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Subió en ascensor y llamó a la puerta. Una asistenta vestida de uniforme abrió.

– Soy la signora Mantini -se presentó-. ¿Está Selina?

– No, signora. Lleva fuera varias semanas.

– Ah… ¿Y sabe adónde ha ido?

– No me lo dijo con exactitud. Sólo sé que iba al Sur y que no se quedaría en un sitio concreto.

– ¿Sabe cuándo… regresará? -preguntó, sospechando ya de tanta coincidencia con el viaje de Rinaldo.

– Me dijo que a mediados de abril.

– Gracias -respondió Donna.

Salió del edificio confundida. Rinaldo y Selina estaban de viaje al mismo tiempo, los dos sin alojamiento fijo, los dos de vuelta a mediados de abril. Se sintió estúpida por no haber imaginado que algo así podría estar sucediendo. De golpe, y por mucho que deseó que se tratara de un cúmulo de coincidencias, Donna había perdido toda su confianza en recuperar a Rinaldo.

Volvió un día al anochecer, sin anunciar a nadie su regreso. Entró en la casa y en el jardín de Loretta sin ser visto y allí encontró a Donna, junto a la fuente, con la cuna del bebé a su lado. Estaba mirando hacia la cuna totalmente embelesada. Rinaldo no podía ver al niño por completo, pero sí una manita que se movía juguetonamente en el aire. Donna sonrió, agarró la manita y besó cada uno de sus dedos. La cara le brillaba de felicidad.

Rinaldo ya la había visto con el bebé antes del viaje, pero nunca había apreciado tanto amor en el semblante de Donna. Delante de él, ella siempre se había refrenado en sus mimos a Toni; pero ahora la había sorprendido llenándole de caricias y sonrisas. Madre e hijo existían en un plano distinto de la realidad en el que sólo el amor tenía cabida. Rinaldo sintió un dolor en el corazón que no le resultó desconocido.

Con nueve años, al volver un día del colegio, se había encontrado a su madre acunando a su hermano, recién nacido, mirándolo con una adoración que Rinaldo creía reservada para él.

Toda la vida había crecido sabiendo que era el cielito de Loretta, desplazando hasta a su padre en el corazón de ésta. Eso lo había hecho sentirse como un rey. Pero, de pronto, se había visto desplazado por su hermanito, el cual, con su indefensión, se había ganado la devoción de su madre.

Por supuesto, Loretta no había dejado de querer a Rinaldo; había seguido escuchándolo cuando éste quería contarle algo, interesándose por sus problemas, sintiéndose enormemente orgullosa de su hijo mayor. Pero todo había cambiado, pues el mundo ya no giraba alrededor de Rinaldo, el cual había perdido su privilegiada e indiscutible posición en el corazón de Loretta.

Todavía recordaba cómo había acabado aquel momento. Su madre lo había mirado y, sonriendo, le había dicho: «Ven a ver a Toni. ¿Verdad que es bonito?». Y mientras él se acercaba a ellos, Loretta había mecido a Toni entre sus brazos.

Siempre podría conseguir el aprecio de los demás siendo un buen hermano, había pensado Rinaldo; pero lo cierto es que Toni había poseído desde el principio un encanto y una sonrisa que había derretido los corazones de todos cuantos lo rodeaban. Incluso Rinaldo había sentido en seguida debilidad por su hermano y, desde muy pequeño, lo había defendido siempre que Toni se metía en algún lío, lo cual sucedía con frecuencia.

En su lecho de muerte, Loretta le había susurrado que cuidara de Toni y lo protegiera, y él le había prometido que lo haría.

Rinaldo había querido mucho a Toni y había intentado protegerlo, aunque en el último momento le hubiera fallado. Con todo, detrás de aquel afecto fraternal, siempre había subyacido un cierto resentimiento, pues Toni le había privado del amor que él siempre había querido tener. Rinaldo había pensado que aquello formaba parte del pasado. Hasta ese momento.

Claro que ahora era diferente. Donna no tardaría en advertir su presencia, le diría lo mucho que lo había echado de menos y lo alegre que estaba de que ya hubiera vuelto…

Entonces, Donna elevó la vista y, aunque en un principio pareció que fuera a acercarse a Rinaldo, feliz por tenerlo de nuevo junto a ella, una sombra de recelo empañó su alegría.

– Ven a ver a Toni. ¿Verdad que es bonito?

Capítulo 11

En alguna región de sus sueños, Donna oía el llanto de Toni. Lloraba y lloraba y Donna luchaba por despertarse; pero los tentáculos del sueño la agarraban con insistencia. Estaba tan cansada… pero su niño la necesitaba.

Por fin logró abrir los ojos y se dio cuenta de que el llanto había cesado. Por un momento se preguntó si todo había formado parte de un sueño, pero su instinto maternal le decía que Toni sí la había estado llamando, aunque ya se hubiera callado.

Entonces notó que la puerta de su habitación estaba cerrada, cuando ella la había dejado ligeramente entornada. Un rayo de luz se calaba por debajo de la puerta.

Se acercó sigilosamente a la habitación del bebé y escuchó. Al otro lado se oía el suave arrullo de una voz y Donna se preguntó si no seguiría aún soñando, pues la voz parecía la de Rinaldo. Abrió la puerta con suavidad.

Rinaldo estaba allí, con Toni, a quien estaba colocando sobre una mesita cubierta por una toalla. Sujetaba al niño con soltura, sosteniéndole la cabeza con una mano, como si estuviera acostumbrado a cuidar bebés, y lo hablaba con dulzura.

– ¿Te sorprende verme, piccolo bambino? ¿Pensabas que vendría tu mamma? Es que ella está muy cansada, así que esta noche vamos a dejarla que duerma tranquilamente, ¿te parece?

Donna no podía creerse lo que estaba viendo. Desde que Rinaldo había vuelto a casa, hacía dos semanas, apenas si había mostrado interés por el bebé; pero ahora, le estaba hablando como si, instintivamente, los dos hablaran un mismo idioma.

Toni lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y curiosos. Rinaldo seguía hablándole en un suave arrullo que Donna apenas oía.

– No te creas que no sé lo que estoy haciendo. No es la primera vez que lo hago, aunque reconozco que hace muchos años desde la última vez. Cuando mi hermano era pequeño, mi mamá me enseñó a cuidar de él.

Donna no podía ver la cara de Rinaldo, que estaba sacando unos pañales limpios, pero podía oír la sonrisa de su voz mientras le confesaba:

– Yo no quería hacerlo. Tenía nueve años y no lo entendía. «Mamá, los bebés son para las niñas», protestaba yo. Pero ella contestaba que todos los hombres debían saber cuidar de un bebé. Y tenía razón.

Empezó a ponerle el pañal con habilidad, moviendo los dedos muy diestramente.

– ¿Está bien así? -le preguntó con seriedad, como si Toni pudiera entenderlo de verdad. Y quizá fuera así, pues éste emitió un ruidito de satisfacción-. Tendré que acostumbrarme a estos pañales modernos. Antes, los pañales eran toallas sujetas con un alfiler y había que practicar mucho para pillarle el truco al alfiler. Una vez pinché a tu pa… a mi hermano, y no paró de gritar durante una hora.

Toni emitió un ruidito parecido a una risa y, para deleite de Donna, Rinaldo sonrió. Donna podía ver la ternura con que Rinaldo miraba al pequeño. Ya había terminado de cambiarle, pero, en vez de devolverlo a la cuna, se sentó con él en su regazo. El bebé se acomodó relajado y se quedó mirando a Rinaldo.

– ¿Ya estás cómodo? -le preguntó éste-. No te molesta que haya venido yo, ¿verdad? Ya es hora de que nos vayamos conociendo, de hombre a hombre, y eso es imposible con tantas mujeres como tenernos siempre alrededor.

Donna saltó una risilla involuntaria y Rinaldo elevó la mirada al instante.

– Supongo que por hoy ya hemos tenido un primer contacto -le dijo sonriendo-. Hasta la próxima… ¿Quieres comprobar si lo he hecho todo bien? -le preguntó a Donna, después de colocar a Toni en la cuna.