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– Rinaldo -gimió Donna.

– Sí… sí. Estoy aquí.

– Si… me pasa algo…

– Calla -la interrumpió.

– Pero si… si yo no… no odiarás al bebé por mi culpa, ¿verdad?

– Donna.

En aquel desquiciante estado de dolor, apenas pudo advertir que la había llamado por su nombre, cosa que Rinaldo no acostumbraba a hacer.

– Prométeme que…

– Deja de hablar así -la cortó con firmeza-. Son tonterías, no te vas a morir.

El final del túnel estaba ya cerca. Ya podía ver a Toni…

– Toni me está esperando… -susurró Donna-. Él me necesita. Siempre me ha necesitado…

– Y yo también te necesito. Donna, él no está ahí. Es una ilusión. Abre los ojos. Mírame -le rogó Rinaldo. Donna seguía entre sus brazos, respirando suavemente-. Mírame -gritó aterrado.

El dolor redobló su ataque con cruel intensidad. Donna se irguió hacia Rinaldo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por alcanzar el cuello de su marido. Éste inclinó la cabeza y murmuró suaves palabras que ella apenas registró.

– Tranquila, carissima, tranquila. Ya no pueden tardar.

– No, sólo tu… -gimió-. Tú…

– Estoy aquí, agárrate a mí.

Habían olvidado su enemistad, poseídos por la necesidad de tan dramático momento. Toni había desaparecido y Donna, en su delirio, sólo era consciente de Rinaldo, que la estaba abrazando y transmitiendo fuerza.

Cada vez pasaban menos segundos entre contracción y contracción. Donna asumió horrorizada que estaba llegando el momento.

– Ya viene -gimió.

– ¡Dios mío! Voy a ver si localizo a la ambulancia.

– No -gritó y lo agarró con fuerza-. No me dejes.

Se recostó contra el asiento delantero y sintió la lucha de su bebé, que ya se estaba abriendo paso hacia el mundo. Rinaldo estaba allí para ayudarlo y en seguida lo acogió en sus manos, se quitó la chaqueta y la enrolló alrededor del diminuto cuerpo.

– Es un niño -anunció maravillado-. No respira -añadió luego con horror.

– Dámelo -Donna extendió los brazos y estrechó a su hijo entre los suyos. Le sopló dentro de la boca, le dio una palmada en el culo y, tal como esperaba y deseaba, el niño rompió a llorar, muestra de que los pulmones habían empezado a funcionar.

Se sintió exhausta, con vértigo y triunfante. Ahí estaba su hijo, por el que tantas peleas había tenido, vivo por fin, a salvo en los brazos de su madre. Era hermoso.

– Toni -susurró Donna-. Mio piccolo Toni, como tu padre.

De pronto sintió mucha pena por Toni, que habría deseado criar a su hijo con todo su corazón, pero jamás podría verlo. Antes había llorado por la tristeza que le producía la pérdida de su novio, pero ahora lloraba por lo que él se había perdido. De nuevo lo estaba viendo, en su trastornada cabeza, sonriendo como tantas veces había sonreído, y a Donna le pareció intolerable que su hijo jamás se viera iluminado con una de esas sonrisas. Toni había amado la vida, se la había dado a su hijo, pero la suya permanecería para siempre bajo una silenciosa lápida de mármol.

Ahora sólo lo veía débilmente. Ya no la llamaba, sino que se estaba despidiendo de ella. Donna se atragantó en sollozos al verlo desaparecer.

Tan sumida estaba en su dolor, que no había reparado en Rinaldo, el cual estaba mirándola fijamente. Se sintió segura junto a él. Sí, Rinaldo estaba allí para secar las lágrimas de Donna, para cuidar de ella.

– Donna -susurró él.

Pero ella no podía oír a Rinaldo. Se estaba despidiendo de Toni por última vez.

– Toni -sollozó-. Toni…

Rinaldo escuchó en silencio. Luego se separó Y se tapó los ojos con las manos.

La luz de un faro entró por una de las ventanas del coche. Rinaldo volvió en sí y miró afuera, donde la ambulancia se había detenido.

En seguida colocaron a Donna sobre una camilla y la llevaron al interior de la ambulancia. Donna no soltaba a su bebé de su regazo.

– ¿Viene con nosotros al hospital, signore? -le preguntó la enfermera.

Rinaldo vaciló. Deseaba con todo su corazón acompañar a su esposa e hijo… ¡no, no era su hijo! Era el hijo de Toni. Donna había llamado a Toni. ¿Habría sido consciente de que era él, Rinaldo, quien la había acompañado durante el parto? Había gritado «¡no me dejes!» y lo había abrazado; pero lo había dicho con los ojos cerrados. ¿Con quién habría estado hablando en realidad?

– No, me quedo con el coche -respondió a su pesar-. Tengo que pedir ayuda.

– Muy bien, signore -la enfermera entró en la ambulancia y cerró la puerta trasera. Rinaldo permaneció de pie, mirando la luz de los faros desaparecer en la oscuridad. Se había quedado solo, en silencio, congelado. Le costaba creer que unos pocos segundos antes, había estado totalmente unido a Donna, ayudándola en la experiencia que más puede acercar a un hombre y una mujer. Pero todo había sido una ilusión. Él sólo la había ayudado a que diera a luz al hijo de Toni, y Donna ya no lo necesitaba más.

Nada más llegar a la clínica llevaron a bebé Toni a una incubadora.

– Pero el niño está bien, ¿verdad? -preguntó Donna con ansiedad. ¿Cuántas veces había tranquilizado ella a otras madres en la misma situación? Pero esa vez era diferente. Tenía que hacer comprender a la enfermera que su niño había nacido en circunstancias mucho más adversas de lo habitual.

– No te preocupes -la tranquilizó la enfermera-. No le pasa nada, pero el accidente ha precipitado su nacimiento un mes. Es mejor que esté en la incubadora de momento.

– ¿Puedes decirle a mi marido… ¿dónde está?

– Se quedó en el coche.

– Ah… sí… Entiendo -balbuceó-. Es un coche caro… lo había olvidado.

Un nubarrón oscureció el corazón de Donna. Durante aquellos dramáticos minutos del parto, se había sentido cerca de él. Cuando el dolor la había atravesado, Rinaldo había estado a su lado para darle ánimos. Pero todo había sido una ilusión; él sólo estaba preocupado por el bebé, no por ella. Ahora que el hijo de Toni había nacido, Rinaldo no la quería para nada más.

Deseó que el mundo se detuviera. Era normal sentirse débil después de dar a luz, pero ese agotamiento tan enorme era nuevo para ella. Empezó a ver borrosa la cara de la enfermera. Donna no podía verla con claridad, pero sí distinguió su expresión de preocupación.

Mientras esperaba a que el taller remolcara el coche, Rinaldo paseó carretera arriba y abajo. Había recuperado su abrigo, pero había dejado la chaqueta en la ambulancia, protegiendo al bebé, y le costaba no quedarse frío. Se arrepintió de no haber obedecido su primer impulso y no haber ido con Donna. Pero ella ya no lo necesitaba ni lo quería. Sin embargo, ¿no habrían cambiado las cosas si la hubiera acompañado?

Llamó a la clínica desde el móvil y se alarmó al enterarse de que el bebé estaba en una incubadora.

– Es una precaución normal cuando un niño nace prematuramente -lo serenó la enfermera.

– ¿Cómo está mi mujer?

– La signora Mantilli está tan bien como cabe esperar después de lo sucedido -respondió con vaguedad.

– ¿Qué demonios significa eso? -preguntó con impaciencia.

– Empezó a sangrar mucho antes de llegar a la clínica.

Por suerte, su grupo sanguíneo es muy común y no ha habido problemas para hacerle una transfusión de sangre.

– ¿Su vida corre peligro? -inquirió apretando el auricular.

– No hay por qué alarmarse innecesariamente… ¿Hola? ¿Signor Mantini?

La enfermera estaba hablando sola. Rinaldo dejó las llaves en el contacto del coche para que el mecánico las viera y empezó a correr hacia la carretera principal. Le llevó bastante tiempo pasar por un tramo de suelo resbaladizo, pero por fin alcanzó la parte sin hielo y miró a lo lejos, con la esperanza de que alguien apareciera.