué tal te encuentras?
– Estupendamente, gracias.
– Rinaldo me ha dicho que estás decorando el cuarto para el bebé, y que te las estás apañando tú sola para casi todo. No para de repetirme lo preocupado que está por ti.
Donna no pasó por el alto el significado de «no para de repetirme», lo cual sugería un contacto constante entre ambos. Estaba segura de que lo había dejado caer a propósito, de manera que le siguió el juego.
– No podría pedir un marido más atento. Yo no paro de repetirle que estoy fuerte y que no se preocupe por mi embarazo, pero ya sabes cómo es -se sonrió Donna.
– Sí, sí lo sé.
– El caso es que ya he terminado la habitación del niño -dijo Donna-. Estoy deseando enseñártela. ¿Por qué no te pasas mañana a cenar?
– Me muero de ganas -respondió Selina.
Si Selina hubiera sido más agradable. Donna habría tenido remordimientos por haberle arrebatado a su marido. Sin embargo, siendo ella como era, Donna no lograba sentirse mal. Le parecía una mujer orgullosa, insulsa y egocéntrica, que se aprovechaba de la fortuna de un marido rico. Además, por sus comentarios en el día de la boda, había demostrado que no había renunciado a Rinaldo.