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– Selina estúpida -sonrió Piero-. Cree que no puedo hablar… Pero por Donna…

– Sí, sí que es estúpida -suspiró Rinaldo-. Y yo he sido más estúpido dejando que me engañara. Y ahora mi mujer huye de mí porque piensa que estoy maquinando un plan monstruoso. ¿Cómo puede creerme capaz de algo así, por mucho que se lo dijera Selina?

– ¿Y por qué iba a pensar bien de ti? -Lo atacó María-. ¿Cómo la has tratado desde que llegó a esta casa?

– Lo he hecho lo mejor que he podido. No ha sido fácil para ninguno de los dos.

María emitió un sonido que se acercó peligrosamente a una risa cínica. Rinaldo frunció el ceño, pero ella estaba sonriendo a Piero y no lo vio. Rinaldo salió de la habitación y fue en busca de Selina.

La encontró en el jardín de Loretta, sentada en la fuente. Se giró hacia él y lo miró como si estuviera sufriendo lo indecible. Luego, cuando oyó a Rinaldo, se quedó helada.

– Sal de esta casa y no vuelvas a poner un pie en ella en toda tu vida -le ordenó él.

– ¿Por qué? -Más que sus palabras, era el tono de su voz lo que la había intimidado-. Rinaldo…

– Cállate y escucha, porque ésta es la última vez que vamos a hablar tú y yo. Hace dos años, cuando reapareciste en mi vida lanzándome indirectas sobre los viejos tiempos, te dejé bien claro que nosotros jamás nos casaríamos. Me acosté contigo porque mi orgullo me exigía salirme con la mía. No estoy orgulloso de mi comportamiento, pero nunca te mentí -arrancó Rinaldo-. Debería haberme olvidado de ti por completo después de casarme, pero me rogaste y suplicaste que siguiéramos siendo «sólo amigos», para que no fueras el hazmerreír de todos. Fui tonto y te hice caso. Hasta presumí de mi amistad contigo, aunque me dabas lástima. Y tú, mientras tanto, has estado todo el rato intentando volver a mi mujer en mi contra. Sé las mentiras que le has dicho hoy. Piero te oyó y me lo ha contado todo.

– No te creo -dijo azorada-. ¡Si ni siquiera puede decir dos palabras seguidas!

– Encontró una manera de comunicarse, gracias a Donna. Jamás pensé que fueras capaz de algo tan miserable.

– ¿Cómo puedes hablarme así? -preguntó Selina llorosa-. No lo entiendo.

– Exacto -dijo Rinaldo con ironía-. No entiendes nada. Nunca has entendido nada. Tú no conoces a las personas y por eso haces el tonto. Tú jamás podrías apreciar a una mujer como Donna. Su belleza interior, su forma de hacerse querer por todos. Y, por supuesto, de lo que no tienes ni la más remota idea es de lo que significa amar.

– ¡Vamos! -Protestó Selina-, ¡Si ahora me vas a venir con el cuento de que la amas!

– No pienso discutir contigo lo que siento por Donna -dijo con frialdad-. El mero hecho de hablarlo contigo ensuciaría mis sentimientos. Y considérate afortunada porque no te eche de casa igual que mi mujer.

La pequeña posada estaba alejada de la carretera y no sajía hospedar a muchos inquilinos. Eso era esencial, pues en un hotel grande le habrían pedido el pasaporte a Donna y, al reconocerla, habrían llamado a la policía. Porque seguro que Rinaldo había dado la voz de alerta a la policía.

Había aparcado el coche entre unos matorrales y se había acercado a la posada caminando, llevando al bebé en brazos. Los posaderos le ofrecieron una habitación para pasar la noche, juguetearon con Toni un rato y le pusieron una buena cena a Donna, que, aunque no tenía mucha hambre, se obligó a comer para reponer fuerzas.

Se retiró a su habitación pronto y se sentó en la cama junto a Toni. Había cerrado las contraventanas, de manera que no se viera luz en su habitación desde fuera. Estaba a salvo, pero no se sentiría segura hasta no haber llegado a Inglaterra.

Donna sabía que debía intentar dormir, pero le resultaba imposible. Estaba muy inquieta y, a pesar de que la habitación estaba caliente, Donna no paraba de temblar. Nunca había llegado a conocer a Rinaldo del todo, pero había llegado a creer que podía confiar en él. Ahora veía que no era así, que se había ido enamorando de él tontamente y que, cegada por su amor, no había sido incapaz de ver la realidad.

Rinaldo era un hombre dominante e inflexible, obstinado en salirse siempre con la suya, sin importarle si tenía que pasar por encima de alguien para conseguirlo.

Pero Donna no podía olvidar aquellos momentos en que Rinaldo se había mostrado inesperadamente tierno. Se estremeció al pensar que sólo habían formado parte de un plan diabólico para engañarla; pero no le quedaba más remedio que aceptar que aquélla era la cruda realidad.

Toni se despertó y ella atendió sus necesidades. Luego volvió a quedarse dormido, mientras Donna lo abrazaba y sentía el agradable calor de su precioso cuerpecito. Correría cualquier riesgo por su bebé, superaría cualquier miedo, soportaría cualquier padecimiento.

Pero la cabeza la traicionaba. Seguía empeñada en recordar el amor con que Rinaldo había sonreído a Toni, la ternura con la que le había cambiado los pañales, cariñoso como el mejor de los padres. Había perdido a su hermano Toni, y ahora estaba perdiendo al hijo de su hermano. Era terrible hacerle algo así, pero no tenía más remedio que alejarse de él.

Cuando estuvo segura de que el bebé estaba bien dormido, lo devolvió a la cunita de viaje en la que lo había llevado hasta la posada.

– Buenas noches, mi vida. Pronto estaremos en Inglaterra -le dijo. Acercó la cara a la cuna y empezó a llorar. Sería la última vez que se permitiría el lujo de llorar, pero en esos momentos no podía reprimir las lágrimas.

Llamaron a la puerta con suavidad. Donna se secó los ojos y se acercó para abrir una rendija. Y nada más hacerlo, intentó cerrarla de golpe… demasiado tarde. Rinaldo había introducido la mano por el hueco. Horrorizada, Donna retrocedió y se interpuso entre él y Toni.

– ¡Tú! -la voz le temblaba-. ¡Dios!, ¡debería haber imaginado que acabarías encontrándome! -se lamentó Donna.

Rinaldo cerró la puerta y se quedó quieto, de pie, mirándola. Su rostro reflejaba tensión y tenía los ojos hundidos, como si estuviera sufriendo mucho.

– Es una pena que no me conozcas mejor de lo que parece -dijo él-. ¿Cómo pudiste dejarte engañar por Selina?

Así que ésa era la táctica que pretendía utilizar, pensó Donna. Quería seducirla para volver a atraparla.

– No te esfuerces, Rinaldo -respondió Donna-. No te servirá de nada. No vaya volver, y no puedes obligarme.

– ¿Acaso he dicho que quiero obligarte?

– Es tu estilo. Siempre fuerzas a los demás para salirte con la tuya, ¿no?

– Quizá en el pasado -admitió con pesar-. Pero sé que eso no me serviría ahora de nada. Quiero que vuelvas, pero por propia voluntad. Si te niegas…

– Me niego.

– Si te niegas después de oír lo que tengo que decirte, yo mismo te llevaré a Inglaterra.

– No -gritó Donna-. Esta es otra de tus trampas. No dejaré que vuelvas a engañarme.

– De veras piensas que soy el diablo, ¿verdad? -se quedó pálido-. Tal vez tenga la culpa de algunas cosas; pero te juro que puedes confiar en mí. Yo sólo quiero que seas feliz. Quizá puedas ser feliz conmigo, pero si no… -se quedó sin palabras, apesadumbrado por la mera posibilidad de dejar escapar a Donna.

– Nosotros no sabemos hacernos felices, Rinaldo -afirmó ésta-. Es mejor que acabemos con esto ahora y nos olvidemos el uno del otro.

– Jamás podría olvidarte, y jamás lo desearé -dijo con lentitud-. Te amo.

– No -se tapó las orejas con las manos.

– No puedo culparte por no creerme. Me he comportado mal porque he estado atormentado, Desde la primera vez que te vi en el jardín, supe que tú eras la mujer de mi vida. No confiaba en ti. Ni siquiera me gustabas. Pero siempre te he querido y he hecho todo lo posible por alcanzarte. Sabes lo lejos que llegué aquella primera noche en mi afán por alejarte de Toni. Y todo el tiempo me he odiado por codiciar a la mujer de mi hermano -comenzó Rinaldo-. Pero no era todo egoísmo. Yo sabía que mi hermano y tú erais incompatibles. Tú te habrías arrepentido si te hubieras casado con él. Cuando me enteré de que estabas embarazada, me entraron ganas de romperlo todo, porque eso significaba que te había perdido. Intenté creer que el hijo no era de él pero en el fondo sabía la verdad. Cuando Toni murió… -Rinaldo se quedó sin palabras y cerró los ojos.