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Cuando ya no lo podía soportar, se levantó y se puso el camisón. La casa estaba en silencio. Bajó las escaleras y salió al jardín de Loretta. Se sentó junto a la fuente y se echó algo de agua sobre su férvida frente para refrescarse, aunque no logró aliviar la fiebre que la consumía por dentro.

Por fin oyó el coche acercarse y luego las pisadas de Rinaldo en dirección al jardín. Debía de haber visto la puerta abierta y había ido a investigar.

– ¿Hay alguien ahí? -Preguntó en la oscuridad-. ¿Donna?, ¿qué haces aquí a estas horas? -añadió después de verla bajo la luz de la luna.

– Es tardísimo -le recriminó ella-. Creía que ibas a volver mucho antes.

– Y yo pensaba que estarías dormida mucho antes – replicó sorprendido-. ¿Acaso te importa adonde vaya o qué esté haciendo?

– Pues sí, creo que es de mi incumbencia saberlo; sobre todo, si estás con Selina hasta las tantas. A nadie se le escapa lo que pasa entre vosotros.

– Entiendo -dijo con cierta agresividad-. ¿Y qué pasa entre nosotros exactamente?

– Tú mantienes a esa mujer -espetó Donna-. Tú le pagas el piso y muchos de sus gastos y…

– Supongo que eso te lo diría Toni -la interrumpió Rinaldo.

– ¿No es cierto?

– ¿Y qué si lo es? Si me da la gana ayudar a una vieja amiga con sus gastos, es asunto mío. No pienso tolerar que te interpongas en lo que no es de tu incumbencia; que te quede claro.

– Y yo no tolero que me tomen el pelo -restalló vehemente-. Tú y yo sabemos por qué nos hemos casado, pero el resto del mundo, no. ¿Cómo crees que me sienta que se rían de mí mientras tú vas por ahí con tu amante?

– ¿Mi amante? Tú das muchas cosas por sentado. Ya te he dicho que es una vieja amiga -explicó con voz de acero-. Te aconsejo que dejes el tema.

– ¿Y si no lo dejo? -preguntó furiosa.

– Te recomiendo encarecidamente que lo hagas, Donna -respondió en un tono tan suave como peligroso.

– ¿Me lo recomiendas o me lo ordenas?

– Lo que prefieras, con tal de que hagas lo que te digo. No discutas conmigo y no intentes imponerme ninguna regla. Resulta ridículo montar una escena de celos en nuestra situación.

– ¿Celos? -Donna se ruborizó, y se sintió alegre de que la oscuridad ocultara su sofoco-. ¿Cómo te atreves a decir eso? A mí me da igual con quién te acuestes.

– ¿Seguro? -Preguntó con crueldad-. Nadie que te hubiera oído durante los últimos minutos pensaría lo mismo.

– Me enfado porque no me gusta que se rían de mí. Ya te lo he dicho.

– ¿Y nada más?

– Por supuesto que nada más.

– Entonces, mientras sea discreto, me das tu consentimiento para tener una amante. ¿Es eso lo que estás diciendo?, ¿que la podría visitar mientras te echaras la siesta, que mientras tú no le enteraras, no habría discusiones?

– Me pregunto qué tal te sentaría si yo adoptara la misma actitud -se rió Donna.

– Eso es totalmente diferente -bramó indignado.

– Pero sólo de momento. En cuanto mi hijo haya nacido, ¿qué me impedirá comportarme como tú?

– Yo te lo impediré. Te comportarás debidamente como mi mujer, porque no toleraré otra cosa. Jamás podrás poner tus ojos en otro hombre.

– Eres prehistórico -lo insultó Donna-. Tú quieres tener toda la libertad del mundo, pero quieres recluirme en un desierto sin amor.

– Tengo toda la libertad del mundo y no pienso darte explicaciones ni dar cuenta de mis actos. Respecto a tu desierto, no veo por qué tiene que ser así. Cuando nazca el niño, podremos reconsiderar los términos de nuestra relación matrimonial.

– Tus términos -matizó furiosa.

– Por supuesto que mis términos. Estamos en Italia. Yo no soy uno de esos inglesitos dóciles que a todo dicen «sí, cariño», «sí, mi amor» -se burló Rinaldo. Donna se quedó callada, odiándolo en silencio. Él se acercó y continuó-. Puedes pensar lo que quieras de mí, Donna; pero me perteneces. Ahora y durante el resto de tu vida. Ese es el compromiso que aceptaste al casarte.

– Jamás -protestó virulenta-. Nuestro compromiso es una formalidad. Nunca accedí a ser propiedad tuya.

Rinaldo no respondió, pero Donna entendió en su cara que sobraban las respuestas. Por mucho que se quejara, él era el dueño y ella le pertenecía.

– Eres el demonio -lo insultó con amargura.

– No, sólo soy un italiano con un sentido italiano de la familia -repuso Rinaldo-. Resulta difícil de entender para una inglesa, pero ya te dije una vez que aquí la familia es muy importante. Eres la mujer de un Mantini, llevas a un Mantini en tus entrañas y te comportarás como una buena madre y una buena esposa.

– Seré una buena madre, Rinaldo. De eso puedes estar seguro. Pero tú y yo sólo somos marido y mujer a efectos legales -insistió Donna.

– Ya cambiará eso cuando llegue el momento. ¿O acaso pretendes dormir siempre en tu solitaria cama, abandonándome a otras mujeres?

Tenía las manos sobre los hombros de Donna y la estaba acercando hacia él. Ella intentó liberarse, pero no pudo separarse… ni evitar que Rinaldo abalanzara los labios sobre su boca, estrechándola en un abrazo estrujante.

– ¿Eso es lo que quieres hacer con nuestro matrimonio? -Preguntó Rinaldo susurrante, labio contra labio-. ¿Quieres que nos mantengamos alejados?

Volvió a besarla antes de que pudiera contestar, silenciando cualquier posible protesta.

– No te compartiré -aseguró Donna, desafiante-. No seré una esposa italiana sumisa que hace la vista gorda a todo lo que le apetezca al marido.

– Entonces tendrás que arreglártelas para retenerme en casa, ¿no crees? -se rió Rinaldo.

– ¡Basta ya! -Le rogó Donna-. ¡Suéltame! No tienes derecho a…

– Eres mi esposa. Te sorprendería descubrir los derechos que tengo. Pero reservémonos la pelea para cuando nazca el niño y los dos podamos disfrutar.

– Suéltame.

– Todavía no -susurró de nuevo rozando su boca-. Me perteneces. Te guste o no, tú me perteneces.

– No… -intentó protestar, pero Rinaldo volvió a ahogar sus palabras en un nuevo beso. Donna luchó por reprimir la violencia de sus propios deseos. Era verdad que lo quería, pero no en esas condiciones.

– Dilo -le ordenó-. Di que me perteneces.

– Jamás. Nunca te perteneceré.

– Nunca es mucho tiempo, Donna. ¿De verdad crees que no podré hacerte mía?

– Nunca lograrás que esté de acuerdo -respondió desafiante.

– Eso ya lo veremos -comentó después de que una fugaz expresión de enfado atravesara su cara-. Ahora vete a dormir. Aléjame mientras puedas, mientras puedas usar al hijo de Toni como escudo. Pero recuerda que te estaré esperando.

Extrañamente, la vida empezó a ser más agradable y placentera para Donna, la cual veía cómo, con el paso del tiempo, sus cambios de humor y su susceptibilidad desaparecían y, poco a poco, iba sintiendo una mayor paz interior.

En la villa la querían mucho. Piero la adoraba abiertamente y los sirvientes le habían dado su cariño por cómo cuidaba del abuelo y lo que había hecho por María. También les gustaba que visitara la tumba de Toni todos los días, así como la atención que le dedicaba al jardín de Loretta.

– A ella le habría gustado conocerte -le había asegurado María un día.

Tenía tiempo para estudiar el jardín al detalle y acabó descubriendo que todas las estatuas eran de Rinaldo o de Toni. Toni era el bebé regordete y sonriente que jugaba con las flores y Rinaldo el jovenzuelo serio y con ojos preocupados. Donna se preguntaba si Loretta lo había esculpido con esa expresión a propósito, o si simplemente se trataba de una casualidad.