Cuando por fin vio los faros de un vehículo, se puso enfrente de éste, gesticulando como un loco. El conductor tardó en verlo, pero Rinaldo no se apartó. En el último momento, la furgoneta se detuvo. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla y le dedicó un rosario de bellos exabruptos.
– Sí, ya lo sé -atajó Rinaldo con urgencia-. Tienes razón, pero tengo que ir a la clínica rápidamente. Mi mujer acaba de tener un niño…
El conductor abrió la puerta en el acto y retiró unas cajas que tenía en el asiento del copiloto. La furgoneta olía a perejil y el conductor, un hombre de mediana edad, de bigote poblado y alta voz, le dijo que era transportista de verduras. Luego empezó a hablar de su maravillosa familia: de sus cinco hijos, de su mujer… Hasta su suegra era maravillosa.
– ¿Es el primero? -le preguntó.
– ¿El primero? Ah, sí, nuestro primer hijo.
– Nuestro primero nació también en navidades.
Aquellas navidades fueron maravillosas. No ha habido otras igual.
Así siguió el resto del camino, sin parar de hablar alegremente, sin darse de cuenta de que estaba sometiendo a su acompañante a una tortura. Cuando llegó al hospital, se despidió de Rinaldo, rechazó el dinero que éste le ofreció y siguió su camino cantarinamente.
Donna estaba tumbada, con los ojos cerrados, la cara pálida y suero en un brazo. Se sentó a su lado, insultándose sin parar. ¿Cómo había sido capaz de dejarla marchar por culpa sólo de su maldito orgullo? La miró fijamente a la cara, deseando que despertara, pero Donna no podía oír los mensajes silenciosos que Rinaldo le estaba gritando con el corazón. Se había ido a algún sitio al que él no estaba invitado.
Quizá estuviera Toni con ella y Donna no quisiera volver a la realidad. Los celos lo poseyeron. Era el mismo sentimiento que había experimentado la primera noche que ella fue a Villa Mantini, cuando la había mirado a los ojos y había adivinado que no había en el mundo otra mujer como ella y que su infantil e inmaduro hermano se la había arrebatado.
Había sido tal su frustración, que se había comportado cruelmente con ella y con Toni. Había hecho lo posible por separarlos. Y en un momento delicioso, en el jardín, había sabido que Donna podría ser de él. También ella lo había sabido. Rinaldo lo había visto en sus ojos. Pero luego lo había rechazado y lo había acusado de intentar seducir a la mujer de su hermano.
Su embarazo había sido un golpe muy difícil de encajar. El amargo resentimiento hacia el destino, que se había reído de él presentándole a Donna cuando ya era demasiado tarde, lo había movido a atacar a los dos, a hacerlos huir y… Rinaldo se tapó la cara con las manos, incapaz de soportar su culpabilidad.
Se levantó y fue hasta la ventana para intentar conjurar aquellos pensamientos, estirando las piernas. Pero no lo logró. Una y otra vez retrocedía a aquel primer encuentro, cuando la había visto en la fuente, admirando la belleza del jardín de Loretta. Ya entonces pertenecía a Villa Mantini. Toni lo había visto. Piero lo había visto. Pero la presencia de Donna sólo había supuesto un tormento para él.
– Donna -le susurró al oído con ansiedad, arrodillado junto a la cama-. Donna, ¿me oyes?
Pero seguía quieta y callada, en un mundo secreto al que él no tenía acceso.
Capítulo 10
Todo era cálido y acogedor; todo un suave y agradable deslizarse hacia la nada.
Pero Donna no podía dar el último paso. Alguien se lo impedía. Alguien la estaba llamando, pidiéndole que regresara. Unos dedos poderosos le agarraban la mano, negándose a dejarla marchar.
– Donna, te necesito… Quédate conmigo, Donna… No podía ver su cara. Sólo sentía el firme abrazo de su mano, su voz susurrándole al oído.
– Te necesito, Donna. Te necesito.
Entonces abrió los ojos y descubrió que había vuelto a la vida. Estaba en la habitación de una clínica, rodeada de aparatos, con suero en el brazo. De pie, desde la pared, la miraba Rinaldo.
En cuanto vio que Donna despertaba, fue a la puerta y llamó a la enfermera, que acudió, muy sonriente.
– Así está mucho mejor. Nos has dado un buen susto.
– Mi bebé -susurró Donna.
– Tu bebé está bien. Lo hemos puesto en una incubadora por prevención, pero no le pasa nada. En realidad, estábamos más preocupados por ti. Han hecho falta tres transfusiones para que te estabilizaras.
– ¿Qué ha pasado?
– No podíamos frenar la hemorragia. Perdiste mucha sangre y te desmayaste.
Rinaldo se acercó a la cama. Tenía ojeras de no dormir, pero la espera ya había acabado y merecía la pena ver a Donna despierta.
– Siento como si hubiera estado muy lejos -comento esta.
– Lo has estado -respondió él con suavidad-. Durante dos días has permanecido en coma. Pensé que no lograrías recuperarte.
– Por poco -dijo Donna lentamente-. Era muy raro, como si todo estuviera dispuesto, pero en el último momento no pudiera marcharme. ¿Dos días?, ¿has estado aquí todo ese tiempo?
– Sí, claro que he estado aquí -respondió tras una pausa, lamentando no haberla acompañado desde el principio-. ¿Donde si no, estando mi mujer y mi hijo en peligro?
– Claro… ¿De verdad que Toni está bien? ¿Lo has visto?
– Varias veces. Está perfectamente. A pesar de las circunstancias en que nació, no parece que haya ningún problema con él.
– ¿Las circunstancias en que…? Ah, sí. Nació en el coche, ¿no? -recordó entonces que Rinaldo había preferido quedarse en el coche, en vez de acompañarla a la clínica. Se preguntó cuánto habría tenido que esperar la llegada de la grúa, pero se sintió demasiado cansada para preguntar.
Un repentino sentimiento de desolación la invadió.
Debería estar disfrutando un momento maravilloso un momento que tal vez los acercara el uno al otro. Pero recordar que la había dejado ir sola en la ambulancia había arruinado la magia de tan dichosa ocasión. ¿Cómo había sido tan estúpida de creer que las manos que la habían rescatado de la muerte habían sido las de Rinaldo? Volvió a cerrar los ojos pesadamente.
Rinaldo la miraba en silencio. Se sentía agotado.
Desde que dos días antes llegara al hospital, no había pegado ojo. No se había atrevido, para dar fuerzas a Donna constantemente. Había estado a su lado, animándola con todo su corazón para que siguiera viva, suplicándole, rogándole, ordenándole que se quedara con él.
Ahora se preguntaba de qué había servido todo. Ella no lo había reconocido y Rinaldo tenía la descorazonadora sospecha de que Donna había salido del coma en contra de su voluntad. ¿Qué la había mantenido con vida durante aquellas oscuras horas en las que había vagado por un valle de sombras?, ¿a quién había echado de menos?
Rinaldo sólo estaba seguro de una cosa: que no era él por quien había luchado Donna. Donna había luchado por amor a su hijo. Él podría haber regresado a Villa Mantini y nada habría cambiado.
Durante los siguientes días, Donna experimentó placer y angustia a partes iguales. Por primera vez, Donna había estrechado a su bebé entre sus brazos el día de Navidad. Había llegado a imaginarse que era Rinaldo quien entraba con bebé Toni y se lo entregaba, y que ambos compartían aquel momento inolvidable. Pero él se retiró mientras la enfermera le acercaba a Toni, y Donna fue consciente de que Rinaldo la estaba mirando desde la distancia.
Un segundo después había olvidado a Rinaldo y sólo tenía sentimientos para el niñito que tenía sobre el pecho. Nunca había visto a una criatura tan dulce ni tan bonita. Lo abrazó maternal mente y él se acopló entre sus senos como si aún fueran un solo cuerpo.