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– Espera un momento -susurró Donna-. ¿Estás diciendo que tú lo persuadiste para que se casara conmigo? Debes de estar bromeando; jamás me creería algo así.

– ¿Y a mí qué me importa lo que tú te creas? Rinaldo quería al bebé y yo le dije cómo podía conseguirlo.

– Estás… mintiendo. Rinaldo ya no siente nada por ti -afirmó Donna sin mucha convicción.

– ¿Sí? Entonces, ¿dónde ha estado los tres meses siguientes al nacimiento de Toni? No estuvo aquí cuidando de ti, eso seguro.

– Tenía trabajo…

– ¿Trabajo? No había nada de lo que sus empleados no pudieran encargarse. Ni siquiera sabes dónde estaba.

– Estaba en Calabria…

– Lo telefoneabas al móvil, ¿verdad?

– Sí, claro… -Donna se quedó callada al darse cuenta de que, efectivamente, siempre lo había llamado al móvil. Podía haber estado en cualquier sitio.

– En el fondo sabías que él estaba conmigo, ¿me equivoco? -Selina sonrió con crueldad-. Sobre todo después de que vinieras a mi piso a «visitarme»… Lo pasamos de maravilla. Después de estos últimos meses aguantándote, estaba desesperado por desfogarse con una auténtica mujer. Una vez llamaste justo cuando estábamos…

– ¡Basta! -gritó Donna.

– El plan era que se casara contigo para luego divorciarse, cuando ya hubieras tenido al bebé y no fueras de utilidad.

– Rinaldo nunca se divorciará de mí -aseguró Donna, después de recobrar la compostura.

– ¿Y por qué crees que sólo se casó contigo por lo civil? -Selina se rió burlonamente-. Porque así es mucho más fácil divorciarse. Ya está organizando los papeles. Te pagará bien por cerrar el trato y tú abandonarás el país para no volver nunca. Toni, por supuesto, se quedará con nosotros. Lo que me sorprende es que todo esto resulte novedoso para ti. Yo pensaba que Rinaldo ya te había ido preparando; aunque me dice que es difícil; que a veces eres tan obtusa que no hay manera de que te enteres de las cosas. ¿De veras no te ha soltado ninguna indirecta últimamente? No importa. Al final te rendirás. Ya sabes cómo es cuando decide salirse con la suya.

– Sal de mi casa ahora mismo -dijo Donna con una frialdad amenazante-. Y no vuelvas a poner un pie en ella en tu vida.

– Claro, claro. Olvidaba que es tu casa, ¿no es cierto? -Selina sonrió con ironía-. De momento. Pero pronto será mía. Rinaldo lleva años deseando traerme. Tú sólo eres una inquilina temporal.

Donna dejó a Toni en la cuna y luego se volvió hacia Selina, la cual no tu va tiempo de adivinar las intenciones de la primera. Levantó un brazo para defenderse, pero Donna lo esquivó y le pegó un puñetazo en la sien izquierda.

– Y ahora, ¡largo! -le ordenó Donna, que echó a Selina de la habitación a empujones.

– ¡Deja de empujarme! -gritó Selina inútilmente-. ¡Déjame!

– Te acompañaré a la puerta.

La agarró por una oreja y la hizo bajar así las escaleras, mientras todos los sirvientes se congregaban abajo para asistir a la humillación de Selina. Algunos se cubrieron la boca con la mano, pero otros no se molestaron. Dos de ellos llegaron a abrirle la puerta a Donna y se despidieron de Selina sonriéndola burlonamente. A ninguno le gustaba aquella mujer.

Sólo cuando llegaron a su coche la saltó Donna. Selina se dio media vuelta. La pelea le había alborotado el peinado y parecía una borracha; tenía la cara roja y le corrían lágrimas por las mejillas.

– Te arrepentirás de esto -la amenazó enrabietada.

– Más lo lamentarás tú si te vuelves a atrever a acercarte a mi marido o a mi hijo -la advirtió Donna.

– ¿Tu marido? -Selina quiso burlarse de Donna, pero no tuvo valor al ver sus ojos. Algo en su mirada la impulsó a refugiarse en el coche y a arrancar a toda velocidad.

Donna esperó hasta que el coche desapareció y luego regresó a casa a grandes zancadas. Se sentía muy desgraciada. Deseaba con todo el corazón no creer las despreciables afirmaciones de Selina, pero había muchos detalles que encajaban. La temprana ausencia de Rinaldo después de nacer Toni, su insistencia en darle sólo el número del móvil, la simultánea desaparición de Selina…

Y, sobre todo, lo que le había dicho que tenían que hablar, después de compartir una noche fantástica. ¿Qué querría contarle?, ¿estaría arrepentido de haberse acostado con ella?

Si ése era el caso y Rinaldo estaba participando de verdad en el plan tan infame que le había descrito Selina, no podía quedarse allí mucho tiempo. Puede que incluso en esos momentos, la otra mujer estuviera telefoneando a Rinaldo, avisándolo para que val viera a casa en seguida.

Donna empezó a meter ropa en una maleta. Estaba actuando por instinto, sin atreverse a consultar lo que sentía su corazón, pues, a pesar del comienzo tan desastroso con Rinaldo, éste había acabado ganándose su amor. A veces hasta había tenido la impresión de que él también la quería a ella. Su inesperada ternura con el bebé la había maravillado. Y, sin embargo, se había estado riendo de ella todo el tiempo de ella, viéndose a escondidas con Selina, su verdadero amor. Tenía que haber estado ciega para no darse cuenta antes.

Estaban en Italia, donde él tenía poder y ella no tenía nada. No podía arriesgarse a enfrentarse a Rinaldo en su territorio. Tenía que regresar a Inglaterra antes de que pudieran detenerla.

En el garaje había un segundo coche que Donna usaba de vez en cuando. Bajó su maleta a todo correr y las metió en el asiento trasero. Pero Donna sabía que no podía marcharse sin antes despedirse de Piero, el cual se extrañó nada más verla entrar con el niño en brazos.

– He venido a despedirme -dijo con suavidad-. Tengo que irme. Lo siento… Te echaré de menos… pero tengo que…

– No, no… -susurró muy afligido.

– Dile a Rinaldo… -estaba resultando más difícil de lo que había previsto-… sólo dile adiós de mi parte.

Se inclinó para que Piero pudiera tocar a Toni y luego le dio un beso en la mejilla. Se dio media vuelta y salió de la habitación.

Durante las siguientes dos horas, se notó un pesado ambiente de incertidumbre en Villa Mantini. Los sirvientes no sabían qué pensar y relacionaban la marcha de Donna con la escena que habían presenciado con Selina. Todos sintieron alivio cuando Rinaldo regresó, pero su alivio tornó en temor cuando éste preguntó por el paradero de su mujer y de su hijo.

– ¿Dejaste que se marchara sin saber adónde iba? -le preguntó furioso a María.

– No te enfades conmigo -respondió María-. Ella es la patrona. Nosotros no tenemos derecho a cuestionar sus decisiones.

– Creía que te caía bien -espetó Rinaldo.

– Es una mujer estupenda -aseguró María-. Y te digo esto: de no ser por la otra cosa que sucedió, te diría que se ha ido para escapar de tu desagradable temperamento. Y no me mires así. Te conozco desde que eras un bebé y no me das miedo.

– ¿Qué quieres decir? -Preguntó Rinaldo-. ¿Qué otra cosa sucedió?

– Selina estuvo aquí. No sé lo que se dirían entre ellas, pero la patrona la echó de casa.

– ¿Le dijo que se marchara?

– No, la echó a empujones.

– ¿Literalmente?

– La bajó por las escaleras tirándole de una oreja -le explicó María.

Antes de que Rinaldo pudiera contestar, oyeron la campana con la que Piero los llamaba cuando quería algo. Se notaba cierta angustia en el campaneo. Subieron rápidamente y se encontró a Piero en la cama, con una terrible cara de ansiedad.

– Tranquilo, abuelo. Estoy aquí -dijo apretándole la mano con suavidad-. Todo está bien -añadió, aunque en el fondo temía que nada iba bien en absoluto.

– Donna… -susurró Piero-. Donna…

– Vendrá a verte muy pronto -quiso tranquilizarlo-. Pero antes… ¡Dios mío! ¿Qué es ese ruido?