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Por otro lado, los sentimientos de éste hacia Selina eran un misterio insondable. Si él hubiera deseado casarse con ella, probablemente ya lo habría hecho antes: sin embargo, era obvio que como amante sí lo satisfacía. ¿Seguiría Rinaldo viéndose con Selina, a pesar del matrimonio? Él se había casado para evitar que el hijo de su hermano pasara necesidad; pero, ¿cambiaba eso su relación con Selina?

Y si, después de todo, seguía compartiendo la cama de ésta, ¿qué más le daba a ella? Cada rasgo de su cuerpo revelaba que se trataba de un hombre de apetito lujurioso. Había llegado a desear a Donna aquella noche junto a la fuente, fugazmente; pero aquello había sido una anécdota en su relación de enemistad.

Al día siguiente, Rinaldo fue a recoger a Selina en coche, pues, según ésta, el suyo se había estropeado. Donna se vistió con mucho esmero para la ocasión. El vestido verde oliva le quedaba muy bien y formaba un conjunto perfecto con los rubís.

Pero al ver a Selina embutida en un vestido de satén escarlata, el cual resaltaba el precioso cuerpo de la actriz, Donna pensó que podría haberse ahorrado la molestia de acicalarse, pues era inútil competir con la otra mujer en ese terreno. La falda de Selina dejaba al descubierto sus largas y adorables piernas, y en los pies lucía unas sandalias con broche de plata. Había elegido un top minúsculo que realzaba sus pechos y sus curvas con cada movimiento. Donna, que poco antes se había sentido contenta al mirarse al espejo, se sentía de pronto como un espantapájaros.

La cena estuvo deliciosa. María había puesto todo su saber culinario para que la primera invitación de su nueva patrona fuera todo un éxito. Donna la sonrió agradecida y empezó a relajarse.

– No sé qué hacer -comentó Selina mientras cenaban-. Me han ofrecido un papel secundario en una película. Es un personaje maravilloso, pero no estoy segura de si debo aceptarlo.

– ¿Por qué no? -preguntó Donna.

– Porque tendría que actuar con… -nombró a un actor italiano de segunda fila, muy conocido en el círculo de películas de serie B-. De hecho, estoy segura de que fue él quien me propuso para el papel.

– No lo aceptes -intervino Rinaldo-. Ese hombre es basura. Ya sabes la fama que tiene.

– Pero sería una oportunidad fantástica para volver a las pantallas.

Su mensaje era evidente. Como había perdido a Rinaldo, estaba pensando en revitalizar su carrera acostándose con quien pudiera abrirle alguna puerta. Y se estaba asegurando de que Rinaldo se enterara. Donna resistió la tentación de mirar a su marido y ver cómo lo afectaba la noticia; pero los comentarios de éste ya dejaban claro que le parecía una idea odiosa.

– Bueno, ya está bien de hablar de mis problemas zanjó Selina en un momento dado-. Quiero hacerte un regalo -añadió dirigiéndose a Donna.

Llevaba consigo dos bolsas grandes. La primera estaba llena de ropa para bebés, toda blanca. Había prendas más que de sobra para vestir a diez niños: abrigos, pantaloncitos, guantes, botas, gorros, todo de gran calidad y mayor precio. Por último, había una preciosa bata de satén también blanca.

Puede que a algunas personas las hubiera encantado recibir un regalo así, pero Donna no pudo evitar sentir una chispa de enojo en su interior. A ella le habría gustado comprar por sí sola toda la ropa de su niño, con todo el cariño de su corazón; pero ya no era necesario. Aquella mujer sibilina, que se comportaba como si poseyera al marido de Donna, se estaba mostrando posesiva también con su bebé.

– ¡Qué bonito! -exclamó haciendo un gran esfuerzo por sonreír-. Parece que has pensado en todo.

– No es nada -dijo Selina, quitando importancia a su regalo con un gesto de la mano-. Va a ser el niño más bonito del mundo y se merece lo mejor.

– O la niña -apuntó Donna.

– O la niña -repitió Selina en un tono que daba a entender que no consideraba tal posibilidad.

Rinaldo había empezado a retirar la ropa, al tiempo que alababa lo bonita que era. Miró a Donna y le frunció el ceño, diciéndole que debía mostrarse más agradecida. Donna se contuvo y empezó a decir las cosas adecuadas en el tono más entusiasmado que logró, aunque en el fondo estaba furiosa.

Y llegó la segunda bolsa, de la cual sacó todo un diminuto juego de ropa de cama, con sábanas muy suaves y blancas.

– Lo compré para su cunita -comentó Selina.

– Muy amable -dijo Donna a duras penas-. Con todo lo que he trabajado en su cuarto, imagínate que se me olvidan las sábanas…

– Déjame subir, que vea lo que has hecho -le pidió Selina.

Antes de dejar el comedor, Selina tomó un paquete que estaba envuelto en papel de regalo. Era muy largo y abultaba mucho, de modo que Rinaldo tuvo que ayudarla a subir las escaleras.

– ¿Se puede saber qué hay aquí? -preguntó él con una sonrisa.

– Ya lo verás. Es una sorpresa. ¡Ay, que me caigo!

– Tranquila -dijo Rinaldo, sujetándola por la cintura para que no perdiera el equilibrio. Donna siguió adelante, decidida a no ver nada.

Por fin, Rinaldo abrió la puerta de la habitación en la que Donna había puesto tanto amor y esfuerzo. La moqueta era marrón claro y las paredes estaban pintadas en una tonalidad crema, con un reborde verde en la parte superior. Un armario y varios muebles blancos se alargaban por una de las paredes. Donna avanzó hasta el centro de la habitación admirando su obra con orgullo. Selina lo alabó todo, pero sus ojos no reflejaban emoción alguna.

– Es una monada, Donna. Una monada -decía esbozando una amplia sonrisa-. Me pregunto si… Claro que tú eres inglesa. Las habitaciones de niño son así en Inglaterra, ¿no? ¡Una auténtica monada! -añadió dejando la indirecta en el aire.

– No creo que a mi hijo le importe qué sea inglés y qué italiano -observó Donna con fingida afabilidad, enfatizando «mi hijo» posesivamente-. ¿Por qué no nos enseñas el misterioso regalo que escondes en ese paquete tan grande? Nos morimos de curiosidad, ¿verdad, Rinaldo?

– Por supuesto. ¿Te ayudo a abrirlo, Selina?

Se acercó a ella y empezó a luchar con una inmensa mata de papel de regalo, bajo la cual apareció un gigante ratón de peluche.

– Podéis ponerlo en la cuna, esperando al bebé para darle la bienvenida -sugirió Selina.

Donna se abstuvo de intervenir mientras Selina y Rinaldo colocaban el peluche, como si ellos fueran los padres del niño. A decir verdad, de alguna manera, hacían buena pareja.

– ¿Cómo lo llamamos? -preguntó Selina.

– ¿Qué tal Max? -propuso Donna.

– No, no, ese nombre no me gusta. Ya sé; se llamará laja. ¿Te parece bien, Rinaldo?

– Lo que tú digas -convino él, sonriente.

– Pues, entonces, laja -Donna forzó una sonrisa-. Gracias, Selina. Y ahora disculpadme, tengo que decirle una cosa a María.

Se alejó lo máximo posible para calmar su disgusto y luego, cuando el café estuvo listo, lo sirvió ella misma. Rinaldo y Selina ya habían vuelto al salón. Mientras se acercaba a ellos, Donna oyó a Rinaldo.

– No puedes trabajar con ese hombre. Te lo prohíbo.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer, caro? Lo único que me queda es mi carrera como actriz.

– No digas eso. Odio pensar que tú…

– El café -anunció Donna, interrumpiendo la conversación-. Lamento haber tardado tanto.

Capítulo 8

Donna yacía despierta, contando los minutos en la oscuridad. Hacía cinco horas que Rinaldo había salido a dejar a Selina en su casa, y todavía no había regresado. Sabía que la otra mujer le habría pedido que subiera a su apartamento y lo más probable era que él hubiera accedido. ¡Pero cinco horas!

¿Estaría con ella en esos momentos, recorriendo con las manos su cuerpo perfecto? ¿Estarían compartiendo palabras y caricias cuyo significado sólo ellos comprendían?

Donna se tapó la cara con la almohada e intentó no imaginar aquellas imágenes que la torturaban. Se sentía traicionada por una supuesta infidelidad de Rinaldo. Había intentado atribuirlo a la susceptibilidad del embarazo, pero el hecho cierto era que no podía olvidar el recuerdo del único beso que le había dado. Se había sentido incendiada por el fuego de la pasión. Con Toni jamás había alcanzado tales cotas de placer y, tenía que reconocerlo, había acabado queriendo a Rinaldo. Pero él sólo le pertenecía a efectos legales.