– ¿Lo ha visto Piero?
– Todavía no -respondió la enfermera.
– Tiene que verlo -dijo Donna, ilusionada.
La sentaron en una silla de ruedas y luego le colocaron a Toni entre los brazos. Rinaldo habría seguido manteniéndose alejado, pero Donna insistió en que fuera él quien empujara la silla por el pasillo, pues sabía que a Piero le gustaría verlos entrar así.
– Este es Toni -le dijo Donna al abuelo -. Un regalo de Navidad -añadió besándole la naricita a su bebé.
Piero y Donna se miraron conmovidos. Mientras tanto, Rinaldo los observaba sin decir nada. Donna sintió la misma pena hacia él que la que había sentido hacia su hermano. Ninguno de los dos podía disfrutar del bebé que había llenado su vida de alegría.
Permaneció en la clínica dos semanas más. Podía haber salido antes, pero se quedó unos días extra para estar con Piero, a quien ver al bebé lo revitalizaba más que cualquier medicina. Volvieron juntos a casa en un frío día de enero.
Donna se pasó las primeras noches en la habitación del bebé, cuidándolo. Cuando se despertaba, le daba de mamar y le cambiaba los pañales. Luego se quedaba a su lado, adorándolo como un avaro a un tesoro. Para ella, el pequeño Toni era más preciado que todo el oro del mundo.
– Deberías dormir más -le dijo Rinaldo una noche.
Estaba en el umbral del dormitorio, mientras ella alimentaba al bebé.
Donna miró a Rinaldo un momento, pero en seguida devolvió su atención al pequeño, que estaba muy concentrado en su tarea lactante.
– Duermo durante el día. Con dos enfermeras y María diciéndome que descanse y mimándome todo el rato, ¿qué otra cosa puedo hacer? -respondió Donna. Miró al pequeño y sonrió complacida-. ¿Verdad que se parece a Toni? Lo que le dije a Piero es verdad: él no nos ha abandonado del todo.
Dijo esto para consolar a Rinaldo, a quien la pérdida de su hermano le producía un gran vacío. Pero no pareció que el comentario le gustara.
– Hay algo que llevo tiempo queriéndote decir _ arrancó después de mirar a Donna de manera extraña-. Tengo que visitar algunas de las fábricas a las que no voy hace tiempo. Debería haberme ido antes.
– ¿Estarás fuera mucho tiempo?
– Puede que tres meses. Están en el Sur, en Calabria, y tendré que pasar varias semanas en cada una. Estaré de vuelta a mediados de abril aproximadamente.
Tres meses sin verlo, pensó Donna. Pero entonces Toni dio un pequeño eructo y ella rió gozosa, deleitándose con el calor de aquel cuerpecito.
– Estarás bien -prosiguió Rinaldo-. Como dices, hay tantas personas cuidando de ti que… no me necesitarás. «Claro que te necesito», pensó Donna. «Quiero que compartamos las primeras semanas de la vida de Toni. ¿Es que no te importa?»
– Estoy segura de que tu trabajo es muy importante -repuso, en cambio, con educación-. No te des prisa en volver.
Se fue a la mañana siguiente y a Donna le pareció que Rinaldo se alegraba de marcharse. Antes, se había asegurado de que anotara el número de su teléfono móvil.
– No te doy los números de las fábricas, porque no sabré dónde estaré en cada momento -Rinaldo vaciló-. Cuídate -añadió con voz ronca, justo antes de meterse en el coche.
Al principio lo echó de menos, pero el pequeño Toni absorbió toda su atención. Era imposible sentirse sola teniendo a ese niñito dependiendo de ella por completo.
Todo giraba alrededor del bebé. Todos los sirvientes lo adoraban y hasta los hombres se escabullían de su trabajo para echar «un pequeño vistazo».
Hablaba con Rinaldo casi todos los días y, generalmente, esperaba a que fuera él quien llamara. Sin embargo, nunca charlaban mucho tiempo. Donna le describía a Toni y le decía cómo crecía día a día o cómo había sonreído aquella mañana. Rinaldo respondía con educación y ambos se sentían aliviados cuando colgaban.
Pasó el frío de enero y febrero y ahora la lluvia reverdecía el jardín de Loretta, un año más.
Un día, al entrar en el salón, Donna encontró a María, que acababa de colgar el teléfono.
– Era la policía -anunció-. Han encontrado el coche de Rinaldo.
– ¿Quieres decir que ha tenido un accidente? -preguntó preocupada.
– No, que han encontrado el que le habían robado.
– No sabía que le hubieran robado un coche. Y eso que, ahora que lo pienso, el día que se fue no iba en el de siempre.
– El otro se lo robaron la noche en que nació Toni.
– Pero si él se quedó esperando a los mecánicos -Donna no entendía nada.
– No todo el tiempo. Llamó a la clínica y le dijeron que estabas enferma; así que dejó las llaves en el contacto para la gente del taller y fue haciendo autostop en una furgoneta. Cuando llamó al taller, le dijeron que nunca dieron con el coche. Alguien debía de haberlo robado. Y ahora lo han encontrado, aunque la policía dice que está en muy mal estado.
– ¿Rinaldo fue a la clínica? -preguntó Donna, que era lo único que había oído.
– ¿No lo sabías?
– Sé que estaba allí cuando desperté; pero… ¿fue a la clínica la misma noche?, ¿haciendo autostop?, ¿en una furgoneta?
– ¿Acaso piensas que te iba a dejar sola sabiendo que estabas enferma? Le llevé algo de ropa limpia para que se cambiase. Estuvo a tu lado día y noche.
– Pero, ¿por qué no me dijo que había estado conmigo desde el principio?
– Me parece que vosotros no os decís nunca nada la regañó María con amable desesperación-. Así que será mejor que empecéis a hablar claro, cuanto antes -y se marchó.
Con algo de ejercicio y una dieta equilibrada, Donna volvió a recuperar su línea habitual; de manera que decidió comprarse nuevos vestidos. Signora Racci se mostró encantada de atenderla, Donna pasó una mañana muy agradable dejando que le tomaran sus nuevas medidas.
– No creo que deba encargar nada más -dijo al final con un ligero sentimiento de culpabilidad.
– El signor Mantini no puso límite a tu cuenta -la tentó Elisa Racci.
– El signor Mantini puede haber cometido un grave error -sonrió Donna.
– Pero es lógico que quieras celebrar que hayas recuperado tu línea.
– En tal caso, veamos si conseguirnos que se arrepienta de no haber puesto límite a mí cuenta -decidió Donna.
Se sorprendía de lo que había cambiado. Tiempo atrás no habría pensado jamás en gastar tanto dinero en sí misma; pero el nacimiento de su hijo y el calor de los sirvientes que la rodeaban y agasajaban le habían dado confianza. En Italia, una madre tenía que demostrar finura y buen gusto, y más si el bebé era un niño.
Sólo necesitaba que Rinaldo volviera para terminar de afianzarse en todos los sentidos. Ya se sentía segura como madre de un hijo y como patrona de una villa; pero aún le quedaba sentirse segura como mujer, con su hombre.
Su hombre: lo había llamado así instintivamente, aunque él no le pertenecía. Sin embargo, de acuerdo con lo que María le había dicho, Donna confiaba en ganárselo para sí si luchaba por él. Dejó la tienda después de hacer muchos pedidos y se llevó puesto un nuevo vestido rojo, color que le sentaba a ella mejor que a Selina.
En esa ocasión, había prescindido de Enrico y había tomado un taxi a la ida. El tiempo aún era agradable para pasear, así que caminó hasta las escaleras españolas, que parecían desnudas sin los turistas que normalmente la atestaban. Y de ahí siguió hasta Via Véneto, donde tomaría un café antes de volver a casa.
Encontró la terraza en la que había visto a Selina salir de una ti en da con una bolsa negra. ¿Qué sería de su vida, ahora que Rinaldo no estaba?
No pudo resistir la tentación y, después de asegurarse de que tenía unas fotos de Toni en el bolso, la excusa perfecta, decidió hacerle una visita.
¿Por qué no iba a pasarse por su casa para anunciarle que le declaraba la guerra? Se levantó, cruzó la calle y llegó al bloque en el que Selina vivía; en un tercero, a juzgar por los nombres que había junto a los botones del telefonillo.